Vivir junto a la Jungla

El inmenso campo de refugiados al pie del canal de la Mancha, que Francia está intentando desmantelar, ha alimentado un polvorín social en esta plácida localidad de 70.000 habitantes.

Por sorprendente que parezca, el hotel Meurice de Calais es la empresa matriz del célebre palacio homónimo parisiense, y no al revés. Esta antigua casa de postas es incluso el ancestro de la hotelería de lujo en Europa (un lujo hoy algo decadente, pero que durante mucho tiempo sedujo a los turistas ingleses por un precio razonable). El problema es que los turistas ingleses, como les dirá cualquier comerciante calesiense, han puesto pies en polvorosa por miedo a los migrantes y, en general, al caos que se ha apoderado de la ciudad. A monsieur Cossard, el propietario, le gustaría vender el negocio; pero, desgraciadamente, en Calais no se vende nada. Tampoco le importaría hacerse con la clientela de la Compañía Republicana de Seguridad, fuerzas especiales de la policía, que ha desplegado al menos 1.800 agentes por los alrededores del túnel y del puerto. Pese a todo, han aparecido nuevos clientes desde hace unos meses: la mitad son periodistas; la otra mitad, cineastas y artistas llegados de toda Europa a dar testimonio del infortunio de los migrantes. A ratos, da la impresión de estar en el legendario Holiday Inn de Sarajevo, donde en lo más duro del asedio se alojaban todos los corresponsales de guerra. Cada uno, después de desayunar, se planta un anorak cálido encima del chaleco con bolsillos, toma la cámara y se sube en el coche alquilado en el Avis de la plaza de Armes para ir a la Jungla como quien marcha al frente. Yo, por mi parte, no voy a la Jungla; todavía no. Me quedo en la ciudad. Subo por la calle Royale, arteria principal de Calais Norte, que es prácticamente una isla. A la calle Royale la llaman “la calle de la sed”, por la cantidad de bares que la llenan, bares en los que se forman unas broncas tremendas los sábados por la noche. Por la mañana, los bares están cerrados y una parte de las tiendas también, aunque estas últimas no tienen perspectiva de volver a abrir, para empezar porque cada vez hay menos gente en Calais para comprar nada, y luego porque las compras, pero también las salidas de ocio, el cine cuando da para ir y todas esas cosas, se hacen en la Cité Europe, el gran centro comercial que se halla cerca de la entrada del túnel, en la localidad vecina de Coquelles. La Cité Europe, el túnel: todo parece conspirar para que el Calais intramuros no sirva ya para nada. Bueno, siempre queda el puerto, en el que desemboca uno tras cruzar la plaza de Armes. Dos refugiados en la playa de Calais. Esta explanada ventosa, igual que el resto de la ciudad, la reconstruyó después de la guerra un arquitecto que le confirió un toque mediterráneo en bastante poca consonancia con el clima; está adornada con dos estatuas que representan al general De Gaulle y a su esposa, Yvonne (que, según me dicen, era de Calais). Sobre estas estatuas, unos días después de mi partida, aparecerá la pintada “Nik La France” (que le den a Francia), atribuida a los misteriosos No Borders, activistas sin nacionalidad, sin estructura y sin jerarquía, muy presentes en la Jungla, idealistas y entregados a su manera, pero que aquí tienen un poco la reputación de trols malvados que aprovechan cualquier ocasión para armar lío. En fin. El puerto de Calais es el primero de Francia y el segundo de Europa en cuanto a transporte de pasajeros, y ha sido durante mucho tiempo el principal creador de empleo en la ciudad, junto con la manufactura del encaje. Todavía no ha dicho su última palabra: un ambicioso proyecto prevé que se dupliquen su superficie y sus actividades. Pero los competidores del túnel y los incidentes cotidianos con los migrantes le han supuesto un serio revés. Esos temas salen una y otra vez en las conversaciones de los parroquianos del café Minck, donde, como bien adivinó Marguerite Bonnefille, me llevaron