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FOSAS DE SAN FERNANDO: LAS TORPEZAS DE LA PGR

Hace cuatro años y un mes Javier desapareció sin dejar rastro. Iba camino a Estados Unidos. Pero su madre, Ana, aún cree que el tercero de sus cuatro hijos vive. Si no fuera así, afirma, su fantasma ya se le hubiera aparecido, lo hubiera sentido sobre su regazo esperando que ella repitiera ese ritual amoroso de rascarle los granitos de la espalda.

México, D.F.

FOSAS DE SAN FERNANDO: LAS TORPEZAS DE LA PGR

El suyo tenía 22 años el 28 de marzo de 2011, cuando abordó en Morelia, con dos compañeros de su comunidad, un camión de Ómnibus de México rumbo a la frontera. Era tiempo de migrar, pues el temporal de la sandía en Tiquicheo nunca ha bastado para retener a los jóvenes de ese poblado, quienes sueñan con hacerse de un patrimonio. En el camino se iba mensajeando con un hermano que lo esperaba en Estados Unidos.

En la madrugada los viajeros se toparon con un grupo de los criminales de la letra que tenía instalado un retén en la carretera, a la altura de San Fernando, Tamaulipas. Los obligaron a bajarse del camión por ser michoacanos. El celular de Javier enmudeció. Del trío de amigos no volvió a saberse nada. Una semana después las autoridades comenzaron a hallar en ese municipio fosas de las que extrajeron 193 cadáveres. La mayoría eran varones jóvenes procedentes del centro del país, entre ellos el tiquichense Vicente Piedra García, quien viajaba con el hijo de Ana.

Ella dice que se está volviendo loca, que ya le perdió gusto a la vida. Junto con su esposo y una comadre, ha viajado dos veces a Morelia, donde se dejan “sacar sangre, salivas y greñas” por personal de la Procuraduría General de la República (PGR) para ver si su ADN, contrastado con el de los cuerpos, arroja novedades. La primera muestra se la sacaron al mes de la tragedia; la última, en noviembre de 2014. En esos trámites se encontraron con decenas de familias de Michoacán que penan por parientes también desaparecidos en carreteras tamaulipecas.

“¿Cómo iba vestido su hijo?”, le preguntan en cada entrevista. Ella responde de memoria: “Llevaba una playerita pegadita, delgadita, como grisecita, de algodón, y un pantalón de mezclilla de color bajito, calcetines blancos, una cachucha y una mochilita con un cambio de ropa. Siempre llevaba cinturón sencillo, delgadito, con hebilla sencillita. Su pelo muy bajito. Usaba puro bóxer abajo; no tenía trusas, puro bóxer”.

Así lo dijo por teléfono la primera vez que accedió a contar su historia para esta investigación. Tenía la voz de una anciana y parecía tímida. En persona es una mujer desenvuelta y llena de fuerza.

Durante la entrevista, realizada en su casa, tendió sobre una cama la ropa de Javier, que guarda en un buró, para ayudar a la reportera a imaginar cómo era su hijo desaparecido. Ahí tendidos estaban los bóxers con figuras que él compraba a 10 pesos en los tianguis, y también los pantalones largos de marca y las camisas modernas que le enviaban sus hermanos de Estados Unidos. Ana observa y llora desconsolada al zarandear los recuerdos.

“MI HIJO ESTá VIVO”

Javier medía aproximadamente 1.70 metros, como su papá. “Estaba zanconcillo (alto), flaco”. Fumaba a escondidas. Usaba un anillo y un collar en forma de herradura, pero dejó las joyas en casa. Llevaba un acta de nacimiento en su cartera. Era serio, sonreía poco. En cinco fotografías de él que Ana conserva de una fiesta de 15 años aparece de refilón, siempre con la boca cerrada. La PGR y los periodistas que la han entrevistado se quedaron con los pocos retratos donde aparecía solo.

Ana ha esperado durante cinco años la llamada de Javier o, algo peor, la de la licenciada Verónica Salazar, la encargada de desapariciones dentro de la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada (SEIDO), quien podría darle la noticia que no quiere recibir: el hallazgo del cuerpo de su muchacho.

Por lo pronto, Ana desconoce que la PGR le ha negado datos clave: entre los 193 cuerpos extraídos de las fosas de San Fernando en abril de 2011 había uno –el cadáver número 10 de la fosa 4– que en el bolsillo del pantalón de mezclilla llevaba un encendedor y una CURP procedente de Michoacán con el nombre completo de Javier y su fecha de nacimiento.

