De Marilyn a Barbie: auge y caída de la rubia ‘tonta’ en el cine de Hollywood

Es posible que ‘Blonde’ sea la deconstrucción definitiva del mito de Marilyn Monroe

Las rubias tontas dan un paso adelante. El cine lleva décadas difundiendo este cliché machista que se hizo fuerte en los tiempos más conservadores.

Un mundo marcado por el movimiento #MeToo no parecía el más dispuesto a devolverlo al primer plano, salvo que la operación ofreciera una perspectiva crítica, acorde con la sensibilidad contemporánea. Es el caso de Blonde, de Andrew Dominik, protagonizada por la actriz Ana de Armas, que esta semana se estrena al fin en Netflix tras su paso por el festival de Venecia.

La película se centra en las complejas relaciones entre la persona real llamada Norma Jeane Mortenson y el personaje que se le exigía interpretar dentro y fuera de la pantalla, un icono conocido como Marilyn Monroe.

Ana de Armas logró en la Mostra veneciana las mejores críticas de su carrera por protagonizar esta adaptación de la novela del mismo título de Joyce Carol Oates (Alfaguara), que fabulaba sobre la mujer con talento, inteligencia y sentimientos que habitaba detrás de la supuesta rubia tonta.

El trauma de esta identidad escindida se sumaba a muchos otros, empezando por una infancia desgraciada y un temprano y continuado historial de abusos.

Pero nada de esto debía trascender, porque con Marilyn Monroe Hollywood proyectaba una imagen sin fisuras ni conflictos, destinada ante todo a satisfacer la mirada masculina. Lo que, como enunciaba la ensayista Laura Mulvey en su célebre texto de 1973 Placer visual y cine narrativo, era una exigencia básica del orden patriarcal.

Con ella coincide la investigadora de la Universidad de Oviedo Socorro Suárez Lafuente, autora del artículo Marilyn Monroe: Máscaras y miradas:

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“En Hollywood se aprovecharon de las ganas de triunfar de Norma Jeane, así que ella misma se construyó físicamente con operaciones y cambios estéticos para dar ese ideal de belleza del momento. Un ideal que es consecuencia de la sociedad patriarcal, porque hace que el hombre se sienta fuerte y pueda ejercer su mirada sobre la mujer”.

Se ha dicho que la asociación arbitraria entre el cabello dorado y la carencia intelectual podría provenir de la antigua Roma, que consideraba a los pueblos llamados bárbaros del norte menos sofisticados que las civilizaciones mediterráneas. Un par de milenios más tarde, Monroe estaba en el lugar y el momento justos.

Su ascensión al estrellato coincidió un periodo en el que Hollywood –como la sociedad a la que servía de espejo– daba un giro reaccionario que afectaba muy especialmente a la imagen femenina. Había terminado el tiempo de las mujeres fuertes y no particularmente sexuadas, vestidas con atuendos que acentuaban la anchura de sus hombros cual armaduras, como Katharine Hepburn, Barbara Stanwyck o Joan Crawford.

  • Incluso las estrellas rubias de antaño, ya fueran ingeniosas y chispeantes como Carole Lombard o agresivamente sexis como Jean Harlow, resultaban ahora impensables. La nueva rubia estaba modelada físicamente según el patrón del reloj de arena, que era el mismo contenido atribuible a su cavidad craneal.

“Marilyn Monroe no existe. Marilyn Monroe solo existe en la pantalla”, dice la Norma Jeane de Blonde. Era una fantasía que se hizo carne con Los caballeros las prefieren rubias (1953), la memorable adaptación del libro de Anita Loos dirigida por Howard Hawks. Loos, una mujer que destacaba precisamente por su carácter fuerte e independiente, publicó su novela en 1925: allí su protagonista, Lorelei Lee, era una muchacha rubia frívola y materialista, pero en absoluto tonta.

La transformación sufrida por este personaje fue la misma que se produjo entre los despreocupados y amorales años veinte y los conservadores cincuenta, aunque la merma de vitriolo con la que el original llegó al guion de Charles Lederer no anuló su interesante ambigüedad.

VERSIÓN CINEMATOGRÁFICA

La versión cinematográfica basaba su argumento y su humor en los juegos de contrastes: estaba el que se producía entre la morena desinteresada y sagaz (Jane Russell) y la rubia materialista y atolondrada (Marilyn Monroe).

Pero sobre todo el contraste entre la aparente simpleza de esta última, incapaz de entender el uso correcto de una tiara, y la sabiduría sobre el género humano que se podía intuir tras algunas de sus afirmaciones.

