'Hamnet', el inicio de un clásico
A partir de la historia familiar de Shakespeare, Maggie O'Farrell recrea, entre ficción y realidad, el suceso que habría inspirado una de las grandes obras literarias de la historia. Con autorización de Libros del Asteroide publicamos fragmentos de esta novela recién llegada a México
Referencia histórica
Hamnet, el niño, murió en 1596 a los once años.
Cuatro años más tarde su padre escribió una obra de teatro titulada Hamlet.
Ya se ha ido, ya está muerto
muerto ya, señora mía.
Más de la sección
Verde hierba a su cabeza,
a su pie una piedra fría.
Hamlet, Acto IV, escena V
Hamnet y Hamlet son en realidad dos formas perfectamente intercambiables de un mismo nombre, según consta en los anales de Stratford de finales del siglo XVI y principios del XVII.
Steven Greenblatt, "The death of Hamnet and the making of Hamlet", New York Review of Books, 21 de octubre de 2004.
I
Un niño baja unas escaleras.
Es un tramo angosto que se revuelve sobre sí mismo. El niño avanza lentamente, deslizando la espalda por la pared, con un golpe seco de bota en cada escalón.
Casi al final se detiene un momento y se vuelve a mirar el camino andado. De pronto salta resueltamente los tres últimos peldaños, como de costumbre. Al llegar al suelo, tropieza y se cae de rodillas en las losas.
Es un día bochornoso de finales de verano, sin viento, y unos largos haces oblicuos de luz cruzan la estancia de abajo. El sol, amenazante, lo mira desde fuera y por las ventanas estampa una celosía amarilla en la pared.
Se levanta, se frota las piernas. Mira a un lado, hacia las escaleras; mira al otro, no sabe adónde ir.
No hay nadie en la estancia, la lumbre rumia en el hogar: abajo, ascuas anaranjadas; arriba, suaves espirales de humo. El pulso de las rodillas magulladas se acompasa con los latidos del corazón. Pone una mano en el pestillo de la puerta de las escaleras y levanta la punta de la gastada bota de piel como si fuera a moverse, a echar a correr. Tiene el pelo claro, casi dorado; unos mechones alborotados se le levantan por encima de la frente.
Aquí no hay nadie.
Suspira, aspira aire caliente y polvoriento, cruza la habitación y sale a la calle por la puerta principal. No le llega el ruido de los carros, de los caballos, de los tenderos, de la gente que se llama a voces, de un hombre que tira un saco desde una ventana alta. Sigue la fachada de la casa hasta el portal contiguo.
En casa de sus abuelos, el mismo olor de siempre: humo de leña, cera, pieles, lana, todo mezclado. Se parece, pero no del todo, al de la casita de dos habitaciones que hay al lado, la que construyó su abuelo en un hueco estrecho, pegada a la casa grande, en la que vive él con su madre y sus hermanas. A veces no entiende cómo puede ser. Al fin y al cabo solo una fina pared de cañizo y palos separa las dos viviendas, pero el aire es distinto en cada una, huele distinto, la temperatura es distinta.
En esta casa silban las corrientes y los remolinos, los martillazos de su abuelo en el taller, las llamadas y las voces de los compradores por la ventana, el ruido y el barullo del corral de atrás, las idas y venidas de sus tíos.
Pero hoy no. El niño se queda en el pasillo esperando oír algún ruido de gente. Desde ahí ve el taller, a la derecha: no hay nadie, las banquetas y los bancos están vacíos; las herramientas, ociosas en los mostradores; una bandeja de guantes, como huellas de manos, abandonada a la vista de cualquiera. El ventanillo por el que se despacha está cerrado a cal y canto. En el comedor, a la izquierda, tampoco hay nadie. En la larga mesa se ven unas servilletas apiladas, una vela apagada, un montón de plumas. Nada más.
Dice hola en voz alta, con entonación interrogante. Lo repite. Luego ladea la cabeza esperando respuesta.
Nada. Solo el crujir de las vigas, que se expanden suavemente al sol, el suspiro del aire que pasa por debajo de las puertas de habitación en habitación, el roce de telas y cortinas, el crepitar del fuego, el ruido indefinible de una casa en reposo, sin gente.
Agarra con fuerza el picaporte de hierro de la puerta. Incluso a esta hora tardía, el calor le exprime gotas salobres de la frente y de la espalda. El dolor de las rodillas se agudiza, lo pincha y después desaparece.
