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Anuncian el año de los documentales musicales

Un subgénero en expansión está chocando con insospechadas limitaciones legales

Maná caído del cielo para los productores de audiovisuales. El confinamiento y sus secuelas multiplicaron la demanda de entretenimiento casero y las plataformas de streaming apostaron fuerte por los documentales musicales, calculando que ofrecen sucedáneos de la vetada experiencia del directo y que así complacen a los boomers que, en muchos hogares, se supone que controlan el mando de la pantalla familiar.

Los miembros de The Velvet Underground, en una imagen del documental homónimo de Todd Haynes.Anuncian el año de los documentales musicales

En términos prácticos, eso significa que se han materializado documentales tan inevitables (y necesarios) como Héroes: silencio y rock & roll, alrededor del grupo zaragozano, y productos más anecdóticos, tipo Raphael, desde Rusia con amor. A veces, el personaje central se revela tan carismático que se come al necesario contexto: ocurre con Evaristo Páramos en No somos nada, la película del veterano Javier Corcuera sobre La Polla Records.

Ayuda, claro, que la historia tenga fondos exóticos, como Bajo el volcán: nada que ver con la novela de Malcolm Lowry, aquí se evoca la aventura caribeña del productor George Martin y su estudio de grabación luxury en Montserrat, una isla que resultó menos paradisíaca de lo prometido. El malditismo también vende, como evidencia In My Own Time, retrato de Karen Dalton, seductora cantante de folk y blues que siguió la ruta de Dylan desde el Greenwich Village neoyorquino a las montañas de Woodstock, lastrada por la dependencia de substancias peligrosas.

En verdad, el documental se ha unido al desenchufado, el disco de duetos, la colección de remezclas o la autobiografía como parte del arsenal mercadotécnico que facilita el alargamiento de la carrera de cualquier grupo o solista. 

Y tiene tanto peligro como la “biografía autorizada”, ya que promete verosimilitud cuando en general se trata de versiones incompletas, actos de prestidigitación, procesos de beatificación, relatos previamente pactados con el artista, sus herederos o —ahora habría que añadir— los fondos de inversión que controlan el permiso para usar las canciones ad hoc.

En la práctica, al no estar regulado en el universo audiovisual el derecho de cita, los realizadores deben tragar. Así, The Beatles and India explora las conexiones del cuarteto con la cultura del subcontinente asiático pero, atención, no contiene las canciones más indostánicas de George Harrison o Lennon-McCartney; con picardía, los productores lanzaron simultáneamente un álbum de Songs Inspired by the Film, con interpretaciones contemporáneas de ese repertorio vetado.

Otro problema reside en el peso de la reputación del realizador escogido, que puede eclipsar la verdadera naturaleza del trabajo. Martin Scorsese tiene un equipo increíblemente eficaz y resuelve todo tipo de papeletas, disimulando cuando se trata de un encargo: No Direction Home partía del archivo y las entrevistas realizadas por la oficina de Bob Dylan; el (espléndido) trabajo del cineasta tuvo lugar exclusivamente en la sala de montaje. Solo 15 años después, en su segundo documental dylaniano, sobre la Rolling Thunder Revue, Scorsese se atrevió a añadir imaginación (es decir, ficción) a las cintas proporcionadas por el management del artista.

Acrobacias aún mayores ha protagonizado Todd Haynes con The Velvet Underground, donde más o menos renuncia a explicar la ideología, la relevancia estética o la trayectoria musical del grupo, prefiriendo impactar los sentidos del espectador con una catarata de imágenes. Para quién no sepa mucho sobre “la Velvet”, puede considerarse esencial consultar antes las hagiografías de fans disponibles en la Red; pienso en el caso de Foundation Velvet, que analiza los ritmos desarrollados por su baterista, Maureen Moe Tucker. Tal vez no sean documentales muy legales, así que no se lo digan a nadie.



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