inmediatamente al llegar. Todo el mundo se reconcilia gracias al vino muscadet en el café Minck, uno de los lugares más cálidos de Calais y también del mundo, diría yo. La clientela es en conjunto mayor: jubilados de la Marina, de la pesca, de la Cámara de Comercio, del sindicalismo portuario, y espero que no se me malinterprete si digo que en el café abundan unas jetas que llenarían de alborozo a un director de casting reclutando gente para una película nostálgica creada con el fin de celebrar la aristocracia proletaria de antaño. Lo más llamativo, no obstante, no es la extraordinaria concentración de caras estupendas, bordeadas de canas, enrojecidas, cándidas, ni el hecho de que esas caras estupendas sean en una proporción que ignoro caras de votantes del Frente Nacional, sino la costumbre que instauraron hace 15 años Laurent y Mimi, los dueños, que dicta que todo aquel que cruce la puerta del Minck debe, antes de pedir su consumición, pasar por todas las mesas del bar para darle la mano a todos los clientes presentes, los conozca o no. ¡Pues sí! Por la mañana voy al Minck a tomar el café, y por la noche me echo unas cuantas cervezas en el Betterave, que es una especie de bar de moda: una antena del Channel, del que hablaré pronto. Desde que recibí la carta, sin embargo, miro todas las caras sospechando que puedan ser la de mi misteriosa amiga por correspondencia, que, escondida, alerta, me escucha declamar la pequeña cancioncilla sobre lo que he venido a hacer aquí con una sonrisa amarga. “En cuanto al comentario personal”, escribe, “el ángulo que elige usted es original, eso se lo admito. Hablar de Calais sin sus migrantes, hablar del resto –si lo he entendido bien–, para variar. ¡Juega usted a sorprender, felicidades!”. Es usted injusta, Marguerite Bonnefille. No digo que quiera hablar de Calais “sin sus migrantes” (¿por qué no de Varsovia en 1942 sin el gueto?), solo que quiero volver la vista a la ciudad y sus habitantes. Todos mis interlocutores aprueban con calor tal intención: “Es verdad”, me repiten. “Estamos hartos de que hablen de nosotros solo por eso. Y además estamos hartos de no hablar más que de eso nosotros también”. Tras lo cual, es inevitable, nos ponemos a hablar de eso. Algunos de modo bien categórico, pero muchos diciendo que lo peor es no poder escapar de verse al final obligado a clasificarse como promigrantes o antimigrantes. Promigrantes y antimigrantes son expresiones extrañas. Promigrantes no hay, en el sentido de que nadie es partidario de tener a las puertas de una ciudad de 70.000 habitantes una población de 7.000 infelices desesperados, acostados en tiendas de campañas, entre el fango, pasando frío y que, según el carácter, inspiran inquietud, compasión o mala conciencia. Y antimigrantes, en el sentido extremo de gente capaz de exclamar “¡que los ahoguen!” o “¡que se vuelvan a su casa!”, sí que hay, he conocido a algunos, pero no es algo tan frecuente. Mucha gente dice que la cosa iba bien cuando eran solo los kosovares, que llegaron en los años ochenta, al final de las guerras en los Balcanes, de modo que sobre todo los viejos llaman así a todos los extranjeros en situación irregular. Entonces no eran más que unos centenares, a eso se adaptaban. Pero ahora que están también los siberianos ya es demasiado. Eso de los siberianos me lo soltaron dos veces. Tardé un poco en entender que se referían a los sirios, y en el mismo saco metían a kurdos, afganos, eritreos, sudaneses y a todos los que llegaban, a millares ya, de un Oriente Próximo o de un África del Este que la televisión muestra cada día envueltos en sangre y fuego, de modo que se comprende que los pobres desgraciados quieran huir, pero sería preferible que se detuviesen en otro lugar que no fuesen nuestros jardines. Que haya que aceptarlos, está bien, pero ¿por qué aquí?, ¿por qué en Calais, donde ya cuesta salir adelante sin eso? Nadie está encantado con la engorrosa presencia de los migrantes; los propios migrantes