Abre la boca. Llama a todos los moradores de la casa, de uno en uno. A su abuela. A la criada. A sus tíos. A su tía. Al aprendiz. A su abuelo. Prueba con todos, uno detrás de otro. Piensa un momento en llamar a su padre, en gritar su nombre, pero su padre está a kilómetros y horas de distancia, en Londres, donde el niño no ha estado nunca.
Pero él quisiera saber dónde está su madre, dónde su hermana mayor, su abuela, sus tíos. ¿Dónde está la criada? ¿Dónde está su abuelo, que de día no suele salir de casa y siempre está en el taller hostigando al aprendiz o apuntando las ganancias en un libro? ¿Dónde están todos? ¿Cómo es que no hay nadie en ninguna de las dos casas?
Recorre el pasillo. Se detiene en la puerta del taller. Echa un vistazo rápido por encima del hombro para asegurarse de que no hay nadie y luego entra.
Muy pocas veces le permiten entrar en el taller de guantes del abuelo. Hasta le prohíben pararse en el umbral. ¡No te quedes ahí plantado sin hacer nada!, le gritaría su abuelo. ¿Es que no se puede trabajar honradamente sin que venga algún zángano a fisgonear? ¿No tienes nada mejor que hacer que quedarte ahí papando moscas?
Hamnet es un chico despierto: en la escuela, entiende bien las lecciones del maestro. Comprende la lógica y el significado de lo que le explican y tiene buena memoria. Se le dan bien los verbos, la gramática, las conjugaciones, la retórica, los números y los cálculos, tanto que a veces despierta la envidia de sus compañeros. Pero también se distrae con facilidad. Si en clase de griego oye un carro que pasa por la calle, enseguida desatiende la pizarra y se pone a pensar en qué llevará el carro y en lo bien que se lo pasaron aquel día sus hermanas y él, cuando su tío los llevó a dar una vuelta en el carro del heno entre pinchazos y olor a hierba recién segada, y las ruedas arrastrándose al ritmo de los cascos de la cansada yegua. En las últimas semanas lo han azotado más de dos veces en la escuela por no prestar atención (su abuela ha dicho que si esto se repite una sola vez más, se lo contará a su padre). El maestro no lo entiende. Hamnet aprende rápidamente, recita de memoria, pero no pone la cabeza en la tarea.
El aleteo de un pájaro en el aire puede hacerlo callar en mitad de una frase, como si el mismísimo cielo lo hubiera dejado sordo y mudo de un plumazo. Si ve por el rabillo del ojo que entra alguien en una habitación, puede dejar de hacer lo que sea -comer, leer, copiar los deberes- y quedarse mirándolo como si le trajera un mensaje muy importante solo para él. Tiene tendencia a escurrirse por los límites del mundo real y tangible para irse a otro sitio. Puede estar con el cuerpo en una habitación y la cabeza en otro lado, ser otra persona en un sitio que solo él conoce. Despierta, niño, le dice su abuela, chascando los dedos en sus narices. Vuelve, le dice al oído Susanna, su hermana mayor, tirándole de la oreja. Presta atención, le grita el maestro. ¿Dónde estabas?, le susurra su hermana Judith cuando por fin vuelve al mundo, cuando vuelve en sí, mira a uno y otro lado y ve que está otra vez en casa, a la mesa, rodeado por su familia, y que su madre lo observa casi sonriendo, como si supiera exactamente dónde ha estado.
Del mismo modo, ahora, al entrar en el espacio prohibido del taller de guantes, Hamnet ha perdido el hilo de lo que tenía que hacer. Se ha desviado un momento de su propósito, de que Judith se encuentra mal y necesita que alguien se ocupe de ella, de que él tiene que avisar a su madre o a su abuela o a cualquiera que sepa lo que hay que hacer.
Hay pieles colgadas de una barra. Hamnet ha aprendido a reconocer la de ciervo, con sus manchas rojizas; la de cabritilla, flexible y delicada; la de ardilla, más pequeña; la de oso, de pelo áspero y tieso. Se acerca y las pieles empiezan a moverse en sus ganchos como si todavía les quedara algo de vida, solo un poquito, lo suficiente para oírlo llegar. Hamnet estira el brazo y toca la de cabritilla con un dedo. Es increíblemente suave, como el roce de las hierbas del río en las piernas cuando se baña los días de calor. Se mueve despacio de delante atrás, con las patas separadas, estirada, como si volara, como un pájaro o un diablillo.
