¿Qué queda de lo sublime?

La nueva traducción de ‘Acerca de lo sublime’, de Longino, permite interrogarse sobre la vigencia de un concepto en el que profundizaron ilustrados y románticos, que pervive en el arte, el cine o la música actuales, de Anselm Kiefer a Sigur Rós

El pasado septiembre, la primera clase de Literatura Clásica en el primer curso de Historia del Arte en la Universidad, comenzaba con una pregunta de una alumna: “¿Qué es lo bello?, ¿qué es lo sublime?”. Lamentablemente, no se le pudo dar una respuesta definitiva y unívoca. Pero quizá sea esta imposibilidad una de las características más propias de lo sublime, pese a sus muchas transformaciones: su intangibilidad e inadecuación a todo lo establecido. De ahí su carga iconoclasta, inconformista, incluso revolucionaria; pero también su peligrosidad, su oscuridad, su afinidad con los aspectos nocturnos del alma y del arte. De repente, nos damos cuenta de que, para responder a esa pregunta, en el confusionismo propio de nuestra época, queda involucrado todo nuestro moderno aparato conceptual: tampoco lo bello, lo gracioso o lo trágico gozan para nosotros de la claridad con la que la cultura griega y romana los habían definido e incorporado a todos los aspectos de sus vidas, privadas y públicas. Por eso, antes de abordar la problemática definición de lo sublime antiguo y de su historia, puede que debamos desmontar las mistificaciones de nuestra actualidad. Así, al menos, propone hacer el más reciente estudio sobre este concepto, a cargo del filósofo Haris Papoulias, en su reciente edición y comentario del tratado que sienta las bases de esta discusión, Acerca de lo sublime, de Longino, que ahora recupera Alianza. Se constata en él cómo nuestra posmodernidad neorromántica ha continuado la curiosa deriva de lo sublime desde el idealismo, sustituyendo la contemplación paisajística y arquitectónica del grand tour por el turismo de los cruceros y la emoción del horror y el peligro, evocada por Burke, por la retransmisión televisiva de los bombardeos de las guerras de Irak y Ucrania.

Esos estudiantes de primero de carrera, que siguen haciéndose hoy la pregunta clave por lo sublime, han nacido en la era de internet y las redes sociales. Ellos buscan las emociones de otra manera: en YouTube o TikTok, en los espectáculos de masas, en el Mundial, en Eurovisión… Han crecido bajo el sutil manto de cierto kitsch hollywoodiense, que ha sustituido a Wagner por John Williams y al paseante entre las nubes de Friedrich por los héroes de Star Wars o Marvel. Aunque sea difícil aceptarlo, todo eso, de alguna forma, tiene algo de lo que, históricamente, se determinó como “sublime”. Puede que, hoy, el héroe solitario y genial creador romántico se haya transformado incluso en el golden boy de Wall Street o en el directivo de la start-up tecnológica, que se juega todo en sus saltos financieros al abismo de las criptomonedas y el metaverso. ¿Dónde está, en fin, lo sublime de nuestro tiempo? Como todo nudo gordiano, la solución está en el corte radical. Longino lo sabía. Por eso trataba las palabras como si fueran espadas y el aprendizaje estético como una “lucha”, un agón, con los grandes maestros. Puede que esa sea también la solución actual: afinar la disección quirúrgica para reconocer las fuentes y los desvíos de la reflexión estética.


Después de Longino, se abre un abismo de más de 1.000 años donde tanto el autor como el concepto de lo sublime supuestamente desaparecen. Pero puede que, como propone Papoulias en una novedosa vía de investigación, se puedan rastrear sus huellas en los orígenes de la estética bizantina, del icono claroscuro, a través del neoplatonismo y de otro Dionisio, esta vez el Areopagita, para mostrar cómo lo hypsos sobrevivió y llegó hasta nosotros de otra forma, muy distinta, a las oscuridades burkianas y después románticas. En efecto, se debe a Burke (1757) la búsqueda de las fuentes de lo sublime en las emociones más poderosas, las causadas por el terror y la percepción del peligro. Esto no lo toma de Longino, a quien ciertamente conoce bien, pero tiene claros precedentes griegos en el tratamiento de Aristóteles del terror y la compasión, en la Poética y la Retórica. En la primera, la llamada catarsis se produce en el alma del espectador de la tragedia por esa combinación de emociones, que se estudian también, en la segunda, para dar hondura al pathos del discurso. Con la intuición del peligro en un escenario trágico, Burke sigue a Lucrecio; con lo sublime de la naturaleza a Virgilio. Pero sobreabunda el terror como fuente. No por casualidad la novela gótica y sobrenatural despegan poco después de él.

Otro es el mundo que inau­guran las observaciones de Kant (1764) acerca de lo sublime, piedra angular para la posteridad. Para el Kant precrítico, que también regresa a Aristóteles, la tragedia se distingue de la comedia precisamente por el sentimiento de lo sublime. También es deudor de la teoría humoral, tan cara a la medicina hipocrática, al relacionar la grandeza trágica con la melancolía, que Burton reelaborara a partir de los clásicos un siglo antes. Muy otro es el buen “humor” de la comedia, que carecería de la propiedad de lo terriblemente sublime

 
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