están desesperados de estar aquí; solo los antimigrantes la toman con ellos directamente –con una buena dosis de racismo, para ser sinceros–, mientras que para los promigrantes el problema es del Estado, de Europa, y sobre todo de Inglaterra, donde todos quieren ir, y que no quiere saber nada de ellos, y que nos ha hecho la jugarreta de poner la frontera en nuestro territorio y encargarnos de que la vigilemos. Dos clientes en el interior del restaurante Au Côte d’Argent, en la plaza central de Calais. En el interior de la Jungla, una verdadera ciudad desvencijada e insalubre, algunos refugiados han montado incluso improvisadas tiendas, como esta que regenta un afgano. Monumento a Charles de Gaulle y su esposa, Yvonne –natural de Calais–, en la plaza de Armes.Cuando se sale de la autopista 16 para tomar, al este de la ciudad, la circunvalación que conduce al puerto y a la terminal de los ferris, nos hallamos en una película de guerra o en un videojuego posapocalíptico. Hay decenas de furgones de las fuerzas especiales de policía aparcados en el corredor de emergencia vigilando, desde abajo, el mayor barrio de chozas de Europa. Cuando cae la noche, jóvenes con anoraks y gorros de lana que sobreviven en ese barrio de chozas asaltan la circunvalación probando todo tipo de maniobras (lanzamiento de ramas de árbol o de carritos de supermercado) para distraer a los policías y frenar el tráfico a la vez, con la esperanza de trepar a bordo de un camión. Hay numerosos accidentes, en ocasiones mortales; incluso quien consigue subirse a uno tiene escasísimas posibilidades, porque los controles en el puerto son de lo más sofisticado: perros, infrarrojos, detectores de calor y de latidos de corazón. Es una pesadilla para todo el mundo: para los migrantes, para los policías, para los camioneros y para los conductores, que tienen miedo, o bien de que los agreda un migrante, o bien de atropellar a alguno: otra versión, más básica, de la oposición entre anti y pro. Los coches avanzan entre dos murallas de verjas blancas con una altura de cuatro metros coronadas con alambre de espino y con cuchillas incrustadas (el modelo conocido como concertina). Todo el paisaje, antes surcado por valles, cuajado de árboles, frondoso, se ha transformado en un foso gigantesco. El otoño pasado, la empresa Eurotunnel hizo talar cien hectáreas de árboles para impedir que los migrantes avanzaran a cubierto y facilitar así la labor de las cámaras de vigilancia: allí ya no se esconde ni un conejo. Unos meses más tarde, por miedo a quedarse corta, inundó toda la zona. Me pregunto cómo me haría un hueco aquí si viviese en Calais, qué lugares y qué gente frecuentaría. La respuesta es fácil, mi amiga por correspondencia tenía pocas oportunidades de equivocarse: al principio, al menos, frecuentaría el Channel. Este inmenso local, creado por un animador cultural, Francis Peduzzi, e instalado en el antiguo matadero, al borde de la autopista, cuenta con un prestigioso estatus a nivel nacional, con las subvenciones que acompañan a dicho estatus, y con la pretensión, justificada, de ser un “lugar de vida”. Vastos edificios de ladrillo rojo, parqué industrial, salas de espectáculo, librería, restaurante, sillones y sofás cómodos… El Channel, dentro del cual uno podría creer fácilmente que está en Nueva York o Berlín, es una comunidad. Todo el mundo se conoce y se suelta besos. Es el pulmón arty y bien preparado de una ciudad desheredada y dividida. También es, cabe suponer, el bastión más sólido del partido promigrantes de Calais. Allí se reúnen de manera informal las asociaciones de ayuda a los migrantes; hay jóvenes cool y desenvueltos siempre listos para guiar a los artistas parisienses por la Djeungueule, porque en el Channel no se habla de la Jungla (jungle), sino que lo pronuncian djeungueule, que es más cool. En la escala de Calais y de su 13% de paro, son privilegiados y tienen conciencia de ello. Auditor de cuentas, maestra, director de un complejo