Da media vuelta y se fija en los dos asientos del banco: el que está tapizado con cuero, liso y gastado por el roce de los calzones de su abuelo, y el duro y de madera de Ned, el aprendiz.
Ve las herramientas en los ganchos de la pared, por encima del banco de trabajo. Identifica las de cortar, las de ensanchar, las de clavar y las de coser. Ve que la horma más estrecha -la que se usa para los guantes de mujer- está fuera de su sitio, en el banco en el que siempre trabaja Ned con la cabeza agachada, los hombros curvados y los dedos ágiles y nerviosos. Hamnet sabe que su abuelo le grita, o algo peor, a la menor provocación, así que recoge la cálida herramienta de madera, la sopesa y la deja en su gancho.
Está a punto de abrir el cajón de los gurbiones y las cajas de botones -muy, muy despacio, porque sabe que el cajón crujirá- cuando un ruido, un leve roce, le llega a los oídos.
En unos segundos, el niño sale por el pasillo hasta el corral como alma que lleva el diablo. Y recuerda su cometido. ¿Qué hace husmeando en el taller? Su hermana se encuentra mal, tiene que buscar ayuda.
Abre con estrépito, de una en una, las puertas de la cocina, del cuarto en el que fermentan la cerveza, del lavadero. No hay nadie en ninguna parte, todos los cuartos están frescos y a oscuras.
Vuelve a llamar a gritos, un poco ronco ahora, se le ha irritado la garganta con tantas voces. Se apoya en la pared de la cocina y da un puntapié a una cáscara de nuez, que sale rebotando hasta el otro lado del corral. Le confunde estar tan solo. Tendría que haber alguien, siempre hay alguien. ¿Dónde estarán? ¿Qué hace él ahora? ¿Por qué se han ido todos? ¿Por qué su madre y su abuela no están en casa, como de costumbre, abriendo las puertas del horno, revolviendo en la marmita de la lumbre? Sigue en el corral, mira a todas partes, a la puerta de la entrada, a la del cuarto de la cerveza, a la de su casita. ¿Dónde más puede buscar? ¿A quién pedir ayuda? ¿Y dónde está todo el mundo?
Toda vida tiene un núcleo, un eje, un epicentro del que todo sale y al que todo vuelve. Este momento será el de la madre ausente: el niño, nadie en casa ni en el corral, la voz en el vacío. Está ahí, en la parte de atrás de la casa, llamando a las personas que lo han alimentado, que lo han arropado, que lo han arrullado, que le han dado la mano en los primeros pasos, que le han enseñado a usar la cuchara, a soplar la sopa antes de comerla, a cruzar la calle con precaución, a no molestar a los perros cuando duermen, a enjuagar la taza antes de beber, a no acercarse al agua profunda.
Ella lo llevará en el corazón toda su vida.
Hamnet arrastra las botas por la tierra del corral. Ve los restos de un juego al que ha jugado con Judith hace un rato: unas piñas atadas con cordeles, que movían y balanceaban delante de los cachorritos de la gata de la cocina. Qué pequeñitos son, con esas caritas que parecen pensamientos y las suaves almohadillas de las patas. La gata se metió en una tina del trastero para tenerlos y allí pasó tres semanas escondida. Luego la abuela de Hamnet buscó la camada por todas partes con intención de ahogarlos a todos, según su costumbre, pero la gata la burló, ocultó a los gatitos, los puso a salvo y ahora han crecido bastante y dos de ellos corretean por todas partes, se suben a los sacos, persiguen plumas, guedejas de lana y hojas caídas. Judith no se separa de ellos. Casi siempre lleva uno en el bolsillo del delantal, la delata un bultito revelador, un par de orejas tiesas, y la abuela grita y amenaza con el tonel de agua de lluvia. Sin embargo, la madre les dice en voz baja que los gatitos ya son muy grandes para que la abuela los ahogue. "Ahora ya no puede hacerlo -les dice en privado, limpiando las lágrimas a Judith, que llora horrorizada-. No tiene agallas, porque ellos se defenderían, se enfrentarían".