Ese cadáver fue uno de los 122 que la PGR eligió trasladar al Distrito Federal para ser analizados; los cuerpos restantes quedaron en Tamaulipas. Se desconoce con qué criterio se hizo esa selección. La mayoría terminó en fosas comunes; entre ellos el cadáver que llevaba en el bolsillo la identificación de Javier.

Éste fue descrito por los médicos forenses como un varón de 22 años, complexión delgada (“débil”), estatura 1.72 metros y un máximo de 15 días de haber sido asesinado. Viste “playera de cuello redondo (no se especifica su color porque está llena de tierra); pantalón de mezclilla de color azul, marca Raw Edge, talla 32 X 30; short negro de la marca Mens, talla CH-20-30; calzón tipo bóxer de color verde con la leyenda ‘Ivan’ en el elástico y calcetín color blanco”. Lleva, además, un cinturón de piel de color negro con hebilla metálica en forma de herradura.

Esa fue la descripción registrada entre el 11 y el 14 de abril de 2011 por dos médicos forenses, uno de la PGR y otro de la Procuraduría General de Justicia de Tamaulipas (PGJT). Esos son los registros que la autora de esta investigación obtuvo y que datan de abril de 2011, el mismo mes de las exhumaciones.

En esos registros aparece otro de los datos clave que la PGR le ha ocultado a Ana: el cadáver 10 de la fosa 4 tenía dientes saltones, como si hubieran crecido “volteando a ver” a distintos sitios.

Esa peculiar dentadura no pasó inadvertida para los médicos que en el expediente forense dejaron escrito: “Paladar amplio y profundo / mal posición dentaria / dientes anteriores superiores e inferiores”.

Mientras Ana pasa el tiempo en la abarrotería, recuerda uno de los rasgos característicos de su hijo, que repitió cada vez que la entrevistaron los agentes de los ministerios públicos a los que acudió. “Apenas le habían sacado un colmillo que tenía metido, lo tenía de más, y cuando lo hicieron le despostillaron un diente. Por la pura dentadura yo lo reconocería”, dice con convicción de madre, aunque de inmediato ahuyenta de su mente la idea de su hijo muerto. “Mi hijo está vivo”, insiste como para ella misma.

Es imposible, sin prueba genética de por medio, asegurar que el cadáver 10 de la fosa 4 es el de Javier. Pero la información encontrada en el expediente, sumada a los datos que Ana aportó a esta reportera –como la descripción de la ropa y los rasgos físicos–, arrojan evidencia que, de confirmarse, podría poner fin a su búsqueda.

Cada tanto algún vecino que llega de compras levanta la oreja e interviene. Uno de ellos manda llamar a la vecina, madre de un treintañero, quien viajaba con Javier en el mismo autobús.

La vecina aparece con cuatro fotos viejas de su hijo desaparecido. Entonces, como en una letanía a dos voces, las comadres comienzan a hablar al mismo tiempo, sus relatos se enciman, el hilo de la conversación se pierde.

“Cuando nos hicieron el ADN quería meterme al cuarto que tienen con muertos a voltearlos boca arriba, para mirarlos, pero no nos dejaron.”

“Ya ve cómo estoy de flaca, me estoy quedando ciega de tanto chille y chille. Lo busco muncho, muncho.”

“Me afectó mucho, fui de doctor en doctor, no se me quitaba la migraña en la cabeza”.

“A mí no se me olvida ni un ratito. Le lloro, le grito y no responde.”

No se explican por qué la PGR sólo identificó el cuerpo de uno de los hombres de esa comunidad que partió en ese autobús el día 28: Vicente Piedra García. Desde su entierro hay un rumor que recorre las calles del pueblo de lo que dijo el hijo mayor de Vicente al ver el cuerpo: “éste no es mi padre”. Con todo y su duda, lo enterró.

EL RETéN DE LA MUERTE

Desde 2010 la carretera de Ciudad Victoria que lleva a la frontera con Texas se había vuelto una trampa. Esa ruta se había convertido en el centro de la disputa entre dos mafias, antes aliadas.

La batalla se instaló en San Fernando, un municipio bisagra por el cual están obligados a pasar quienes desde el centro del país (ya sea a través de San Luis Potosí, Veracruz, Zacatecas) quieren llegar rápido a los ciudades fronterizas de Matamoros o Reynosa, y pasar a Estados Unidos sin tener que rodear por Monterrey. Es una ruta de tráfico de ida y vuelta de drogas, armas, personas y fayuca. Su subsuelo alberga una de las mayores reservas de gas natural de México.

