Columnas - Melissa Ayala

2025: cómo hacer funcionar una democracia

  • Por: MELISSA AYALA
  • 29 DICIEMBRE 2025
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2025: cómo hacer funcionar una democracia

¿Qué significa decir que una democracia funciona? No basta con que haya elecciones, tribunales o leyes en vigor. 

Una democracia funciona cuando sus instituciones resuelven conflictos de manera apegada a derecho, conforme a reglas claras y a precedentes que hacen previsible el ejercicio del poder, cuando sus decisiones pueden ser aceptadas incluso por quienes pierden y cuando la ciudadanía conserva la confianza en que las reglas del juego no cambian según la coyuntura.

2025 fue, en México, un año que puso a prueba esa definición. 

No fue un año de ruptura institucional ni de suspensión formal del orden democrático. 

Fue, más bien, un año en el que el funcionamiento cotidiano de nuestras instituciones quedó bajo escrutinio, revelando fortalezas, pero también límites que no pueden ignorarse si se aspira a una democracia que no sólo exista, sino que opere razonablemente.

En su libro titulado Cómo hacer funcionar una democracia, Stephen Breyer propone una distinción fundamental: una democracia puede conservar intactas sus formas, elecciones periódicas, división de poderes, lenguaje constitucional, y aun así funcionar mal. 

Funciona bien, sostiene, cuando las instituciones generan previsibilidad, resuelven disputas conforme a reglas conocidas y permiten que las personas acepten decisiones adversas sin sentirse excluidas del sistema político.

Leído desde México, 2025 fue un año en el que esa capacidad de funcionamiento estuvo bajo presión. 

No por un colapso del Estado de derecho, sino por una acumulación de decisiones, omisiones y mensajes institucionales que tensionaron la confianza pública. 

La pregunta relevante no es si el sistema resistió —porque lo hizo—, sino con qué costos institucionales y con qué aprendizajes pendientes. 

Durante 2025, en México, ese papel fue objeto de debate constante. 

Las instituciones enfrentaron presiones políticas, expectativas sociales contrapuestas y una ciudadanía cada vez más atenta a la coherencia de las decisiones públicas. 

El problema no fue únicamente el contenido de ciertas resoluciones, sino la forma en que se adoptaron y justificaron: el grado de deliberación, la claridad de los argumentos y la atención, o rechazo, a los precedentes que dotan de estabilidad al sistema jurídico.

Este es uno de los aprendizajes más claros que deja 2025. 

Muchas decisiones fueron institucionalmente costosas. 

No necesariamente porque fueran erróneas, sino porque se percibieron como aisladas, excepcionales o poco consistentes con criterios previamente establecidos. 

Como advierte Breyer, la democracia no se erosiona sólo cuando se violan las reglas, sino también cuando las reglas dejan de ofrecer orientación y previsibilidad.

El balance, entonces, no es el de una democracia en crisis terminal, pero tampoco el de una democracia plenamente saludable. 

Es el de una democracia puesta a prueba, obligada a revisar la calidad de sus prácticas, la consistencia de sus decisiones y la manera en que comunica sus razones. 

La enseñanza no es abandonar las instituciones, sino exigirles más, precisamente porque siguen siendo centrales.

Breyer cierra su reflexión con una conclusión clara: la democracia no funciona por inercia. 

Requiere instituciones conscientes de su papel, actores políticos dispuestos a aceptar límites y ciudadanía que no renuncie a exigir razones. 

El balance de 2025 no debería llevarnos ni a la complacencia ni al fatalismo. 

Ese es el verdadero reto para 2026. 

Y también la responsabilidad compartida de quienes aún creemos en la democracia como práctica cotidiana, no solo como forma constitucional.  

*Abogada


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