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¿Regresa el fraude patriótico?

La democracia es exigente. Sólo funciona a plenitud en condiciones difíciles de alcanzar: ciudadanía madura y refractaria a fanatismos, medios veraces y críticos, altos estándares de educación y bajos niveles de desigualdad. A ello se refería Churchill cuando la catalogó como el peor sistema que existe con excepción de los demás que se han inventado. Con todo, la precariedad democrática, la que suele darse en sociedades que incumplen esos requisitos, es preferible a la autocracia más refinada.

El problema con las posturas fundamentalistas es que dificultan la transición pacífica del poder. Polarizan, cierran la puerta a la pluralidad, socavan el reconocimiento de la legitimidad del contrincante, invocan encono y crispación. La democracia se descompone cuando un partido o movimiento deslegitima a los demás y se arroga la exclusividad de la representación popular. Si se proclama que el triunfo de la oposición haría que la nación misma dejara de existir, si la descalificación del otro llega al extremo de tacharlo de vendepatrias, de ilegítimo y en consecuencia de inelegible, se atenta contra la posibilidad de la alternancia.

¿Regresa el fraude patriótico?

El debate en torno a la reforma eléctrica del presidente López Obrador mostró cómo se llega a ese nefando escenario. Los prolegómenos estaban ahí: desde 2018 se estigmatiza desde la Presidencia a todo aquel que se le oponga: se le mete a empellones en la bartolina conceptual del "conservadurismo" con los epítetos de corrupto, hipócrita, clasista, racista y un ominoso etcétera. Pero lo que AMLO y Morena arrojaron a los diputados que osaron votar contra su proyecto es un anatema de deshonra que rompe su propio récord de intolerancia: si antes separaba a la población entre los honestos de la 4T y los corruptos opositores, ahora la divide entre los mexicanos que lo siguen y los apátridas que rechazan la única opción para fortalecer al país –la suya– que es concebir a la Comisión Federal de Electricidad no como un medio sino como un fin en sí mismo. Dice AMLO que nadie pudo votar en contra de su propuesta por convicción, que quienes lo hicieron son entreguistas o fueron comprados por empresas extranjeras. El discurso maniqueo de que el oficialismo detenta el monopolio del amor a México y que en la oposición no hay patriotas es francamente estúpido. De esa lógica emanó la barbaridad de que quienes no apoyaron la iniciativa de AMLO traicionaron no al presidente sino a la mismísima patria, que él encarna, y una ridícula posdata: quienes aprobaron la reforma de Peña Nieto y ahora respaldaron la de AMLO fueron una suerte de héroes alienados.

El debate en el pleno de la Cámara de Diputados fue vergonzoso. Salvo raras excepciones, campeó el dogmatismo en las filas gobiernistas, cuyos integrantes se enfrascaron en una abyecta competencia por el campeonato de complacencia al Señor Presidente. Como en los peores tiempos del culto a la personalidad, no esgrimieron nuevas tesis: se limitaron a declamar los mantras del templo mañanero, a recitar las invectivas presidenciales. Tampoco acusaron a los opositores de estar equivocados en el camino que creen benéfico para los mexicanos; los injuriaron y los difamaron impunemente. AMLO pudo haber enmendado las disposiciones constitucionales en materia eléctrica si hubiese actuado con una pizca de humildad. En lugar de eso, con soberbia supina, él y sus acólitos ofendieron y ofenden a diputadas y dipu­tados de bien –que los hay– que quieren a su país pero discrepan de la 4T. El daño que le hace a México ese fundamentalismo, que en cualquier momento puede pasar de la violencia verbal a la violencia física, es incalculable.