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La pandemia desata la pesadilla del hambre en México

Familias pobres de los altos de Chiapas, muchas de ellas indígenas, luchan para conseguir alimentos en medio de la crisis de la covid-19

La pandemia ha asentado un duro golpe a la familia de Gilberto Méndez, albañil de 30 años. Antes de que la crisis de la covid-19 dejara decenas de miles de muertos en México, este hombre aprovechaba el auge de la construcción en las zonas turísticas de Yucatán para trabajar por un salario mejor que el que podía conseguir en Chiapas, el Estado en el que vive, en el sur del país. Gilberto dejaba por temporadas a su esposa, Carmen, y sus tres hijos para conseguir el dinero que permitía que no faltara la comida en la humilde casa que habitan en La Frontera, un barrio de Chilón, tristemente célebre por la cantidad de personas que pasan hambre. Cuando la economía se paró, Méndez se quedó sin empleo, sin ingresos y con la desesperación de hallar alimentos para sus pequeños hijos: Karla, de seis años; Byron, de diez, y Gilberto, de cinco. “Aquí no hay trabajo y la comida está cada vez más cara”, afirma el hombre.

La pandemia desata la pesadilla del hambre en México

El hogar de Gilberto y Carmen está localizado en la parte más alta de este barrio de calles sin asfaltar, caminos polvorientos y empinados donde se agrupan casas construidas con lo que la suerte permite: tablones agujereados, plásticos, latones o cualquier material precario que por lo menos cubra del sol y la lluvia, aunque no del frío. La casa de la pareja es apenas una habitación con suelo de tierra en la que un par de tablones de madera sostenidos por ladrillos de cemento hacen de cama para toda la familia. Al lado, otros ladrillos forman un círculo donde hay leños quemados, la cocina improvisada donde Carmen prepara la comida. Esta tarde, sin embargo, el carbón no arde. Tampoco hay ollas dispuestas para cocinar. “A ver con qué nos bendice Dios”, dice la mujer cuando se le pregunta qué preparará para comer.

La angustia asola a la joven pareja. Gilberto dice que cuando no pueden conseguir dinero para la comida acuden a familiares o piden ayuda a sus vecinos, tan pobres como ellos. También toman prestado dinero, pero los intereses son altos, afirma. En este lugar las mujeres se dedican a limpiar casas, por un pago de 50 pesos al día (unos dos euros), pero Carmen no puede hacerlo, porque debe cuidar de sus hijos. “No los puedo abandonar, porque ¿quién se va a ocupar de ellos?”, se lamenta la mujer.

La inseguridad alimentaria antes de la pandemia alcanzaba al 20% de la población mexicana; ahora, al 50%

Los niños no van a la escuela porque las autoridades de educación mexicanas cerraron los colegios como medida para evitar contagios, por lo que los más pequeños corretean en el patio de la casa, se suben a los árboles o juegan dentro de la casa, mientras el mayor ayuda con la limpieza y cortando leña. Están delgados. La dieta de la familia consiste en frijoles y tortillas de maíz. Con un kilo de frijoles, dice Carmen, pueden comer dos días.

En estas comunidades habitadas mayormente por indígenas, la deserción escolar es una realidad debido a la pobreza: las familias no cuentan con los recursos para enviar a sus hijos a clase, y los niños se unen al trabajo, ya sea en el campo o dentro de casa. Tampoco hay un incentivo para enviarlos al cole, debido a que no existe un programa de comedores en las escuelas, donde a los niños, por lo general, no se les proporciona un menú, sino que deben llevar sus propios alimentos o los padres les dan dinero para comprar en las barras que tienen permiso de vender productos alimenticios dentro de los recintos escolares.

La crisis desatada por la pandemia del nuevo coronavirus amenaza con aumentar el hambre a escala mundial. El pasado otoño, el Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas alertó que unas 265 millones de personas están amenazadas por la inseguridad alimentaria, agudizada por las pérdidas de ingresos de las familias, principalmente en países pobres. Los más vulnerables son los niños.

En México, Unicef ha alertado que la llamada carencia alimentaria, es decir, la incapacidad para cubrir una alimentación suficiente y de calidad en el hogar, representa un problema. “Un año después de la pandemia la situación está peor: antes de la pandemia, el 20% de la población sufría carencia alimentaria y ahora hay un 50% con inseguridad alimentaria grave o severa”, explica Mauro Brero, jefe de Nutrición de Unicef en México. Además, el 14% de los niños menores de cinco años sufre desnutrición crónica, y el sobrepeso y la obesidad se han incrementado en todas las edades, según el organismo de Naciones Unidas.

La Encuesta Nacional de Salud y Nutrición de 2020 revela que el 8,4% de los niños menores de cinco años sufre sobrepeso, un aumento de dos puntos porcentuales con respecto a los datos de 2018. Además, el 13,9% tiene baja talla y otro 4,4% bajo peso. El 1,5% de ellos padece la llamada emaciación, es decir, que su peso está por debajo de lo normal y se enfrenta a un riesgo elevado de muerte.

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Las familias priorizan la compra de alimentos que quitan el hambre y no los más nutritivos

“La pandemia tiene una estrecha relación con la mala nutrición, sobre todo por la reducción de ingresos y la pérdida de empleos, porque el poder de compra de familias ha bajado y eso aumenta la inseguridad alimentaria. Las familias priorizan la compra de alimentos que quitan el hambre y no los más nutritivos, porque comprar frutas y verduras frescas es más caro que comprar comida ultra procesada”, explica Brero.

