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El espíritu de Bretton Woods

La complejidad económica hoy exigiría una coordinación mayor que hace 75 años

El 22 de julio de 1944, un mes después del Día D y uno antes de la liberación de París por las tropas aliadas, concluyeron los 22 días de la Conferencia Monetaria y Financiera de Naciones Unidas, celebrada en un hotel de Bretton Woods, New Hampshire. En el ánimo de sus convocantes y de la mayoría de los 44 países que asistieron estaba el convencimiento de que el desarrollo económico y la estabilidad financiera eran condiciones necesarias para garantizar la paz mundial.

El espíritu de Bretton Woods

Junto a un régimen de tipos de cambio fijos, aunque ajustables, basados en la convertibilidad del dólar en oro nacieron dos instituciones, el Fondo Monetario Internacional (FMI) destinado a la supervisión de esa disciplina cambiaria, y el Banco Mundial, a favorecer la reconstrucción. El colapso del sistema, tras la suspensión de la convertibilidad del dólar en oro a principios de los setenta y la posterior flotación de los tipos de cambio, obligó a la reconversión funcional del FMI, mientras que el Banco Mundial acentuaba su orientación a favorecer la inversión en las economías menos avanzadas. La otra institución que se propuso en esa conferencia, la Organización Internacional de Comercio, no llego a ver la luz por la oposición de EU. En su lugar lo hizo el GATT (Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio), en el seno del cual se llevaron a cabo diversas rondas de negociación comercial hasta el nacimiento en 1995 de la Organización Mundial de Comercio (OMC).

La significación de ese aniversario no solo esta asociada al balance de estos 75 años de la economía mundial sino también a las razones que determinaron la convocatoria de esa conferencia, lo que se conoce como “el espíritu de Bretton Woods”: la cooperación económica entre los países para evitar los errores del periodo de entreguerras. El ascenso del proteccionismo en todas sus formas, desde las devaluaciones competitivas hasta la formación de bloques comerciales rivales, agravaron la Gran Depresión y propiciaron el desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial.

La evaluación de las distintas fases por las que ha atravesado la economía mundial en estos 75 años revela una desigual concreción de ese espíritu. Hasta finales de la década de los ochenta la cooperación y avances en la prosperidad en el conjunto de la economía mundial fue evidente. El crecimiento del comercio y de la inversión internacional favoreció la reducción de la pobreza, el crecimiento de la renta por habitante y la convergencia real entre los países. Todo ello en un contexto de relativa estabilidad económica y financiera que contrasta con lo ocurrido en la primera mitad del siglo XX y en los años transcurridos del siguiente.

A partir de final del siglo pasado empiezan a pasar factura algunos de los excesos cometidos durante la década precedente. La adopción de rígidos regímenes cambiarios por algunas economías emergentes, la indiscriminada desregulación financiera, la reducción de la capacidad de estabilización económica y financiera de los gobiernos, el aumento de la desigualdad en el seno de los países, la concentración empresarial y el deterioro medioambiental, fueron algunos de los fundamentos de la inestabilidad financiera y política que ha caracterizado estos últimos años. También del estancamiento de la integración económica y financiera: el volumen de comercio internacional apenas crece en estos años al mismo ritmo que el PIB global y los flujos de inversión transfronterizos se mantienen por debajo de los registros previos a la crisis de 2008.

Todo ello coexiste con el cuestionamiento de las instituciones multilaterales, en especial de la encargada de garantizar el juego limpio en el comercio entre los países, la OMC. Frente a los 23 países miembros que iniciaron el GATT en 1947 la OMC dispone hoy de 164, de los que un 20% se han incorporado una vez nacida esta organización, China entre ellos, en 2001. Pero esa amplia representación no se corresponde con su predicamento, con su autoridad real en uno de los momentos más delicados de estos 75 años.

La escalada arancelaria iniciada por la administración Trump ha traspasado la conformación de una guerra comercial para convertirse en una confrontación tecnológica que invade el ámbito geopolítico iniciando una guerra fría de nuevo cuño. Todo ello cuestionando aquel andamiaje multilateral concebido y tutelado por las distintas administraciones estadounidenses hasta la llegada del actual presidente. Siendo cierto que no es la primera vez que una presidencia americana adopta decisiones unilaterales en conflictos económicos, no lo es menos que la situación ahora creada reviste una gravedad sin más precedentes relevantes que los que dominaron durante los años treinta o los de la guerra fría del siglo pasado.

A diferencia de entonces, la interdependencia de las economías nacionales es mucho mayor, como lo es la distribución del poder económico, la repetida multipolaridad, y la asociada descentralización de las decisiones económicas, no solo comerciales, sino financieras y tecnológicas. Esa mayor complejidad, en definitiva, requeriría hoy una mayor coordinación y capacidad de cooperación que la que se concibió hace 75 años. Y, sin embargo, la tendencia es justo la contraria.



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