“Un hombre rico es como una chica bonita. No te casarías con una chica solo porque es bonita, pero, ¿acaso no ayuda?”. O bien: “Puedo ser inteligente cuando conviene, pero a la mayoría de los hombres no les gusta”.

  • El público debía elegir si estas líneas de diálogo encerraban candor o cinismo, y por eso se sentía tan fascinado por Lorelei Lee, más allá de su físico.

De esta ambigüedad se prescindía en La tentación vive arriba (1955) de Billy Wilder, donde Monroe asumía su rol de fruta prohibida para el protagonista masculino (su vecino de abajo, como indicaba el título español), un hombre casado de rodríguez en el verano neoyorquino.

Atrás había quedado el reinado de Mae West, con una sexualidad activa y avasalladora: de la rubia de los cincuenta se esperaba que fuera estricto objeto de deseo, jamás sujeto deseante. La Chica (que es como los créditos denominaban a su personaje, reforzando su naturaleza arquetípica) no manifestaba la misma pulsión sexual que ella incitaba con su sola presencia.

Así, los guionistas le hacían revelar su costumbre de meter la ropa interior en la nevera para refrescarse, o colocarse sobre la rejilla del metro para que su falda se elevara mostrando sus piernas (en la escena más conocida de la película) desde la más absoluta ingenuidad.

Cual producto en una estantería de supermercado, estaba lista para llevar. El espectador/consumidor (hombre y heterosexual) podía sentirse reconfortado con esta falta de dobleces, como apunta Socorro Suárez: “Ahí el arquetipo quedaba claramente fijado en el imaginario. Tuvo mucha fuerza porque representaba la predominancia de la mirada masculina, y hacía que el hombre creyera que todas las mozas podían ser para él”.

La voz infantil de Marilyn en esas películas, que es justamente uno de los aspectos que se ha destacado en la interpretación de Ana de Armas, también operaba en este sentido.

El personaje de la rubia tonta se concebía como una niña encerrada en un cuerpo voluptuoso de joven adulta, lo que demandaba un timbre vocal que recordara al de una menor y la hiciera parecer frágil y sexual al mismo tiempo. Por eso Marilyn empleaba una dicción característica, aguda y susurrante, como si articulara las palabras a base de suspiros que la dejaban sin respiración en mitad de la frase.

Es la voz con la que se la suele recordar, aunque lo cierto es que fue desprendiéndose de ella a medida que obtenía papeles más maduros y complejos, como en Bus Stop (1956) o Vidas rebeldes (1961).

 

El suyo no fue un caso único

En 1950 Judy Holliday ganó un Oscar –venciendo, entre otras, a la Bette Davis de Eva al desnudo y la Gloria Swanson de El crepúsculo de los dioses– al interpretar en Nacida ayer, de George Cukor, a una mujer de voz estridente y aparentes pocas luces (y rubia, por supuesto), aunque en un giro argumental demostraba ser más lista de lo que parecía.

Y en 1959 la propia Monroe volvía a ser una rubia alocada en Con faldas y a lo loco donde, como señala Kathleen Rowe Karlyn en su libro The Unruly Woman: Gender and the Genres of Laughter (La mujer revoltosa: Género y los géneros de la risa), el papel de mujer rebelde lo suplantaban precisamente los hombres heterosexuales, travestidos por razones de supervivencia.

En Francia, Brigitte Bardot escapaba al cliché a costa de encarnar otro distinto de mujer-niña hipersexuada, mientras la Mylène Demongeot de Buenos días, tristeza (1958) sí quedaba algo más cerca del original.

El director Jacques Demy homenajeó a Los caballeros las prefieren rubias en Las señoritas de Rochefort (1967), donde invertía astutamente los roles: la rubia Catherine Deneuve era el personaje espiritual en busca del amor romántico, mientras la castaña Françoise Dorléac, más lanzada, encontraba su media naranja en un hombre maduro y bien situado.

Pero fue la pareja de Demy, Agnès Varda, quien realizó un verdadero gesto revolucionario gracias a su obra maestra Cléo de 5 a 7 (1962), cuyo argumento puede resumirse como la historia de una presunta rubia tonta a la que un cáncer le hace tomar conciencia de su vacío vital y decide tomar las riendas de su existencia.

En una escena clave, la protagonista se despojaba de su postizo capilar y con ello salía del estrecho cajón en el que la sociedad la había confinado: adiós a la muñeca que otros manejan, aquí llega la mujer en vías de emancipación.


La respuesta europea a la rubia americana: Brigitte Bardot era igual de bella y cándida, pero más dueña de su sexualidad.