Hamnet se acerca a las piñas abandonadas, los cordeles están medio enterrados en el polvo pisoteado del corral. No ve a los gatitos por ninguna parte. Da un puntapié a una piña, que sale disparada describiendo un arco irregular.
El niño mira las casas, las numerosas ventanas de la grande y el oscuro portal de la suya. En condiciones normales, Judith y él estarían encantados de encontrarse solos en casa. En este preciso momento intentaría convencerla de subirse al tejado de la cocina para llegar a las ramas del ciruelo del vecino, que rebasan el muro de separación. Están cuajadas, cargadas de ciruelas de color dorado rojizo, a punto de reventar de maduras. Hamnet las ha visto desde una ventana del piso de arriba de la casa de sus abuelos. Si fuera un día normal, auparía a Judith hasta el tejado para que se llenara los bolsillos de fruta robada, por mucho que se quejara y protestara. Es tan cándida que no quiere hacer nada malo ni prohibido, pero Hamnet la convence casi siempre con unas pocas palabras.
Sin embargo, hoy, mientras jugaban con los gatitos que se han librado de una muerte temprana, ella ha dicho que le dolía la cabeza y que le ardía la garganta, que tenía frío y después calor, y al final se ha ido a casa y se ha acostado.
Hamnet vuelve a entrar en la casa grande y cruza el pasillo. Está a punto de salir a la calle cuando oye un ruido. Es como un chasquido o un movimiento, un ruido insignificante, pero sin duda lo ha hecho otro ser humano.
-¡Hola! -dice. Espera. Nada. El silencio se cierne otra vez sobre él desde el comedor y el vestíbulo de la entrada-. ¿Quién va?
Por un breve instante se ilusiona pensando que pueda ser su padre, que ha vuelto de Londres para darles una sorpresa... no sería la primera vez. Su padre estará allí, al otro lado de esa puerta, escondiéndose para gastarle una broma o darle un susto.
Si entra en la habitación, su padre saldrá del escondite de un salto, les traerá regalos que sacará de la bolsa, del monedero; olerá a caballo, a heno, a muchos días de viaje; abrazará a su hijo y Hamnet se le pegará a la cara hasta rascarse la fina tez, aplastándole los broches del jubón.
Sabe que no es su padre. Lo sabe, sí. Su padre respondería a una llamada insistente, nunca se escondería de él en una casa vacía. De todos modos, cuando el niño entra en la salita, la desilusión que se le cuela y lo hunde es inevitable al ver allí a su abuelo, junto a la mesa baja.
La estancia está oscura, casi todas las cortinas, corridas. El abuelo está de espalda, acuclillado, revolviendo algo: papeles,una bolsa de tela, monedas o algo parecido. En la mesa hay un jarro y una taza. El abuelo palpa esos objetos, la cabeza gacha, jadeando.
Hamnet carraspea a modo de aviso.
El abuelo da media vuelta con una expresión brutal, furibunda, levantando la mano en el aire como si espantara a un agresor.
-¿Quién va? -vocea-. ¿Quién eres?
-Soy yo.
-¿Quién?
-Yo -Hamnet se acerca al estrecho rayo de luz que entra por la ventana-, Hamnet.
El abuelo se sienta con brusquedad.
-¡Qué sobresalto, rapaz! -le grita-. ¿Qué hacías ahí acechándome?
-Lo siento -dice el niño-. He llamado a todos, pero no contestaba nadie. Judith está...
-Han salido -lo corta el abuelo, y hace un ademán seco con la mano-. De todos modos, ¿para qué buscas a esas mujeres?
Ase el jarro por el cuello y lo arrima a la taza. El líquido -cerveza, cree Hamnet- se precipita y se derrama en la taza, en los papeles, en la mesa, y el hombre maldice y luego lo seca con la manga. De pronto a Hamnet se le ocurre que tal vez su abuelo esté borracho.
-¿Sabes dónde han ido? -pregunta.
-¿Qué?
El abuelo sigue secando los papeles. La cólera por haber derramado el líquido parece un estoque que se desenvaina y ataca.
Hamnet percibe la punta dando vueltas por la habitación, buscando un oponente, y se acuerda un momento de la vara de avellano de su madre, de cómo tira ella sola hacia el agua, solo que él no es una corriente subterránea y la cólera de su abuelo no se parece nada a la temblorosa varita de zahorí. Porque corta, está afilada y es imprevisible. Hamnet no tiene ni idea de lo que va a pasar a continuación ni de qué hacer.
