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El último caso del doctor Sacks

‘Ansia’ es un texto póstumo del neurólogo fallecido el domingo pasado. En él incide en las conexiones entre el cerebro y lo que nos hace humanos

EL PAÍS

El último caso del doctor Sacks

Por fin, consultó a un médico que le dio un diagnóstico de epilepsia del lóbulo temporal y le recetó una sucesión de fármacos. Pero sus ataques se hicieron más frecuentes. Tras diez años de probar distintos medicamentos, Walter consultó con otro neurólogo, un experto en el tratamiento de la epilepsia intratable, que sugirió un enfoque más radical: cirugía para extraer el centro de las convulsiones en su lóbulo temporal derecho. La operación ayudó un poco, pero unos años más tarde, necesitó una segunda intervención, más extensa. Esta segunda cirugía, unida a la medicación, controló mejor sus convulsiones, pero casi de inmediato empezó a tener efectos secundarios.

Walter, que antes comía con moderación, empezó a sentir un apetito desaforado. “Empezó a ganar peso”, me dijo después su esposa. “Se levantaba a mitad de noche y se comía todo un paquete de galletas, o un queso entero con un paquete de galletas saladas”. “Comía todo lo que veía”, dijo Walter. Además se volvió muy irritable: “Me pasaba horas despotricando contra cosas absurdas en casa. Una vez, cuando volvía en coche desde el trabajo, un conductor se me echó encima en una incorporación, así que aceleré y no le dejé pasar. Le lance una mentada, empecé a gritarle y arrojé una taza de metal contra su coche. Él llamó desde el móvil a la policía, que me paró y me puso una multa”.

La atención de Walter era total o inexistente. “Me distraía con tanta facilidad”, me dijo, “que no podía empezar ni terminar nada”. Pero al mismo tiempo solía quedarse “atascado” en varias actividades: por ejemplo, ocho o nueve horas tocando el piano.

Todavía más inquietante fue que desarrolló un apetito sexual insaciable. “Quería hacer el amor todo el tiempo”, dijo su mujer. Pasó de ser un marido cariñoso y comprensivo a ser rutinario. No recordaba lo que era tener intimidad. Tras la operación tenía ganas de practicar el sexo constantemente, por lo menos cinco o seis veces al día. Y nada de preliminares. No quería más que terminar de una vez.

Solo había unos breves momentos en los que se sentía saciado, y, a los pocos segundos del orgasmo, quería volver a empezar, una y otra vez. Cuando su mujer le dijo que estaba agotada, Walter buscó otras salidas. Hasta entonces siempre había sido un marido devoto y entregado, pero ahora su deseo sexual, su ansia, le hicieron olvidarse de la relación monógama y heterosexual que había disfrutado con su mujer.

Para él era moralmente inconcebible forzar sexualmente a nadie y pensó que la pornografía en Internet era la solución menos dañina; podía ayudarle a liberar la tensión y darle satisfacción, aunque fuera solo a través de fantasías. Pasaba horas masturbándose en el ordenador mientras su mujer dormía.

Después de que empezara a ver pornografía de adultos, varias webs le invitaron a comprar y descargarse pornografía infantil, y así lo hizo. También le entró curiosidad por otras formas de estímulo sexual; con hombres, con animales, con obsesiones sexuales. Alarmado y escandalizado por estas nuevas necesidades, tan alejadas de su naturaleza sexual anterior, Walter empezó a mantener una terrible lucha para controlarse a sí mismo. Siguió yendo al trabajo y teniendo vida social. En esos momentos podía mantener acallados sus impulsos, pero de noche, a solas, cedía a sus deseos. Invadido por una profunda vergüenza, no contó a nadie su situación y mantuvo una doble vida durante más de nueve años.

