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Las heridas abiertas de la lucha libre mexicana

Alejados de los años de gloria, cinco excombatientes afrontan la vejez con enormes secuelas físicas y en el olvido

Super Muñeco camina como si cargara piedras en una mochila invisible. El cartílago de sus rodillas está desgastado. Perdió la visión en uno de sus ojos al estrellarse contra un muro hace unos años. Tiene una protuberancia en el brazo derecho porque se dislocó el radio. Es la resaca física que dejan 35 años dedicados a la lucha libre mexicana. Pero detrás de su tierna máscara de payaso, hay un atleta que no está dispuesto a retirarse. “Solo Dios sabe hasta dónde te corta la luz. Cuando dice: ‘Hasta aquí”, explica este luchador de 57 años mientras se acomoda la careta en la que se dibuja una sonrisa perpetua.

Las heridas abiertas de la lucha libre mexicana

Los luchadores mexicanos son héroes de barrio, ídolos para el pueblo. Audaces guerreros, con identidades de fantasía, capaces de soportar el dolor y los vituperios del combate, al mismo tiempo que se bañan en las ovaciones de su público. Se trata de un deporte con tintes teatrales, declarado patrimonio cultural intangible de Ciudad de México y que este sábado celebra su día conmemorativo. La lucha libre es una disciplina deportiva de alto riesgo con movimientos ensayados en los que los gladiadores pueden exagerar sus golpes.

“Nuestra profesión es el arte de defenderse y atacar con llaves y azotones”, opina Tony Salazar, un luchador ya retirado de 70 años que vive desde hace tiempo con la clavícula izquierda dislocada. Su cadencia al caminar es similar a la de Super Muñeco y, en realidad, a la de la mayoría de luchadores que se han alejado de la rutina frenética del ring.

“Iba a luchar y me quería matar. Me decían El Suicida en los años ochenta. Me aventaba y no me importaba lastimarme. La lucha libre es muy dura. Pero ahora no me quiero morir, quiero vivir más”, cuenta Super Muñeco sentado al filo de un viejo ring de lucha libre en un añejo gimnasio de la zona de comercio conocida como La Merced, en Ciudad de México. Su vocación de kamikaze se debió a una ruptura amorosa. Ahora enseña todos los días a jóvenes luchadores sus movimientos más laureados. Tras más de tres décadas dedicadas al combate, reconoce que lloraba cuando veía a su padre, también luchador, golpearse con su contrincante sobre el ring.

En el Consejo Mundial de Lucha Libre (CMLL), una de las principales empresas mexicanas, todos los luchadores deben someterse a exámenes médicos antes de subir al cuadrilátero. Super Muñeco evita ir al doctor, a pesar de las punzadas que siente en las rodillas y la espalda. “Un día fui al médico para revisarme la rodilla derecha. ‘Hay que operar inmediatamente’, me dijo, pero ¡me estaba revisando la izquierda!”, cuenta este luchador especialmente querido por los niños.

“Compra un reloj, el más resistente contra golpes y pégale. Va a llegar el día en el que se va a descomponer. Con el cuerpo humano ocurre lo mismo. La mayoría de los luchadores retirados sufrimos de lumbalgia [dolores en la espalda baja]. Los azotones provocan que se descuadre la cadera, se van saliendo de su lugar las vértebras. La columna vertebral tiene una curva, nosotros la tenemos recta”, dice Salazar. Sus manos sufren las consecuencias de una artritis inflamatoria que le ha dejado unos bultos redondeados en sus nudillos. “Es cuestión de operar pero no he querido hacerlo porque varios doctores me han dicho que en la intervención podría quedar dañado un tendón, perder la fuerza y quedarme con la mano engarrotada”, dice antes de agitar con violencia las butacas de la emblemática Arena México para mostrar que todavía tiene movilidad en sus manos.

En 1982, el combatiente Karma se lanzó desde el ring hacia los asientos de primera fila. Su rival debía atraparlo en el aire, pero esto nunca sucedió y acabó estampándose contra las butacas. “Tuve una fractura en la espina dorsal. A gatas subí a mi coche”, narra. “No me operaron porque suponía quedarme en silla de ruedas, así que unos quiroprácticos me acomodaron”. Dos de sus nietos, de 25 y 20 años, continúan su legado en el cuadrilátero.

Uno de los preceptos que todo luchador conoce es que si sube al ring, quizá nunca baje. “Morir haciendo lo que amas es una muerte sensacional”, reflexiona Salazar. En 2015, el Hijo del Perro Aguayo recibió un golpe en las cervicales que le provocó un paro respiratorio. Un instante después falleció. Su caso cimbró al gremio. Los congresistas mexicanos buscaron crear una ley para amparar a los luchadores cuando se retiren, evitar los abusos de los promotores que coordinan las luchas y otorgarles el derecho a un servicio médico. El intento de ley nunca vio la luz. Pero las muertes continúan: en mayo, Silver King sufrió un paro fulminante durante un combate y hace unos meses Perro Aguayo padre murió de un infarto.

Desde hace una década, los luchadores no tienen un sindicato nacional, solo lo poseen si forman parte de empresas como el CMLL. Los profesionales que lo sufren son los que pelean en los circuitos independientes como Fidel Alonso, que lucha en Monterrey. Es un freelance del dolor. A sus 32 años tiene suturas en la mayor parte de su cuerpo. Trabaja en la lucha extrema donde se utilizan púas, tachuelas y vidrios para combatir. Hace cuatro años estuvo a punto de morir desangrado después de que un golpe con una lámpara le hiciera un corte en el brazo derecho. “Fueron 28 puntadas. También me han cosido la frente, tengo siete puntadas, una cortada en el párpado izquierdo. Mi cuerpo está todo remendado”, narra.

Ninguna agencia de seguros de vida respalda a los luchadores, dice Salazar, que tuvo que retirarse tras sufrir un infarto al miocardio. “Cada luchador ve por sí mismo. Hay mucha envidia”, explica Super Muñeco. “Nadie sabe que me retiré, solo saben que desaparecí”, dice Karma, de 92 años.

KeMonito, un luchador que mide 80 centímetros, llega en silla de ruedas a la Arena. Puede caminar, pero la usa como una terapia para reducir el impacto a sus rodillas. “Las caídas para mí representan el doble”, cuenta el hombre de 57 años detrás de una máscara de un chimpancé azul. Su función en la lucha, enfatiza, fue la de compañero o mascota de otro luchador de época, Tinieblas. No debía pelear, solo ser su acompañante. “En una lucha vi que tiraban a un rudo y le agarraban las manos. Con la emoción le di unas patadas voladoras. No lo hubiera hecho... Así empezó todo”, cuenta. Sus rivales no tuvieron reparo en golpearle y lanzarle por los aires.

“Sobre el ring no oyes a la gente. Date cuenta, es un sonido similar al de un panal de abejas gigante”, ejemplifica Salazar sobre el momento cumbre de la lucha libre. A su alrededor están los asientos vacíos y un penetrante olor a cerveza vieja. El piso está pegajoso. Los luchadores, veteranos de esta guerra cargada de ficción y de lesiones, aún escuchan ese zumbido. Y lo extrañan.

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