-¡No te quedes ahí embobado! -grita el abuelo, amenazador-. Ayúdame.
Hamnet da un paso adelante y luego otro. Recela, las palabras de su padre le resuenan en la cabeza: No te acerques a tu abuelo cuando está de mal humor. No te pongas a su alcance. Aléjate, ¿oyes?
Se lo dijo su padre la última vez que estuvo de visita, cuando terminaron de ayudar a descargar un carro de la curtiduría.
A John, el abuelo, se le había caído un fardo de pellejos en el barro y, en un arranque súbito de mal genio, lanzó un cuchillo de mondar a la pared del corral. El padre de Hamnet apartó inmediatamente al niño y lo colocó tras él, fuera del alcance del abuelo, pero John pasó a su lado hecho una fiera y entró en la casa sin decir una palabra. El padre levantó la cara al niño con las dos manos y los dedos encogidos en la nuca y lo miró sin pestañear, escrutándolo. A tus hermanas no les pondrá la mano encima, pero temo por ti, murmuró con el ceño fruncido. Ya sabes a lo que me refiero, cuando se pone así, ¿entiendes?
Hamnet asintió, pero deseaba prolongar el momento, porque le daba una sensación de ligereza que su padre le sujetara la cabeza de esa forma, de seguridad, de que él lo conocía, de que lo quería de verdad. Al mismo tiempo percibió una molestia que le revolvía por dentro, como si el estómago rechazara algo de comer. Pensó en el seco tira y afloja de palabras que cortaba el aire entre su padre y su abuelo, en cómo se tiraba su padre del cuello de la camisa todo el rato cuando se sentaba a la mesa con los abuelos. Júramelo, le pidió allí, en el corral, con una voz ronca. Júralo. Necesito saber que no te pasará nada cuando yo no esté aquí para impedirlo.
Hamnet cree que está cumpliendo la promesa. Está lejos, al otro lado de la chimenea. Su abuelo no podría alcanzarlo aunque lo intentara.
El abuelo vacía la taza con una mano y sacude las gotas de una hoja con la otra.
-Coge esto -le ordena, sujetando la hoja.
Hamnet se estira hacia delante sin mover los pies y la coge con las puntas de los dedos. Su abuelo lo mira con los ojos entrecerrados, sin perder ripio; saca la lengua por un lado de la boca.
Se sienta en su silla con la espalda doblada: un sapo viejo y triste encima de una piedra.
-Y esto.
Le pasa otro papel.
Hamnet se estira igual que antes, manteniendo la distancia necesaria. Piensa en su padre, en lo orgulloso que estaría de él, y lo satisfecho.
Veloz como un zorro, el abuelo se abalanza. Sucede todo tan deprisa que después Hamnet no estará seguro de cómo ha ocurrido: la página se cae al suelo, entre los dos; su abuelo lo atrapa por la muñeca, después por el codo, tira de él acortando el espacio que le ha mandado observar su padre, y la otra mano, todavía con la taza, le alcanza a toda velocidad. Antes de notar el dolor, Hamnet ve de refilón unas manchas alargadas -rojas, anaranjadas, de los colores del fuego- que se acercan por un lado. El dolor es cortante, contundente, brutal. El borde de la taza le ha alcanzado justo debajo de la ceja.
-Así aprenderás -dice el abuelo con voz tranquila- a no acechar a la gente.
A Hamnet se le escapan las lágrimas por los dos ojos, no solo por el herido.
-¿Lloras? ¿Cómo una niñita? Eres peor que tu padre -dice el abuelo con desprecio, y lo suelta. Hamnet retrocede de un salto y se da un golpe en la espinilla contra la cama de la salita-.
Siempre lloriqueando, gimoteando y quejándose -murmura el abuelo-. Ni pizca de valor, ni pizca de sentido común. He ahí su punto débil, desde siempre. Es incapaz de comprometerse con nada.
Hamnet sale a la carrera, va por la calle limpiándose la cara, secándose la sangre con la manga (...)
CONÓZCALA
Maggie O'Farrell (1972)
-Nació en Coleraine, Irlanda del Norte
-Es autora de ocho novelas
-Con Hamnet recibió el Women's Prize for Fiction
-Es considerado uno de los 10 mejores libros de 2020 según The New York Times y The Washington Post.