Entonces sucedió algo inevitable: unos agentes federales aparecieron en su casa a detenerle por posesión de pornografía infantil. Fue aterrador, pero al mismo tiempo, un alivio, porque ya no tenía que esconderse ni disimular; para él fue “salir de las sombras”. Su secreto quedó al descubierto, a la vista de su esposa y sus hijos, y de sus médicos, que de inmediato le recetaron una combinación de fármacos que disminuyeron –prácticamente eliminaron– sus impulsos sexuales, hasta el punto de que pasó de una libido insaciable a una libido casi inexistente. Según su mujer, rápidamente “volvió a ser cariñoso y comprensivo”. Fue, dijo, como si “hubieran desconectado un interruptor que estaba estropeado”, en el que no había una posición intermedia entre “apagado” y “encendido”.

En el periodo entre su detención y su juicio vi varias veces a Walter, y me dijo que sentía miedo, sobre todo de las reacciones de sus amigos, sus colegas, sus vecinos. Sin embargo, nunca pensó que un tribunal pudiera considerar que había cometido un delito, teniendo en cuenta su condición neurológica.

Walter se equivocaba. Quince meses después de su arresto, su caso llegó ante el juez y le procesaron por descargarse pornografía infantil. El fiscal insistió en que su supuesta enfermedad neurológica no tenía relevancia, que era una excusa. Walter, afirmó, había sido siempre un pervertido, una amenaza para la población, y debía cumplir la pena máxima prevista, veinte años de prisión.

El neurólogo que había sugerido la operación del lóbulo temporal y había tratado a Walter durante casi veinte años testificó como experto, y yo envié a la juez una carta en la que explicaba los efectos de la intervención en el cerebro. Ambos dijimos que la enfermedad de Walter era poco frecuente pero conocida, el síndrome de Klüver-Bucy, que se manifiesta como un ansia insaciable de comer y mantener relaciones sexuales, en ocasiones acompañada de irritabilidad y distracción, todo por motivos puramente fisiológicos.

Las reacciones extremas que mostraba Walter eran típicas de daños en el sistema central de control; pueden ocurrir, por ejemplo, en pacientes de párkinson tratados con levodopa. Los sistemas normales de control tienen un término medio y reaccionan de forma modulada, pero los de Walter estaban siempre en posición de “adelante”; no tenía sensación de haber consumado, solo el deseo de más cada vez. Cuando sus doctores se dieron cuenta del problema, la medicación controló esas ansias, pero a costa de una especie de castración química.

En el juicio, su neurólogo subrayó que Walter ya no sentía los impulsos sexuales, y que en realidad nunca había tocado a nadie que no fuera su esposa. En mi carta al tribunal, escribí:

“El señor B. es un hombre de gran inteligencia, gran sensibilidad y verdadera delicadeza moral, que en un periodo dado actuó en contra de su naturaleza bajo los estímulos de un impulso fisiológico irresistible... Es totalmente monógamo... No hay nada en sus antecedentes ni su mentalidad actual que haga pensar que es un pedófilo. No constituye un riesgo para los menores ni para ninguna otra persona”.

Al final, la juez se mostró de acuerdo en que no se podía considerar a Walter responsable de tener el síndrome de Klüver-Bucy. Pero sí era culpable, dijo, de no haber informado más pronto del problema a sus médicos y de mantener durante años un comportamiento que, al sostener una industria criminal, era dañino para otras personas. “Su delito tiene víctimas”, subrayó.

Le condenó a 26 meses de prisión, seguidos de 25 meses de arresto domiciliario y otros cinco años sujeto a supervisión. 

Walter aceptó la sentencia con notable ecuanimidad. Consiguió sobrevivir a la vida en la cárcel con relativamente pocas repercusiones y empleó bien su tiempo: creó un grupo musical con otros presos, leyó todo lo que pudo y escribió largas cartas (a mí me escribía con frecuencia sobre libros de neurociencia).

Sus convulsiones y su síndrome de Klüver-Bucy siguieron bajo control gracias a los fármacos, y su mujer le apoyó durante sus años de prisión y de arresto domiciliario. Ahora que está en libertad, han reanudado en gran parte sus vidas anteriores.

Cuando le vi hace poco, era evidente que estaba disfrutando de la vida, aliviado de no tener más secretos que ocultar. Irradiaba una paz que nunca había observado en él.

“Me encuentro verdaderamente bien”, dijo.




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