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El oso que jugaba ajedrez

Rusia es un país fascinante, lleno de contradicciones. Con una historia milenaria, vive con un pie firmemente anclado en el pasado (en su larga etapa imperial) y el otro tanteando distintas variantes de su futuro. No es que el futuro no le interese, todo lo contrario: le obsesiona. Pero le obsesiona a tal grado que dedica más tiempo debatiendo cuál es ese futuro mientras se aferra a su historia y a buscar revivir aquellos tiempos gloriosos en que su imperio, ya fuese el zarista o el soviético, abarcaba 11 husos horarios y dominaba literalmente a medio mundo. 

Vladimir Putin encarna perfectamente esa dicotomía. Por un lado busca devolverle a Rusia el sitio global que alguna vez ocupó, mientras opera con gran eficacia el regreso a las formas y el fondo de sus antiguos regímenes. Simultáneamente, tiene puesta la mirada en un rediseño de los balances geopolíticos y económicos que garantice la seguridad y la influencia rusas para el resto del siglo. 

El oso que jugaba ajedrez

¿Es posible ser una superpotencia moderna recurriendo a los métodos del pasado? ¿Puede lograrse la modernidad con tanques y helicópteros como herramientas de expansión? O, yendo incluso más lejos, ¿la Europa del futuro puede contemplar un espacio para el oso feroz que ha soltado Putin?

Rusia, por mucho el país más grande del mundo, ha apostado siempre por el territorio no sólo como un objetivo expansionista, sino como una herramienta vital para su defensa e incluso para su supervivencia. Dos maquinarias militares formidables en su momento, la de Napoleón y la de la Alemania nazi, debieron rendirse ante la enormidad territorial de un enemigo al que difícilmente podían alcanzar a abarcar. Los enemigos internos del régimen zarista o soviético eran enviados ya fuera a Siberia, ya a la Asia Central, no sólo a una prisión o al exilio, sino a la lejanía absoluta, al limbo terrenal. 

La disolución de la Unión Soviética puso fin no sólo al malhadado sueño comunista, también al concepto de seguridad que Lenin y Stalin diseñaron y que sus sucesores vieron como garantía de certidumbre, estabilidad e influencia en Europa continental. Con el colapso de la cortina de hierro el colchón de alianzas regionales se desintegró, y los justificados agravios y resentimientos de muchas de las naciones del Este hacia sus antiguos "aliados" les convirtió más en amenazas que en motivo de tranquilidad. 

Estados Unidos y los países integrantes de la OTAN no perdieron el tiempo y buscaron integrarlos rápidamente a su esfera de influencia económica, política y militar. Tuvieron éxito: hoy Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, la República Checa, Eslovaquia, Hungría, Rumania y Bulgaria forman parte de la OTAN y son beneficiarios directos del articulo 5 de esa organización, que establece el compromiso de defensa entre todos y para todos sus miembros. 

Para Rusia, la expansión de la OTAN hacia sus antiguos países satélites o aliados representó una humillación pública y obligó a replantearse todo su concepto de colaboración con Occidente. Si Gorbachov abrió la puerta a un acercamiento en la Cumbre de Reykjavik con Reagan en 1986, Boris Yeltsin la dejó abierta de par en par con su impericia y la nube de alcohol que le impedía ver claramente. A Putin le tocó la parte doblemente difícil de imaginar el rediseño y operarlo teniendo la desventaja de la inercia generada por la expansión de la esfera de influencia occidental y las expectativas que generó entre otros países de la región, notablemente Ucrania. Y esa intención públicamente expresada por Kiev y por la OTAN sí significó cruzar una línea roja para Moscú. Hoy estamos viendo las consecuencias. 

Putin es un estratega, un jugador de ajedrez, pero tiene también la rudeza del oso. 

Es esa una combinación frecuente en Rusia, algo que descubrí cuando viví en Moscú y un día cometí la imprudencia de aceptar una invitación a jugar por parte del encargado de mi mudanza, un hombre fortachón y de voz profunda que trabajaba de día manejando el camión de los tigres del circo de Moscú y de noche haciendo trabajitos por la libre. Cuando vio mis tableros de ajedrez me preguntó si jugaba, y yo –con esa arrogancia que la juventud nos presta y la edad nos va quitando– le dije inocentemente que sí. Todavía recuerdo su mirada condescendiente tras ganarme la tercera partida seguida. 

Pero me desvío. La rudeza y agresividad de Putin se combinan con la mirada de largo plazo del ajedrecista que sabe que a cada jugada corresponden posibles reacciones y combinaciones que terminarán –o no– en el desenlace deseado. 

Con el ataque –la invasión– militar a Ucrania, Vladimir Putin ha emprendido la que será su más trascendente partida de ajedrez. Si resulta triunfante, los rusos lo recordaran como el hombre que les devolvió su lugar en el tablero. Si fracasa porque las consecuencias resulten demasiado onerosas para su país, será el que los hizo soñar en vano. De una u otra forma, ya nada volverá a ser como antes. 

Sea como fuere, en esta fatídica partida se enfrentan los intereses de Washington y sus aliados con los del Moscú de Putin. Tristemente Ucrania es una pieza que ambos buscarán utilizar para sus propios fines y provecho. 

Tristes, lamentables los días en que suenan los tambores de la guerra y en que la fuerza se antepone a los argumentos y las razones. Todavía más triste que, como siempre en estos casos, son civiles inocentes quienes serán victimas de los juegos de poder de las grandes potencias. 

En juego está mucho más que sólo un conflicto territorial o las ambiciones desmedidas de un tirano: lo que de esto resulte será el nuevo arreglo europeo para muchas décadas por venir.  (Proceso)