vacacional, profesor de educación física jubilado desde hace poco… Habituales del Channel, votantes impenitentes de izquierda, inculcan esos principios a unos hijos extraordinariamente abiertos y cordiales, que cursan estudios de calidad en Lille o París y que, aunque quisieran, saben muy bien que no podrán vivir donde nacieron porque no hay trabajo y posiblemente nunca lo habrá. Viven en el barrio de Saint-Pierre, que se desarrolló en el siglo XIX gracias a la industria del encaje. Antes de la guerra, el encaje empleaba a alrededor de 20.000 personas, y aún a 5.000 hace 20 años, pero ya no da trabajo más que a 400. Del centenar de fábricas solo siguen funcionando cuatro. De los edificios de las demás no quedan más que armazones de ladrillo deshuesados y ennegrecidos con patios comidos de óxido y malas hierbas ideales para ser ocupados: ahí se guarecían los migrantes hasta que los expulsó el Ayuntamiento el año pasado para apiñarlos en la Jungla, donde molestaban menos a los calesienses, o eso creían.Kader Haddouche tiene 39 años, es nieto de un soldado francés musulmán, hijo de argelinos analfabetos, origen no tan frecuente en una ciudad en la que, a diferencia de la cuenca hullera, no ha recibido prácticamente inmigración. No hacía falta mano de obra suplementaria: había la necesaria, allí mismo, para el encaje. Y esa fue, paradójicamente, la suerte de Kader: el encaje no aceptaba, como dice él, “más que a calesienses de rancio abolengo”; como, al ser árabe, no disponía de ninguna oportunidad, tuvo que estudiar mientras que sus amigos de la infancia, que contaban con un trabajo en el encaje, no. Así pues, Kader se hizo profesor de biología en un instituto de formación profesional mientras que sus amigos calesienses “de rancio abolengo” figuran todos más o menos en el cuadro que me ha pintado usted, Marguerite: paro, alcoholismo, desesperación y racismo. Los distritos 20 y 21 del área metropolitana de Calais, que en las últimas elecciones regionales otorgaron más del 50% de votos al Frente Nacional, se encuentran en el Beau Marais, donde se vomita encima de los migrantes aunque nunca se vea ninguno, porque ellos tampoco tienen ninguna razón para acudir a ese barrio. Bajo una lluvia fina y fría, estuvimos dando vueltas entre torres leprosas y toboganes que dan ganas de llorar, charlamos con unos adolescentes que habían hecho pellas para aburrirse fumando porros en un patio destrozado y expuesto a todo el viento (“¿Qué quieres que hagamos? ¡Si no hay nada que hacer!”) y visitamos el Centro Social, cuya directora nos dice: “Aquí trabajamos la convivencia, el bienestar y la cordialidad”. Dicho esto, esbozó una sonrisita afligida, sabe perfectamente que todo eso no son más que palabras. Embarcadero junto a la playa de Calais, cuyo puerto es un tradicional punto de partida para cruzar el canal.No me decidía, daba vueltas alrededor de la Jungla, posponía el momento de ir. Usted dice en su carta que la Jungla es “algo que aquí nos corroe a todos, todo el rato”. Se nota que corroe, que obsesiona, que divide, y no solo entre generosidad y egoísmo, apertura y cerrazón, gente culta y lumpenproletariat que ha dado con otro más miserable para odiarlo, sino también, y de modo muy concreto, entre gente que ha ido, que de vez en cuando vuelve, y gente que nunca ha puesto el pie allí. No tiro ninguna piedra a los segundos, quizá yo formase parte de ellos si viviera en Calais. Al final fui con una joven, Clémentine, que aunque trabaja en el Channel conoce bien el campamento y acompaña a menudo a los visitantes. No voy a contar la visita. Lo he intentado, pero avasalla. Ocupa de inmediato demasiado espacio, no se la puede contener en los límites de varios párrafos. Solo querría hacer constar una cosa sobre los calesienses que, como la valiente Clémentine, se internan en el campamento con botas de plástico y mochilas para ayudar, cuidar, informar. Dicen lo que dicen todos los voluntarios, de todas las nacionalidades, y que al principio me molestó por considerarlo un romanticismo de misionero, pero que debe de ser verdad: la Jungla es una pesadilla de miseria e insalubridad, pasan cosas terribles, hay ajustes de cuentas y violaciones; sus habitantes no son todos, ni por asomo, ingenieros tranquilos, esforzados estudiantes y virtuosos perseguidos políticos, pero en ella se observa también algo extraordinariamente admirable: la energía, el ansia de vida que ha empujado a esos hombres y mujeres a un viaje largo, peligroso, heroico, y del que Calais, pese a parecer un callejón sin salida, es solo una etapa.