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CAMBIANDO LA HISTORIA POR HISTORIAS

Carlos Manuel Álvarez firma ‘La tribu’, un compendio de crónicas del deshielo cubano que antepone, ante el escarnio de las doctrinas, la carne de los hechos.

Especial EPS

El pitcher José Contreras, durante un partido de los Yankees.CAMBIANDO LA HISTORIA POR HISTORIAS

Cuando afrontó, en 1953, su propia defensa en el juicio por el asalto al Cuartel Moncada, Fidel Castro remató su alegato desdeñando cualquier condena. La sentencia le daba igual, pues ya había asumido que su redención no era competencia de los tribunales.

“La historia me absolverá”. Ese fue el final de su alocución; de su sermón previo a la montaña.

Ni el abogado que se defendía a sí mismo encomendó su absolución al derecho, ni el antiguo jesuita confió su salvación a Dios. Le bastó con dejarlo todo en manos de La Historia, así mayúscula.

De aquel alegato surgió un fundamento, un programa de gobierno —-subversivo en la Cuba actual, dicho sea de paso— y una estrategia de cambio social para América Latina. La historia me absolverá —con ese título circu-ló el documento— estableció una manera de emplazarse en el mundo y, asimismo, reforzó un estilo. 

Desde entonces, las mayúsculas quedaron atornilladas a cualquier proyecto cubano: La Revolución y El Enemigo, La Patria y El Imperio, La Causa y El Exilio, El Pasado —al que “no regresaremos jamás”— y El Futuro…

Grandilocuente resultó asimismo la manera de narrar los avatares de un sujeto colectivo al que se fue despojando de matices, a partir de un énfasis que contaminó al periodismo cubano en todas sus orillas. (En cualquier esquina cubana, un periodista puede cambiar de bando, de ideología o de patrón, pero nunca de retórica). 

Como resultado, ese periodismo como “arma de lucha”, convertido en el lugar común de las soflamas.

Todo por La Causa (la que sea). Y todo contra los enemigos de La Causa (los que sean).

A contrapié, una nueva generación se ha lanzado a la búsqueda de un lenguaje diferente, así como a un cambio en la condición misma de las noticias, sus actores y su escala. Porque en el paso de La Historia a las historias, el tamaño sí importa. 

Como importa la posición —arriba o abajo, en el centro o a un lado, al sol o a la sombra, en la Nación o en el barrio— de sus protagonistas. Da lo mismo que se trate de vendedores ambulantes o prostitutas de consumo nacional, médicos internacionalistas enviados por el Estado a los lugares más recónditos o desplazados en diáspora por toda Centroamérica, estrellas del deporte que cruzan el charco buscando la gloria en Estados Unidos o militantes de las Panteras Negras que lo cruzan al revés buscando el olvido en Cuba.

Por este mapa zigzaguea Carlos Manuel Álvarez en La tribu, un compendio de crónicas que prefiere las consecuencias de los actos a las causas que los alentaron. 

A la tribu reunida en este libro pertenece el pitcher José Ariel Contreras, estrella de los Medias Blancas de Chicago, que regresa de visita a Las Martinas, su pueblo natal en el occidente cubano, donde es agasajado como hijo pródigo sin mediación de autoridad alguna. O Charles Hill, un pantera negra olvidado por todos, menos por la justicia norteamericana, con su vida casi anónima en un barrio obrero de La Habana. 

O esos cubanos varados en Centroamérica a merced de traficantes; tan lejos de la paternidad del Estado socialista como de una Ley de Ajuste cubana ya desposeída de su capítulo de “pies secos”, según el cual todo cubano que pisara Estados Unidos tenía derecho automático a la residencia en el país. O la horda variopinta que es capaz de unir la música de Juan Formell…

Para los integrantes de esta tribu, la historia no se mide en eras sino en horas. Y para Carlos Manuel Álvarez, el periodismo no es un asunto de héroes sino de “luchadores”, como define el habla popular cubana a esos buscavidas que batallan sin tregua en la supervivencia cotidiana, con su épica tan cercana y sus horizontes tan lejanos.

Estas crónicas del deshielo prefieren, ante el escarnio de las doctrinas, la carne de los hechos (con las virtudes y algún defecto que trae, a veces, la preferencia por las entrañas).

Ahí radica, en cualquier caso, la diferencia entre hablar como un Padre de la Patria y escribir —tal cual advirtió Vasili Grossman— como un “hijastro del tiempo”.




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