En agosto de 2010, el hallazgo de 72 cadáveres de migrantes centroamericanos en un rancho abandonado de ese municipio catapultó a San Fernando como la capital del horror y a sicarios como el cártel más sanguinario. Meses más tarde, al comienzo de 2011, una célula se adueñó de esa carretera. Sus integrantes detenían automóviles y autobuses y sometían a revisión a todos sus pasajeros. Habían sido alertados de que sus enemigos se habían aliado con La Familia Michoacana y el Cártel de Sinaloa, y que enviaban refuerzos a Matamoros para disputarles el territorio.

Uno de los protagonistas de esa batalla, Édgar Huerta Montiel, “El Guache” –michoacano, como el hijo de Ana; de 22 años, como él–, confesó cuando fue detenido meses después que su jefe, Salvador Martínez Escobedo, “La Ardilla”, les ordenó matar a los jóvenes que pudieran haber sido reclutados por “la contra”. El propósito: proteger su territorio.

“Fueron como seis autobuses, más o menos. La orden fue que los investigáramos y si tenían que ver  los matáramos (…) Todos los días llegaba un autobús y todos los días bajaban a la gente, y los que no tenían que ver, los soltaban; pero los que sí, los mataban”, relató Huerta, un desertor del Ejército reclutado por sicarios y encargado de “la plaza” de San Fernando.

Martín Omar Estrada Luna, “El Kilo”, y sus hombres eran los encargados de revisar a todos los pasajeros una vez que los hacían bajar de los autobuses. La investigación era simple: revisaban celulares y checaban identificaciones. Había dos formas de ganarse la muerte inmediata: tener llamadas o mensajes en el celular desde Matamoros o Reynosa; o tener un documento de identidad de los lugares relacionados con “la contra”, como Michoacán, donde operaba La Familia Michoacana.

“Los principales (asesinados) eran los de Michoacán, Sinaloa y Durango, que apoyaban a La Familia”, dijo Huerta, sin rasgos de arrepentimiento, en una entrevista videograbada por la Policía Federal. Omitió decir que muchas de sus víctimas eran también migrantes centroamericanos.

Es muy probable que más pasajeros de autobuses hubieran seguido cayendo en esas redadas de no ser porque el gobierno estadounidense le preguntó al de México por Raúl Arreola Huaracha, uno de sus ciudadanos desaparecido en esa ruta, y por qué la empresa Ómnibus de México puso una denuncia el 25 de marzo, debido a que en uno de sus viajes secuestraron a casi todos sus pasajeros. En ese momento comenzó la búsqueda.

Desde enero de 2011 hubo reportes de desapariciones que las autoridades ignoraron. En febrero algunos autobuses fueron baleados. Para marzo ya estaba instalado el embudo de la muerte. En la madrugada del 24 de ese mes, cuatro días antes de que el hijo de Ana y sus compañeros abordaran el autobús, otros cinco jóvenes oriundos de su municipio fueron obligados a bajar de un camión de esa misma línea y en ese mismo tramo. Aunque las familias reclamaron en la empresa Ómnibus de México, las corridas continuaron.

El 1 de abril la PGJT encontró la primera fosa. Dos meses después ya eran 193 los cuerpos encontrados en 47 fosas. Y si bien esa fue la cifra oficial que hizo pública el gobierno federal, un cable del gobierno de Estados Unidos –obtenido por el National Security Archive– menciona 196.

No se entiende por qué dejaron de excavar si había más cuerpos enterrados, según varias versiones, como las que recoge un cable diplomático de Estados Unidos, de fecha 29 de abril de 2011, también desclasificado por el National Security Archive.

Cientos de personas de todo el país acudieron a las instalaciones del Servicio Médico Forense (Semefo) de Matamoros, donde inicialmente fueron albergados los 193 cuerpos exhumados, para ver si reconocían entre los restos a algún familiar desaparecido.

Ciento veinte cadáveres (luego se sumaron otros dos) fueron trasladados al Semefo de la Ciudad de México. El resto quedó allá. La explicación que consigna el referido cable estadunidense fue que las morgues tamaulipecas eran insuficientes. El traslado, según consignó otro cable estadunidense fechado el 15 de abril de 2011 con base en información de funcionarios mexicanos, se hizo con una lógica: “Los cuerpos están siendo separados (en grupos) para que la cifra total sea menos obvia y, así, menos alarmante”. Esa separación, subraya el cable, “ayuda a restar visibilidad a la tragedia”.



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