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El crimen no paga: envilece

Las letras son un antídoto contra el olvido. Sin ellas no habría historia ni recuerdos de los hechos más excelsos e indignos de la humanidad. Por eso convocamos a mujeres y hombres que han hecho de las letras parte de su vida, a que participaran en este ejercicio para recordar que hace casi un año 43 estudiantes normalistas desaparecieron y que algunos más murieron en hechos de los que aún no se conoce la verdad. Esta es su contribución. Se escribe para no olvidar.

En el país vecino del norte, el movimiento de los Panteras Negras (con raíz comunitaria, volcado a servir a la comunidad tras implantarse como autodefensa pacífica ciudadana ante la violencia estatal, como lo muestra el magnífico documental de Stanley Nelson, The Black Panthers, Vanguard of the Revolution de 2015), fue desgajado, fueron diezmados o presos sus miembros por fuerzas del Estado, y su narrativa trastocada, gracias a los planes maquiavélicos de J. Edgar Hoover, el fundador del FBI y director hasta su muerte de dicha institución. 

El crimen no paga: envilece
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No debemos aceptar la invitación al silencio que el espanto provoca ante esa noche terrible. Pero ¿tocar la violencia sin sentido, la muerte desatada, sin cara, la locura sin locura, la muerte enferma, contagiosa, difusa, que fue esa larga noche en Guerrero? Tocar esa noche, entenderla: hay que vencer al silencio, aunque sea imposible borrar el sinsentido y el horror. 

En ese caso, la meta era no permitir la aparición de un “Mesías Negro” (no es broma, tal era el término que usara Hoover). Cuando le pareció que un líder, Fred Hampton, comenzaba a llenar el nombre de Mesías Negro, no tuvo empacho en enviarlo asesinar a domicilio. Era la media noche, Fred Hampton dormía al lado de su esposa, embarazada de ocho meses y medio. Fue un escuadrón asesino. Fue el Estado. 

¿Quién jugó a ser Hoover en la noche de Ayotzinapa? ¿Es posible sea un Hoover “colectivo” el que aquí actúa? ¿Un Hoover narco? ¿Es posible sea fruto de la simple casualidad la coordinación de las fuerzas municipales, estatales y federales? ¿Cuál es la voluntad de muerte?, ¿de dónde proviene?, ¿de qué estamos hablando?, ¿qué provocó asesinatos y desapariciones masivas? ¿Es la inercia del abandono de una región comida por la pobreza y la amapola? ¿Qué hubo, qué fue? ¿Cuál fue el ideólogo, o quiénes son los ideólogos, de los asesinatos de esa noche, algunos incluso a la vista? ¿No hay más ideología que el horror? ¿Quiénes se llevaron a los 43, por qué? No se debe guardar silencio hasta que se sepa hasta el último detalle, hasta que todo quede a la vista. Todo. 

(Carmen Boullosa. Poeta, novelista, guionista y dramaturga. En 1989 recibió el Premio Xavier Villaurrutia por su novela Antes. Fue becaria de la Fundación Guggenheim).

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Ha pasado un año desde la desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, Guerrero. Sigue sin haber una explicación de lo que les sucedió, y una averiguación sobre su paradero, que satisfagan a la mayor parte de la población mexicana. No ha habido, tampoco, un deslinde satisfactorio de las responsabilidades en los hechos de aquel 26 de septiembre. No es el primer caso de violencia contra un grupo de personas de origen pobre en la historia de México, lejos de eso. Pero sí es el que ha resonado más fuertemente en mucho tiempo, tanto aquí como en el resto del mundo. Por lo tanto, ha marcado un antes y un después en la conciencia global de varios de nuestros peores problemas: la desigualdad, el atraso, la alevosía y la rapacidad de nuestra clase política, la corrupción y la violencia que lo penetran todo en el país.

El gobierno del presidente Enrique Peña Nieto, que como mínimo fue increíblemente desinteresado, insensible e ineficaz en su manejo de esa crisis, no se ha repuesto del golpe mediático que recibió en aquel tiempo y, francamente, no merecería haberlo hecho: otros muchos fallos y acciones cuestionables desde entonces han subrayado lo lejos que se encuentra de ser el régimen igualitario y eficaz que tantos medios insisten en decirnos que es. Se ha ganado a pulso su baja credibilidad y la desconfianza generalizada que padece entre los mexicanos.

¿Esta conciencia de tantos males presentes es una victoria? Tal vez. Pero no es suficiente. Las movilizaciones sociales que conmovieron al mundo a fines de 2014, y en las que participamos cientos de miles de mexicanos, no continuaron con la misma fuerza y no han sido causa de acciones claras de nuestros poderes fácticos para hacer justicia a los estudiantes de Ayotzinapa y sus familias. De hecho, no han sido causa de casi ninguna acción de las autoridades. La explicación es simple: no se creen todavía nuestra indignación. 

