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‘Mamá, tú sabes bien dónde estoy’

Véronique Loute perdió a su hijo, Sammy Djedou, ligado a los atentados de París, en un ataque de la coalición internacional contra el Estado Islámico

Por Álvaro Sánchez

Véronique Loute. En su casa de Bruselas con fotos de su hijo de niño y ya de adulto. ‘Mamá, tú sabes bien dónde estoy’

Bruselas, Bélgica

“Tengo una mala noticia. Su hijo ha muerto en un ataque dirigido de la coalición. Tendrá más detalles pronto”. La corta llamada de una funcionaria del gobierno belga con mucha prisa y poca información fue para Véronique Loute, de 66 años, un punto y aparte en la historia que ha marcado su vida desde 2012. 

La historia de la radicalización de su hijo, Sammy Djedou, yihadista del Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés) muerto a los 27 años en Raqa (Siria) por el ataque de un dron.

Estados Unidos lo incluye en la lista de 16 líderes del ISIS eliminados el año pasado por la coalición internacional que combate al grupo yihadista en Siria e Irak. “Un ataque aéreo de precisión provocó la muerte de tres líderes directamente involucrados en facilitar operaciones terroristas y el reclutamiento de combatientes extranjeros. Dos de ellos, Salah Gourmat y Sammy Djedou, participaron en la organización de los ataques terroristas del 13 de noviembre de 2015 en París”, informó el Pentágono en un comunicado nueve días después de su muerte.

La primera sorpresa de los que conocen a Véronique es su aspecto. En las reuniones con otras madres de radicalizados que partieron a Siria para unirse al Estado Islámico, su cabello rubio contrastaba con los velos islámicos y llamaba la atención del resto de mujeres. 

“Me preguntaban si era policía”, sonríe. Lejos de su hijo desde que se marchara en 2012, Véronique solo era una madre desorientada ansiosa por relacionarse con otros padres en su situación. Por eso creó la asociación Padres preocupados. “Tras la muerte de un amigo de mi hijo sentí que nadie escuchaba a los padres de los que se marchaban a combatir en Siria. Nos mirábamos, hablábamos y llorábamos. Algún padre venía, contaba su historia y no volvía. Otros se quedaban”. Sammy Djedou se crió en un hogar católico. A los siete años pidió ser bautizado. Luego hizo la comunión y se confirmó. Tanto su madre como su padre, originario de Costa de Marfil, son cristianos y para ellos, la religión no es el centro de sus vidas. Ella va a la iglesia de vez en cuando, él no. Véronique se implica en luchas sociales. Llevaba a su hijo, todavía un niño, a marchas antinucleares. Es una veterana de las protestas contra la guerra de Vietnam. “La policía pegaba fuerte entonces. Me estudiaba el recorrido antes [de las protestas] para saber la forma de escapar”.

A los 16 años, poco después del divorcio de sus padres, Sammy anuncia que es musulmán. Véronique, ahora jubilada y durante años educadora de menores con discapacidad, no vio venir su conversión al Islam, pero la acepta. “Su relación con una familia del barrio detonó todo”. Fruto de la separación, Véronique se muda de casa. Sammy elige quedarse con su padre para no perder el contacto con su grupo de amigos. La visita de vez en cuando y estudia árabe. La relación es buena, pero aparecen los primeros síntomas de radicalización: trata sin éxito de convertirla al Islam y le afea que beba cerveza y que permita a su hermana, dos años menor que él, no usar velo. Tampoco encuentra su sitio en el mundo laboral: recibe una ayuda de desempleo y compagina la inactividad con trabajos eventuales como mecánico.

Durante la primavera de 2012 hace las maletas y desaparece. Véronique avisa a la policía, que no se inquieta demasiado por la marcha de un adulto de 23 años. La masacre de Bataclan no había sucedido. Ni los atentados del 22M en Bruselas. El fenómeno de los retornados de Siria, ahora una de las grandes inquietudes de las fuerzas de seguridad europeas, no existía. La madre busca alguna pista sobre su paradero entre los amigos de su hijo hasta que unas semanas después uno de ellos va a verla. “Esta tarde te va a llamar a este móvil”, le dice poniendo el aparato sobre la mesa. Sammy lo hace y le cuenta que está en Turquía. Trabaja en un proyecto humanitario. Miente. Véronique baja a un ciber café cercano cada semana para hablar con él por Skype. Largas conversaciones de más de una hora a veces interrumpidas por 10 minutos de rezo.

Nunca concreta donde está pero se hace una idea por los prefijos; +90, Turquía; +963, Siria. Mientras, la guerra se recrudece y las autoridades —ahora sí— empiezan a preocuparse ante las noticias de jóvenes que se marchan a combatir fuera: 457 belgas se han enrolado en las filas yihadistas en Siria o Irak, según un informe del Ministerio de Interior del pasado año. 

Sammy, un bruselense educado en la grisácea capital de Europa, es uno de ellos. Las sospechas se vuelven certezas.

—¿Estás en el Estado Islámico?

— Mamá, tú sabes bien dónde estoy.

“No quiso pronunciar ese nombre”, afirma Véronique. Su paso por los platós de televisión para denunciar la marcha de jóvenes como su hijo a Siria irrita a Sammy. “Me decía ‘mamá deja de contar mi vida’. Creo que algo se removía en su interior al recordar su pasado después del lavado de cerebro que les hacen”. En agosto de 2015, Sammy corta la comunicación alegando razones de seguridad que se revelarían proféticas: “Me dijo: mamá, es demasiado peligroso. No podemos hablar más. 

Hay drones. Los veo pasar y si abro mi móvil pueden localizarme y hacerme saltar por los aires`”.




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