Él. … Nos ponemos de rodillas, los acogemos con los brazos abiertos, nos ocupamos de que no pasen frío, que, bueno, su país está en guerra y decimos que son pobres, pero cuando uno es pobre no tiene teléfonos de 600 dólares y tenis de deporte más caras que las mías y solo ropa de marca. Se hacen los pobres, no se crea, que luego son más ricos que nosotros, no pagan impuestos, les dan cama, comida y ropa, las asociaciones les dan todo lo que quieren, y con el dinero se van a Bricoman a comprarse destornilladores, martillos y sierras eléctricas, de todo, para cortar las verjas y para romper todo lo que puedan, y al final ¿quién paga? Nosotros, con los impuestos. Ella. Y ahora además les pagan la licencia de conducir, mientras que mi hijo no tiene dinero para sacárselo. Yo. ¿Ah, sí? ¿Les pagan la licencia? Ella. Sí, lo he visto por Internet y he visto a dos saliendo de la autoescuela Gambetta, y no le digo la sonrisa que llevaban. En Auchan, donde hacemos las compras de la semana, vemos sus carritos y los nuestros, y le digo que los suyos van hasta arriba, con bolsas de 10 baguettes, lotes de botellas de refrescos, papas fritas, y todo de marca. Esos carritos hasta arriba son terribles, terribles. Él. Tiran proyectiles desde los puentes, cruzan la autopista de cualquier manera; si un francés hace eso lo llevan a la cárcel, y ellos tienen todos los derechos. Pues yo lo que digo es que como uno cruce la autopista delante de mí, no pienso frenar, sino acelerar. Ella. Van en grupos de 30 ó 40, te miran de reojo, buscando cosas para robar. Mis hijos tienen 21 y 17 años, pero a mí me da miedo que los ataquen cuando salen. Yo. ¿A ustedes los han atacado? Ellos. (Se miran) No. Yo. ¿Y a sus hijos? Ella. No. Yo. ¿Sabe de alguien a quien hayan atacado? Ella. No, pero hay. Una señora que vivía en el camino de Dunes se va a tener que ir de su casa, porque ahora los migrantes le hacen la vida imposible. Él. Ha hecho un vídeo, lo puede ver en el sitio web de los calesienses enfadados. Es difícil saber lo que es verdad de lo que cuentan y cuál es el grado real de inseguridad en Calais. Ni la comisaría ni el Ayuntamiento respondieron a mis peticiones, no demasiado pertinaces, eso es verdad. La sensación de inseguridad, como la sensación térmica de la que se habla a veces, varía según los interlocutores, pero incluso la gente que por razones ideológicas es proclive a minimizarla reconoce que sobre la ciudad pesa un ambiente de amenaza. Los promigrantes con temor, los antimigrantes con esperanza, todo el mundo aguarda la catástrofe que hará explotar todo: asesinato de un migrante a manos de un calesiense (lo cual, según me hacen notar, ya ha debido de ocurrir), o de un calesiense a manos de un migrante (eso no, todavía no: se sabría). Aunque… Los calesienses enfadados están convencidos de que pasa lo contrario, de que la prensa local se avienta unas portadas indignadísimas en cuanto un migrante se tuerce el dedo meñique y, sin embargo, esconde minuciosamente, siguiendo órdenes de arriba, los atropellos de los que son víctimas los franceses. Piensan que el gobierno está a favor de los migrantes y en contra de los autóctonos, y se han impuesto la misión de luchar contra la desinformación haciendo lo que no hacen los periodistas: dar fe de lo que pasa en realidad en Calais, que no se sabe y que, si se supiese, desencadenaría una guerra civil. Aunque