(Alberto Chimal. Narrador, dramaturgo, ensayista y minificcionista, finalista del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos 2013, ganador de los premios Narrativa Colima 2014 y Nacional de Cuento 2002).

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A solas con mi conciencia los llamo los “mártires de Ayotzinapa”. Creo que reabrieron una herida que nunca ha podido sanar: la matanza de estudiantes del 68 —y de tantas injusticias y muertes con que está empedrado el camino del infierno que llamamos nuestra historia. 

Por eso el dolor y la rabia de tanta gente que salimos a las calles a protestar. En una de esas marchas, justo en el cruce de Reforma y Juárez, una pinta nos descalabró con su metafísica de manos ensangrentadas: “Pienso, luego me desaparecen”. Es decir: René Descartes en boca florida; es decir: el racionalismo puesto de bruces por sus torturadores.

Ante la barbarie en tantos frentes, la lucidez y la memoria. Un ejemplo entre los muchos que se han diseminado aquí y allá: el amoroso acto de nombrar a los muchachos como lo ha hecho la poeta María Baranda, confiriéndoles a cada uno un universo encarnado por la palabra y la imaginación poéticas. O como dice Sergio González Rodríguez: la oscuridad de las cifras, el resplandor de cada víctima. 

Los poderes fácticos —tanto los visibles como los encubiertos— y su hambre devastadora se resisten a ir a la par de una ciudadanía que pugna por una sociedad incluyente. En realidad, al desestimarnos se condenan a sí mismos al vacío histórico.

Sísifo en pleno siglo XXI, el regreso a formas arcaicas de autoridad para sostenerse y legitimarse. La saña demencial de quienes se sienten con derecho a decidir por todos. 

A un año sin justicia de la masacre de Ayotzinapa, recuerdo las palabras del poeta Goethe: sólo el valor de la vida puede vencer a la muerte.

(Ana Clavel. Escritora. Ha recibido los premios Nacional de Cuento Gilberto Owen (1991) por Amorosos de atar, el de Novela Corta Juan Rulfo (2005) por Las violetas son flores del deseo (2007) y el Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska 2013).

“El crimen no paga: envilece”. Leí esa frase hacia mediados de los ochenta, en la casa de mis padres. Yo tendría 12 años, y en la parte más superior del clóset de la habitación de mi hermano, existía este stash oculto de objetos prohibidos: revistas pornográficas que mi padre había traído de Europa, así como varios ejemplares de Penthouse y Playboy. Pero el premio mayor era una copia en pasta dura de Julieta o el vicio ampliamente recompensado del Marqués de Sade. Ni siquiera las redondeces de las playmates alcanzaban el nivel de WTF que me producía la lectura de Sade. Aquel era un libro clandestino: ignoraba si pertenecía a mi padre o a mi hermano, siete años mayor que yo, pero evidentemente no se esperaba que yo accediera a su lectura. Hoy apenas tengo fragmentos de las descripciones sexuales en mi memoria, pero la frase inicial (¿o final?, no lo recuerdo del todo) me produjo una impresión más profunda. 

“El crimen no paga: envilece”. Recuerdo que busqué en un diccionario la palabra envilecer, pero en realidad la cosa no me quedó enteramente clara. Lo que sí me impactó fue la primera parte de la frase. “El crimen no paga”. Qué clase de contradicción. Lo digo porque, en esa época, mis lecturas de ciencia ficción se intercalaban con el heroísmo infantil de Indiana Jones y Star Wars, o las historietas de Marvel Comics. ¿Cómo es eso de que el crimen no paga? Kraven, el cazador, siempre pagaba por sus crímenes. El Dr. Pulpo siempre pagaba. Vaya, los nazis al final de Cazadores del arca perdida terminaron pagando. De todos modos, Sade había metido la duda en mí. ¿Y si el crimen en verdad nunca pagaba?

Veinte años después de leer a Sade, a un año de Ayotzinapa, miro con amargura mi pesimismo y confirmo que sí, el crimen no paga: envilece. Lo único que podemos hacer es no permitir que las atrocidades de nuestros gobernantes se olviden. Atesorar la memoria de los desaparecidos. Quizá las próximas generaciones encuentren la forma de hacerlos pagar, y comprobar que el Marqués de Sade nunca tuvo la razón.

(Ruy Xoconostle. Escritor y editor literario que ha ocupado varios cargos en diferentes publicaciones. Autor de las novelas Pixie en los suburbios y Hackers de arcoiris).