En La Frontera, el barrio pobre de Chilón, Rosa Méndez, de 38 años, cocina sobre el fogón unas hierbas que ella llama hojas de mora y que crecen de forma salvaje en las milpas. Es la comida del día, que acompañará con tortillas de maíz. Las hojas tienen un sabor amargo, disipado por la sal con la que son cocidas. Mientras hierven sobre el fuego alto de la leña, Méndez explica que la variedad de alimentos se ha visto reducida para su familia desde que su esposo dejó de enviar dinero. Él se mudó a Sonora, al noroeste del país, en busca de empleo; desde hace unos meses se olvidó de quienes quedaron en Chilón. Además, su hijo Edén, de 16 años, dejó de trabajar en los proyectos de construcción de Yucatán, uno de los Estados más turísticos de México, donde ganaba 2.200 pesos semanales (unos 92 euros) como albañil. Con el paro económico, Edén se quedó sin empleo y se la rebusca en este municipio, donde le pagan 100 pesos (unos cuatro euros) al día cuando encuentra trabajo. “Eso solo da para comprar maíz y frijoles”, dice la madre.

El chico, como la madre, no sabe leer ni escribir. Al preguntarle si quiere estudiar dice que no, que lo que a él le interesa es ganar dinero para ayudar a su mamá y su hermana, Carmela, de ocho años y que dejó la escuela en cuarto grado. Rosa dice que su hija tampoco aprendió a leer. Aquí, cuenta, no llega ninguno de los programas sociales que son el estandarte del Gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador. “Ni una bolsa de despensa nos dan”, afirma.

Méndez, como la mayor parte de sus vecinos son indígenas tzeltales, que hablan su propio idioma y se comunican con dificultad en español. Es gente huraña, apegada a la religión —católica y evangélica— y a sus ritos ancestrales. La mayoría luce ropas tradicionales desgastadas y caminan descalzos. Mauro Brero, de Unicef, afirma que Chilón aporta “el mayor número de personas con hambre en México, con una cifra que asciende a 56.180 personas”.

El hambre aprieta en la casa de Lucía Gallegos (40 años) y Mario Manuel López Flores (45 años) cuando la cosecha de maíz y frijoles va mal. A pesar de ser jóvenes, la pareja luce mayor, con el rostro surcado de arrugas y la piel tostada por el sol. Tienen seis hijos que dependen del trabajo de él en la limpieza del campo y de ella, limpiando casas y lavando ropa, por lo que gana 50 pesos al día. López cosecha maíz y frijoles en una pequeña parcela que alquila en las afueras de Chilón y con la cosecha anual, además de pagar la renta del terreno, debe guardar suficiente grano para alimentar a la familia. Esta tarde la comida serán los frijoles que se cuecen en una vieja olla sobre el fogón, además de plátanos verdes que son asados en las brasas y que la pequeña Guadalupe, de cinco años, come con voracidad. A pesar de tener unas cuantas gallinas, Lucía prefiere vender los pocos huevos que dan para tener dinero para comprar “lujos” como aceite, arroz y sal. Aquí las proteínas no existen. El pescado es algo exótico. “Lo que vamos cosechando lo vamos comiendo, ¿qué vamos a hacer? A veces no comemos fríjol [si ha ido mal la cosecha], entonces a ver qué cosa encontramos”, afirma el hombre.

El trabajo en este municipio rezagado no abunda y más tras la crisis desatada por la pandemia. La principal actividad económica de esta región es el cultivo de café, que aporta la mayoría de los ingresos que recibe el Gobierno local, en manos de Esmirna Vera, alcaldesa interina. A ella le toca administrar la pobreza porque el alcalde, Carlos Giménez, se ha lanzado a una campaña de reelección por Morena, el partido oficialista. México celebrará este año elecciones regionales. Vera admite que su región es una “zona marginada”, aunque afirma que “las cosas están cambiando” con la llegada de López Obrador al poder. Dice que se ha puesto más interés en los pobres, aunque al preguntársele qué programas han desarrollado para apoyarlos, la alcaldesa no entra en detalles. Menciona proyectos que impulsa la Secretaría del Bienestar, entre ellos mejoras de viviendas, pero en La Frontera las casas siguen siendo precarias. “En dos años no se puede arreglar todo”, justifica la funcionaria en su oficina en el centro de Chilón, donde cuelga una foto de López Obrador. “Ahí está nuestro gallo [hombre]”, dice Vera orgullosa.

A la hora de la comida el fogón de Sebastiana Alvarado Guzmán, de 67 años, arde con intensidad, listo para recibir la olla en la que se cocerán los frijoles. A sus pies está Pablo, su hijo de 33 años, discapacitado. El hombre no puede caminar, se arrastra, no habla y reclama la atención de la madre con gritos. Sebastiana no sabe decir qué es lo que sufre. Se limita a afirmar que así nació, tullido, y que no tiene atención médica. “No es bueno ir al doctor”, dice la indígena con un español precario y muy apegada a la religión. Su historia es una tragedia perpetua: hace 25 años, con la explosión del movimiento zapatista en Chiapas, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) le arrebató el terreno que tenía y donde cultivaba granos. “Fue muy violento. Sacaron las armas y nos echaron, a mí me golpearon. Tuve que huir con mis siete hijos”, recuerda Sebastiana. Se refugió en Chilón, en esta barriada de La Frontera, donde habita una casa tan débil que da la impresión de venirse a bajo con cualquier viento fuerte. Sebastiana cuenta su historia al lado del fogón. Aquí se vive al día. Unos cuantos pesos para comprar granos son la garantía de un día con el estómago lleno. “Estamos bien con un puñito de frijoles”, dice la mujer.



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