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De planes y programas: un botón de muestra

Somos país de planes y programas, pero también de caudillos. No ha sido fácil proponer aquéllos sin que domine la fuerza de éstos, exigidos por un pueblo que no gusta de las letras. Don Jesús Reyes Heroles señaló, en coyuntura electoral: primero el plan, luego el hombre (hoy la mujer). En los últimos meses, los actores políticos (que son muchedumbre) han criticado la falta de programa (que no lo es de discurso) y reclamado la inmediata adopción de proyectos que abanderen a los contendientes y permitan el debate de las ideas, la claridad en el rumbo y el destino y la opción final que determine el sufragio e ilustre el porvenir.

No creo que nos falten planes y programas. Por lo pronto hay un plan de nación que no parece inspirar a los activistas aunque debiera vincular el comportamiento de todos. Me refiero a la Constitución, entendida como norma —por supuesto— pero también como Plan Nacional. Y cuando hablo del carácter preceptivo y orientador de la Constitución —y de las "leyes que de ella emanan"— no puedo menos que recordar el infinito desdén con que la soslayan algunos depositarios del poder, que asumieron éste precisamente a partir de las estipulaciones y la fuerza de la Constitución. Es el caso, obviamente, de quien manda al diablo a las instituciones y desatiende la ley al amparo de su propia voluntad: "no me vengan con que la ley es la ley".

De planes y programas: un botón de muestra

¿Qué ha sido de ese Plan Nacional, vulnerado más de una vez, alterado, menoscabado, ignorado por quienes (o por quien) protestó guardarlo (no en el sentido de depositarlo en un cajón) y hacer que otros funcionarios le rindan efectivo cumplimiento? Cuando el caudillo recibió el bastón de suprema autoridad, creímos que asumía un solemne compromiso con lo que solemos llamar el Estado de Derecho, escriturado en la Constitución. Pero no ha sido así.

En varias ocasiones me he referido aquí a las promesas del Ejecutivo, que comprometió su palabra y su desempeño para satisfacer necesidades imperiosas del pueblo mexicano. Hay muchas que podríamos invocar en todos los espacios en que se desempeña el poder público. Recordaré sólo uno, que ha sido desatendido con gravísimas consecuencias y que seguramente afectará el ejercicio de gobierno durante mucho tiempo: la seguridad, prometida como "recuperación de la paz".

Recordemos, pues, el Plan Nacional de Paz y Seguridad, alegremente proclamado al término de 2018, y luego recogido en otros documentos que forman el gran follaje de nuestros proyectos e incumplimientos: el Plan Nacional de Desarrollo y la Estrategia Nacional de Seguridad Pública. En estos documentos y en las reformas constitucionales que desencadenaron se advirtió que el primer deber de un  gobierno es dar seguridad a su pueblo y que el nuevo gobierno recibía un país convertido en cementerio. ¿Qué ha cambiado? Ese primer deber, ¿lo sigue siendo? ¿Se ha convertido en tierra pródiga el cementerio que heredó el caudillo?  

Todas las propuestas de plan o programa que han comenzado a circular denuncian el sonoro fracaso de la seguridad pública, que se nos escurrió entre las manos a lo largo de estos cinco años, y la necesidad apremiante de contar con un nuevo camino que nos lleve a un nuevo destino. No logramos avanzar en la protección de nuestra paz y nuestra integridad. Seguimos preocupados e insomnes, cada vez más. ¿Cuándo llegará el verdadero Plan que nos devuelva el sueño y la serenidad para resolver esta emergencia, que no cede? (Profesor emérito de la UNAM).