Un monumento al desamparo

Se ha comparado a David Means con Carver, con Cheever y otros, pero a quien recuerda verdaderamente este libro es a Flannery OConnor

Los cuentos de David Means se desarrollan por medio de una escritura que, si bien procede del realismo, lo enriquece gracias a un aire informal que lo singulariza y lo libera del corsé realista. El suyo es un estilo que seduce al lector por su naturalidad expresiva y el tono confianzudo con que desarrolla cada historia, pero al mismo tiempo está dotado de una precisión existencial realmente notable. No hay concesiones al sentimentalismo, pero sí a la emotividad. Todo ello hace que la lectura resulte atractiva y, a la vez, requiera mucha atención porque los relatos tienen una estructura compleja a la que hay que adaptarse para extraer todo su sentido. Naturalmente, hay en todo el texto un solapado sentido del humor que en ciertos cuentos se hace evidente desde la misma estructura del cuento, como es el caso del que da título al libro. En otros procede de situaciones concretas o del mismo diálogo.

Los minimalistas norteamericanos más veteranos, como Raymond Carver o Tobias Wolff, utilizan una técnica consistente en describir un mundo velando el sentido final de ese mundo o, por mejor decir, la conciencia de ese mundo que describen y en el que se inscriben sustancialmente los personajes que fundamentan el conflicto dramático. Este hallazgo expresivo lo utilizan también escritores posteriores a ellos como George Saunders. Lo que caracteriza a Means es que sus diálogos coloquiales se mezclan con incisivas pinceladas contextuales que poco a poco se van entrecruzando y creando un vacío aparente, como si el autor se distrajera del motivo del relato de manera que crease ese vacío aparente que es el corazón del cuánto.

En este volumen hay un relato que utiliza a la perfección tal elemento expresivo: es el titulado El Morro, que relata el viaje en coche de una joven pareja rumbo al Monumento Nacional El Morro, en Nuevo México, donde está prohibido severamente a los visitantes dejar sus marcas. El marido es un ególatra que impone su conversación, que ella escucha sin interés. En un alto, recogen a una operaria que está regulando el paso por la carretera con una señal manual de stop; la operaria sí entra en la conversación del marido y el viaje continúa con la esposa en el asiento de atrás. El hombre está fascinado por el monumento y las marcas que dejaron en él los visitantes (“marcas como huellas de su existencia, y luego se iban a morir de sed o a reconsiderar sus fracasos”). Él y la operaria comparten el interés por el monumento, y en una nueva parada abandonan a la joven esposa ante los ojos de un vigilante y siguen el viaje. El vigilante cuenta a su esposa, en la cama, de vuelta de depositar a la mujer abandonada en manos de una asistente social, que “cuando ella –la abandonada– se dio la vuelta, vio la cara de una chica que había perdido todo, hasta la facultad del habla”. Conmovido, decide no denunciar la marca que ella dejó en el monumento. El sentido del relato es lo verdaderamente sugerente, que no aparece, pero que lo domina por entero. Al lector le toca poner en juego su sensibilidad.

Un monumento al desamparo es este cuento y este soberbio libro.

Se ha comparado a David Means con Carver, con Cheever y otros, pero a quien recuerda verdaderamente este libro es a la Flannery O'Connor de Un hombre bueno es difícil de encontrar. En definitiva, hay que decir que en el cuento norteamericano sigue habiendo autores que son la punta de lanza de la literatura americana actual, para fortuna de los lectores exigentes.