me hubiese gustado, debido a un gusto quizá excesivo por el matiz y la complejidad del mundo, representar a calesienses enfadados que no fueran unas blancas palomas, hay que reconocer que eso es lo que parecen los que yo conocí. ¿Iban con las porras antes de darse al periodismo salvaje, grabando incansablemente con sus celuares escenas de apedreos de policías o de camiones en la circunvalación? ¿No serían las rondas nocturnas a las que se entregaban antes de que la policía los disuadiese, como muestra un vídeo subido por sus enemigos acérrimos, los No Borders? ¿O es que se han visto, como ellos aseguran, desbordados por elementos descontrolados, racistas y violentos, cosa que ellos no son? No sé, lo único que puedo decir es que volví, no a la Jungla sino a sus límites, acompañado de dos calesienses enfadados: un joven fornido, de profesión guarura, y una señora menuda y nerviosa llena de canas. El objetivo de la excursión era “apoyar a una vecina del río”. He reconocido que los calesienses enfadados no me parecieron muy abiertos ni les tomé cariño, pero también debo reconocer, con honestidad, que la vecina tiene buenas razones para quejarse y que vivir en la carretera de Gravelines, como ella vive, debe de ser un auténtico infierno. Infierno al que contribuye todo: por una parte, el tráfico perenne por la vía hundida y pantanosa de migrantes que transitan en hordas de hombres jóvenes lívidos y encendidos, en claro estado de avanzada miseria sexual, como los de Colonia, que usan los jardines privados como atajos hacia la autopista y que al pasar roban madera, enseñan sus partes íntimas, capturan y devoran animales domésticos (eso es lo que dicen); por otra parte, la presencia, reconfortante, sí, pero a la larga fastidiosa, de los furgones policiales que no dejan de parar y luego de arrancar en tromba delante de casa; y, para terminar, el hecho de que la casa que te has desvivido por pagar y cuyo préstamo no has terminado de pagar ya no vale un centavo, evidentemente. Le pregunté a la calesiense enfadada si el resto del vecindario compartía su punto de vista. Hablando por ella, señaló con el dedo y dijo bajando la voz, como si pudiesen oírnos: “Esa de ahí está en contra nuestra”. La puerta acaba por abrirse ante una mujer joven con un bebé en los brazos. De origen magrebí, rondando la treintena, agradable. Me dice su nombre: Ghizlane Mahtab. Me recibe sin desconfianza, me cuenta sus cosas con gusto. Ella y su marido llevan un año viviendo allí, él es chofer-repartidor, ella ayudante de laboratorio en paro, trabaja en el McDonald’s hasta que le salga algo mejor. Tienen cuatro hijos de entre ocho y dos años. A su casa la llamaban la casa wifi porque antes de que pusiesen las verjas había siempre una treintena de migrantes delante. Los vecinos creían que les había dado la clave de acceso, pero no, lo único que pasaba es que delante de su casa agarraba la señal y a ella no le molestaba que estuvieran allí, nunca había tenido el menor problema. Dice que problemas no hay, que es verdad que su vecina sí tuvo, que a lo mejor exagera un poco, pero que tuvo. Ella, no. Nunca han mirado por la ventana, nunca le han robado un par de calcetines de la cuerda de la ropa, ni un pan del maletero lleno a rebosar del coche, que deja abierto cuando descarga las compras. Es que le gusta la gente, sonríe, se interesa por ella. Los niños de la Jungla vienen a jugar con los suyos, la pequeña los llama los vecinos y el más grande los pobrecillos. Su marido, aunque más reservado que Ghizlane, piensa igual que ella, le dio los zapatos a un joven que iba descalzo, los zapatos de su boda, incluso, y no le importa que su mujer vaya a tomar el té a la Jungla con los niños.  