Entre el final del dominio romano en Britania y la conquista normanda de Inglaterra pasaron muchísimas cosas, entre ellas la aparición de la propia Inglaterra, un alumbramiento convulso entre muros de escudos (la formación militar característica de esos belicosos tiempos), reinos a la greña, vikingos y personajes fascinantes envueltos en el aura de la leyenda de unos tiempos salvajes y sangrientos de los que nos llega el eco del continuo entrechocar de espadas. A contar esa historia compleja (¡demasiados nombres que empiezan por Etel!) pero apasionante de “la etnogénesis de los ingleses” dedica el reconocido y mediático medievalista británico Marc Morris (51 años) su libro Anglosajones, la primera Inglaterra (Desperta Ferro, 2024), por el que transitan brutales señores de la guerra con sabor tolkiniano (dadores de anillos y poseedores de espadas famosas, y cascos), como Redvaldo, al que se habría enterrado en el barco de Sutton Hoo, o Penda de Mercia; abnegados religiosos y santos, y obispos ambiciosos y corruptos, como Winfrido; grandes reyes como Etelbaldo (recriminado por su lascivia), Offa, al que se asocia a una muralla defensiva, el Offa’s Dyke, similar a la de Adriano, o Alfredo el Grande, claro, desatador de “Alfredomanía”, del que Morris señala con un humor muy british que sufría de hemorroides y que el monumento más antiguo en Wessex dedicado al monarca es un pub de 1763.
De la omnipresente guerra, reflexiona que hay pocas descripciones pormenorizadas de cómo se libraba en la práctica, a diferencia de las fuentes para la guerra romana o medieval posterior. “Debes acudir a la arqueología de las armas o a alguna fuente literaria como el Beowulf, que es un poema de ficción pero muestra ese mundo de señores de la guerra que no es raro que nos suene tanto a Tolkien, dado que él era profesor de anglosajón”. Tenemos, recuerda, una fuente para la sangrienta batalla de Brunanburh (937), el gran choque en el que Atelstán destruyó un enorme ejército vikingo acaudillado por el rey de Dublín: los guerreros se enfrentaron “hendiendo el muro de escudos, tajando las tablas de tilo con espadas martilladas”.
Los vikingos, primero como saqueadores y luego como colonizadores (instalados en el Danelaw, en realidad, dice Morris, un área muy dividida políticamente gobernada por una pléyade de reyes y jarls), aparecen una y otra vez en ese proceso cainita de todos contra todos. “Su impacto fue violento y profundo, fueron catalizadores de la transformación de Inglaterra en un Estado único, ayudaron a crearla, aunque a la vez destruyeron mucho”.