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“Famas póstumas de Carlos Monsiváis”

Este viernes 19 se cumplió una década de la partida del cronista por excelencia del México contemporáneo

CIUDAD DE MÉXICO.

“Famas póstumas de Carlos Monsiváis”

Monsiváis, en el siglo XX, fue cronista; brújula y oráculo. Entre los años 1957-2010 inundó con cataratas de denuncias y mandobles satíricos los “mentideros” –equivalentes a los mentideros madrileños del XVII– de la Ciudad de México: suplementos culturales, espacios televisivos y, sobre todo, la tribuna periodística. Además de libros, revistas.

El pulso de la realidad mexicana entre el avilacamachismo de la infancia, el alemanismo de la adolescencia y el calderonismo de hoy se dio en Carlos mediante la observación alerta, la reflexión social apoyada en una ética interior –iracunda, irreductible, emparentada con la de Lutero en sus 95 tesis antipapales de 1517– que lo llevó a impugnar ferozmente pero con estilo (se ha reparado en la sofisticación de su prosa) no sólo al clero católico y sus ritos, sino más lejos, al orden (desorden) social reinante.

De muy joven asistía a la iglesia –¿presbiteriana?, ¿pentecostal?– de Portales (yo frecuentaba la presbiteriana del Centro), en donde seguramente debió participar en los ejercicios de manejo ultrarrápido de La Biblia que se practicaban para localizar capítulos y versículos. Pero no se quedó ahí, en lo  superficial. Conocía bien los “Salmos”, lectura insuperable, y seguramente los libros de Daniel, Elías, Miqueas, Oseas, Habacuc y otros profetas, flamígeros como él mismo.

Sabía mucho de la historia de México; seguía la línea del pragmatismo protestante que hace del trabajo arduo un mandamiento; agotaba la literatura norteamericana contemporánea: sus comentarios, en nuestro primer año de carrera en Filosofía y Letras, me llevaron a leer a John Dos Passos, como Rulfo me conduciría a los italianos Calvino y Pavese. A Monsiváis nada se le escapaba.

La infancia en la Iglesia evangélica (anatemizadora de los “romanistas”), lo moldeó como crítico acérrimo del catolicismo con un espíritu lúdico y burlón. Para prueba, las regocijantes fotos en el patio de su casa con disfraz de obispo; el nombre de uno de sus mimados gatos: Gatolomé de las Bardas, evocación burlesca del eminente fraile protector de los indios. Por lo demás, incapaz de someterse a dogmas e inquisiciones del signo que fueran, se liberaría del yugo de la comunidad religiosa, admiraría el casi laicismo juarista y de ello nacería, quizá, su gusto por la literatura mexicana del XIX.

Profesaría un liberalismo que redundaría en la militancia social, sobradamente probada durante el movimiento estudiantil del 68, la incursión de los Halcones en el 71 y tantas coyunturas más… Mente austera y temeraria, la de Monsiváis, confiada y certera en el análisis; valorador de lo estético con el deseo de poseer (y compartir) lo que para él era bello (ahí queda el Museo del Estanquillo); deseo de  relacionarse con gente de estratos diversos, de fraternizar con los demás. Dueño de una palabra aguda y exacta y hábil para trastocar la realidad mediante la metáfora. Sin duda, una presencia emblemática en este México nuestro.

Cuando Lope de Vega murió, en 1635, en Madrid fue la apoteosis, y Pérez de Montalbán recogió y publicó sus Famas Póstumas. Algo similar sucede ahora. ¿Quién recogerá las famas póstumas de Carlos Monsiváis?   



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