A los vecinos, evidentemente, no les hace ninguna gracia, llaman a la policía para que se lleven a las masas de migrantes de delante de su casa y hay miembros de la familia que ya no la besan al saludarla porque creen que les va a pegar la sarna o algo peor. Otros creen que tiene un amante en la Jungla, pero a ella no le importa. Sabe que allí roban, violan y pasan cosas feas, le guarda rencor a los 200 cabrones que ensucian la reputación de las 6.000 buenas personas, pero ¿acaso en Calais no pasa lo mismo, acaso no hay cabrones en todas partes? Y se ve que los calesienses enfadados que se ponen las capuchas y les tiran piedras a los migrantes, que vienen día y noche a hacer la ronda, no tienen nada mejor que hacer. Ghizlane hace fenomenal el papel de heroína positiva, rebosante de apertura y espontaneidad: tan buena clienta como esa señora que ha salido tantas veces en la tele, la que pone docenas de enchufes múltiples en el patio a disposición de los migrantes para que recarguen los celulares. Me marcho, vuelvo con la vecina, que aún cuenta con el apoyo de la calesiense enfadada. Les digo (aunque lo saben muy bien) que vengo de casa de la vecina que está “contra ellos” y que dice que no tiene ningún problema. Entonces la calesiense enfadada se me queda mirando y se marca un tanto: “Y si no tiene ningún problema, ¿por qué tiene las persianas siempre bajadas?”. Tiene gracia, me había fijado, pero no había registrado la observación: es mediodía, hace buen tiempo, no hay humedad, hace sol y, sin embargo, las persianas metálicas estaban bajadas, hemos conversado a la luz de una lámpara y, por deslumbrante que sea Ghizlane, el caso es que su casa está cerrada a cal y arena como lo estaría la de los últimos humanos de la tierra en una peli de zombis. La calesiense enfadada triunfa, me lo repite por lo menos tres veces: “Entonces, ¿por qué vive en plena oscuridad?”. Ya acabo, Marguerite. Tenía usted razón, 15 días no es nada, no he visto nada de Calais, o muy poco. Y de lo que he visto hay un montón de cosas que no han encontrado su lugar en este escrito. Tengo que darle las gracias, Marguerite Bonnefille: por haberme desafiado, por haberme guiado aún ocultándome su nombre, su rostro, su profesión. Pero me dio una buena pista. ¿Recuerda este pasaje de la carta?: “Bueno, acabo de salir con el coche porque tenía que cubrir unas tensiones en la ciudad. ¿Conocerá usted esas tensiones nocturnas? Iba temblando al acercarme, ¿sabe usted? Me daba miedo llevarme una pedrada en los cristales o un bastonazo”. Una mujer que sale por la noche “a cubrir tensiones en la ciudad” es periodista. Usted es periodista, Marguerite, periodista local. Y siendo usted del oficio, sabrá hasta qué punto es importante el final de un artículo. La historia de las persianas de Ghizlane Mahtab me perseguía.  La llamé por teléfono para ver qué me decía. Se lo tomó, con toda amabilidad, eso sí, como si estuviese poniendo en duda no su confianza en la humanidad, sino sus cualidades de ama de casa: “¿Ah, sí? ¿Tenía las persianas bajadas? Es que todavía no había limpiado. Pero si viene usted ahora, ya verá, está todo abierto”. Pensé que, a partir de ese detalle, se podían contar dos historias completamente diferentes. Por un lado, la versión que deja un rayito de esperanza, un rincón de cielo azul, que dice que si uno es abierto y sonriente recibe a su vez apertura y sonrisas. Por el otro, la versión que le gustaría al periodista reaccionario Éric Zemmour (columnista de prensa y comentarista de televisión): no solo la Jungla es un infierno, sino que además el rayito de esperanza es una mentira y esa chica le cuenta a los periodistas una historia de osos amorosos porque es más cool, porque da una imagen gratificante de ella, pero en realidad vive completamente asustada.  Me pregunté qué versión escogería de estar escribiendo ficción. Pero no estoy escribiendo ficción, así que volví a la carretera de Gravelines el día que me marchaba y ya sé que no tiene valor estadístico, que lo que es verdad en un momento concreto deja de serlo en otro, pero, sea como sea, Marguerite, me hizo ilusión comprobar que en una nueva vuelta, antes de partir, las persianas de Ghizlane Mahtab estaban abiertas. * Traducción de Laura Salas