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Demasiados años ya padeciendo los estragos de una guerra que no pedimos y que, sin embargo, se sigue llevando de nuestras casas, de nuestras calles o veredas, de nuestras ciudades o rancherías, a vecinos, amigos, familiares, desconocidos. Demasiados años con todos estos regímenes lidereados aparentemente por partidos distintos pero todos comprometidos de igual manera, con igual insistencia, con el desmantelamiento quirúrgico, brutal, del Estado que resultó de la Revolución Mexicana de 1910, quedó plasmado en la Constitución de 1917 y materializó después, a través de la reforma agraria, la protección de reservas ecológicas y el apoyo a la educación pública, Lázaro Cárdenas. Demasiados años ya aguantando a gobiernos liberales y neoliberales que, en lugar de proteger las vidas y los cuerpos de los ciudadanos, están dispuestos a negociar con las implacables, excluyentes reglas de mercado, guiados únicamente por el credo en la ganancia máxima, la más rápida, la más violenta también. Demasiados años de desaparecidos, de feminicidios, de secuestros, de desigualdad.  

Antes de Ayotzinapa y después de Ayotzinapa. El parteaguas de toda una generación, sin duda. Menos por lo que devela y más por lo que confirma.

¿Qué o quién es el mayor enemigo del mercado neoliberal que rige al país en la actualidad? Los pueblos indígenas. Por muchos años, los regímenes postrevolucionarios se sirvieron de un glorioso pasado prehispánico para legitimar el surgimiento de una nación mestiza. Luego del zapatismo, después de la firma del Tratado de Libre Comercio y, sobre todo, a partir de la implementación de las llamadas “reformas estructurales”, el indígena ha vuelto a jugar un papel relevante en esta narrativa, ahora como el principal enemigo del régimen. Ya no se trata, como argumenta Silvia Rivera Cusicanqui, de mayorías minorizadas, sino de mayorías encapuchadas, presentes, en todo caso, en pie de lucha. Ya no se trata de poblaciones cooptadas por el gobierno sino de comunidades enteras defendiendo sus recursos naturales, sus formas de producción y de distribución local y regional. 

No hay que olvidar que los estudiantes de Ayotzinapa eran pobres, muchos de ellos de familias indígenas, y activos participantes de uno de los últimos proyectos cardenistas todavía en pie. El racismo que permea las desmedidas, excesivas acciones de los perpetradores y los asesinos de los estudiantes de Ayotzinapa —comparables a las vergonzosas y crueles acciones de los que trataron de borrar sus huellas—, está íntimamente ligado a la impunidad y corrupción del gobierno de Enrique Peña Nieto, ciertamente. Pero es esa virulenta forma de racismo —la que considera tolerable, cuando no aceptable como algo natural, la represión contra el indígena y el pobre— la que entreteje el contexto dentro del cual Ayotzinapa ha sido posible. 

(Cristina Rivera Garza. Novelista, cuentista y poeta. Ha ganado los premios internacionales Roger Caillois para literatura latinoamericana en 2013, el Anna Seghers para literatura latinoamericana en 2005 y dos veces el Sor Juana Inés de la Cruz, en 2001 y 2009). 

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El pasado 25 de marzo en la UNAM, Judith Butler vino a hablar de “Vulnerabilidad y resistencia” a la luz del duelo por los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa. Utilizando su conceptualización previa sobre cuerpos vulnerables, opinó que si no se puede confiar en la ley o cuando la ley es un régimen violento, hay que oponerse a la ley para oponerse, paradójicamente, a la violencia. Butler ha discutido la dignificación de la vida en la muerte en su Vida precaria (2004), al pensar que una vida es vida porque es digna de duelo, digna de recordarse con dolor. En el México de la violencia arbitraria y sistémica, estatal y del crimen organizado, tenemos derecho a pensar pero también a articularnos políticamente, más allá de la pura movilización. Demandas políticas concretas son lo urgente en nuestro país. 

El caso Iguala abre la conciencia del tiempo atroz que vive México, nos obliga a actuar, de inmediato. Son muchos los factores que hay que tener en cuenta, sin embargo y que aquí yo sólo señalo, en un afán más de recopilación que de verdadero esclarecimiento porque estoy convencido de que hay que escarbar muy hondo para encontrar más que una y otra fosa. El narcotráfico se ha convertido en el verdadero poder en muchos estados y municipios del país, toca a todos los partidos políticos. Hoy sabemos, con datos de la Sedena, que la modificación del consumo de droga en Estados Unidos ha implicado el aumento de la producción y distribución de opiáceos en México de forma alarmante. Guerrero produce 93 por ciento de la amapola de nuestro país y en Estados Unidos el consumo de heroína ha aumento 324 por ciento desde 2008. El temible cártel Guerreros Unidos —producto de una escisión del de los Beltrán Leyva—, en pugna constante con el otro grupo resultado de tal división, Los Rojos, se pelea no sólo por el control de ese estado sino también de Morelos. La cantidad de miembros de esos cárteles involucrados en la vida política municipal de ambos estados es impresionante.

(Pedro Ángel Palou. Autor de novelas, ensayos literarios y crónicas históricas. Ha recibido los premios Nacional de Literatura Jorge Ibargüengoitia y el Xavier Villaurrutia 2003 por Con la muerte en los puños). 




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