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Crisis financieras autocumplidas

Las políticas económicas no deberían tratar las recesiones como casualidades

Crisis financieras autocumplidas

A raíz de un convenio con la Asociación Mexicana de la Industria Automotriz (AMIA), y en acuerdo con las 21 empresas afiliadas a esta asociación, desde este mes el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), publicará mensualmente el Registro Administrativo de la Industria Automotriz de Vehículos Ligeros, que con anterioridad daba a conocer la AMIA.

La crisis financiera de 2008 y la recesión subsiguiente dejaron al 10% del hemisferio norte más pobre de lo que habría estado sin ellas, en base a los pronósticos de renta previos. Para quienes quieran entender mejor este episodio, hace mucho que recomiendo cuatro libros, en particular: Manías, pánicos y cracs, del economista del siglo XX Charles P. Kindleberger; Esta vez es distinto, de Carmen M. Reinhart y Kenneth S. Rogoff de la Universidad de Harvard; La gran crisis: Cambios y consecuencias, del analista económico del Financial Times Martin Wolf; y Salón de los espejos, de mi colega de la Universidad de California, Berkeley, Barry Eichengreen. Ahora, quiero agregar un quinto libro a la lista: A Crisis of Beliefs: Investor Psychology and Financial Fragility (Una crisis de creencias: Psicología y fragilidad financiera de los inversores), de los economistas Nicola Gennaioli y Andrei Shleifer. (advertencia previa: Shleifer fue mi compañero de cuarto en la Universidad y en el posgrado; y a día de hoy, le atribuyo cualquier reconocimiento o fama que yo pueda tener).

A Crisis of Beliefs es importante por tres razones. Primero, ofrece una réplica a quienes sostienen que la década pasada fue un resultado inevitable de la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos

Muchos expertos siguen insistiendo en que la deflación de la burbuja desató la crisis financiera. Pero la realidad es que la burbuja ya se había desinflado sustancialmente antes de que estallara la crisis. 

Recordemos que a mediados de 2008, los precios de la vivienda habían regresado a los niveles respaldados por sus valores subyacentes —o inclusive habían bajado aún más— y el empleo y la producción en el sector de la construcción residencial había caído a niveles muy por debajo de la tendencia. 

La tarea de reequilibrar la valoración de activos y reasignar recursos económicos en todos los sectores ya se había realizado.

Sin duda, todavía habría habido pérdidas de activos financieros por unos 750.000 millones de dólares en incumplimientos de pago de hipotecas de alto riesgo y préstamos hipotecarios. 

Pero eso es solamente un cuarto de lo que los mercados bursátiles globales perdieron en siete horas el 19 de octubre de 1987. 

En otras palabras, no habría sido suficiente como para hundir al sistema financiero global. Ben Bernanke, entonces presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, parecía confiado en el verano de 2008 en que la corrección en los precios de la vivienda no había desatado ninguna crisis financiera inmanejable. 

En aquel momento, estaba sobre todo concentrado en los peligros de la creciente inflación. Y luego el mundo se vino abajo. La razón, demuestran Gennaioli y Shleifer, es que las creencias cambiaron. Los inversores llegaron a la conclusión de que los mercados financieros estaban agobiados por un riesgo sumamente elevado, debido a una serie de factores. 

El mercado interbancario se había congelado, los propietarios de viviendas dejaban de pagar sus hipotecas, Bear Stearns había colapsado, el Tesoro de Estados Unidos había intervenido para controlar a Freddie Mac y Fannie Mae y, por sobre todo, Lehman Brothers se había declarado en quiebra.

Todo esto condujo al rápido hundimiento del sistema bancario, tanto el oficial como el que existía en la sombra, en tanto los inversores se agolparon para desprenderse de los activos que tenían. El mayor riesgo que habían atribuido al sistema se hizo realidad. 

Al igual que las enfermeras de guardia en una sala de emergencia, rápidamente evaluaron al paciente y se dejaron llevar por su diagnóstico inicial como si no hubiera otra opción. Y, sin embargo, ninguna de las consecuencias de la crisis fue inevitable. 

Si la Fed hubiera tenido planes de contingencia para poner a instituciones demasiado grandes para quebrar bajo administración judicial, y hubiera asumido su papel como prestamista de último recurso, probablemente hoy estaríamos viviendo en un mundo muy diferente. 

A diferencia de quienes miran hacia atrás y concluyen que todo fue una consecuencia inevitable de la burbuja inmobiliaria, Gennaioli y Shleifer reconocen el papel central que jugó la contingencia en la crisis y sus posteriores secuelas.

* J. Bradford DeLong, ex subsecretario adjunto del Tesoro de Estados Unidos, es profesor de Economía en la Universidad de California en Berkeley y socio investigador en la Oficina Nacional de Investigación Económica.




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