"Rusia utiliza la cultura como instrumento de poder": Andrei Kurkov

El autor ucranio Andrei Kurkov, enemigo declarado de Putin, escribe en ruso, pero defiende que su país relegue esa lengua durante la guerra

En una pastelería de un barrio de extrarradio, entre solares y bloques de viviendas soviéticas, escribe uno de los novelistas más reconocidos de Ucrania. Andrei Kurkov (San Petersburgo, Rusia, de 60 años) trabaja compulsivamente en estas primeras semanas de guerra.

 No tiene ni tiempo ni ganas para la ficción: escribe artículos de prensa y conferencias para denunciar los crímenes que está cometiendo Rusia en su patria. Trabaja en cafeterías porque el apartamento en el que reside como refugiado, lejos del frente, es minúsculo y a duras penas hay espacio para él, su mujer y dos de sus hijos.

La familia Kurkov huyó de su hogar en Kiev con unas pocas pertenencias. La calle está llena de charcos de agua de lluvia y el escritor se quita en el rellano sus botines sucios de barro. 

Por el piso de acogida anda con unas chancletas color amarillo chillón, probablemente de la mujer que les ha cedido la vivienda en este municipio en la provincia de los Transcárpatos, la zona de Ucrania más alejada del fuego enemigo. Las montañas parecen aislar la región en una suerte de realidad paralela: no se ven soldados por la calle, la prohibición generalizada en el país de vender alcohol no se aplica aquí y los centros comerciales están abiertos. Quizá lo más llamativo para el forastero es ver que las grúas de los edificios en construcción siguen operando, levantando bloques de viviendas que a 500 kilómetros de allí son pasto de las llamas.

“Es un piso verdaderamente soviético”, informa Kurkov sobre su refugio, en un tono seco y telegráfico. El papel color crema de las paredes marea al visitante; hay mobiliario de madera de pobre calidad, estanterías con enciclopedias rusas de hace medio siglo y dos fotografías en blanco y negro de unas vacaciones de verano. Un colchón inflable ocupa el salón, donde duermen dos hijos de Kurkov y de su esposa, Elizabeth Sharp. El pequeño (de 19 años), apunta el padre, quiere volver a Kiev a levantar barricadas junto a sus amigos. “No lo podemos impedir, si eso es lo que él quiere”.

Kurkov conoce bien al invasor. Nació en Rusia, en Leningrado, actual San Petersburgo, pero siendo un niño se trasladó con su familia a Gostomel, al norte de Kiev. Su padre, militar, era piloto de pruebas en la fábrica de aviones que hay en el aeropuerto de esta ciudad, una infraestructura que ha sido escenario de cruentos enfrentamientos en los primeros compases de la guerra. En un dietario que está escribiendo, y que parcialmente han publicado algunos medios, evocaba su infancia viviendo frente al aeródromo de Gostomel: “Saltábamos las vallas de la pista con mis amigos y buscábamos piezas de aluminio en la hierba, pequeños componentes que habían sido desechados en la fabricación de las aeronaves. Para nosotros, niños, eran objetos que nos parecían valiosos”. El joven Kurkov aprendió varios idiomas, incluido el japonés, y el KGB quiso ficharle durante su servicio militar, pero lo rechazó porque, si trabajaba para los servicios secretos, le sería más difícil salir de la Unión Soviética. Cambió el destino y fue reclutado como guardia en una prisión de Odesa. Fue allí donde empezó a escribir relatos infantiles.

Kurkov es un hombre con una misión, “ayudar a que Ucrania siga siendo independiente”. Su mirada y su gesticulación denotan la tensión de alguien que está en permanente alerta. Se mueve sin pausa, no hay concesión para minutos de distensión, banalidades o amabilidad. Admite que ha dejado de seguir obsesivamente la actualidad a través de los grupos de Telegram. Esta aplicación es una de las principales fuentes de información entre la población ucrania. La consulta incesante de noticias es agotadora para el cerebro, confirma Kurkov durante la entrevista. El encuentro se desarrolla en la mesa de la cocina del piso. Solo hay espacio para dos personas, sentadas frente a frente. Un jarrón con tulipanes de plástico es la única decoración. En la encimera hay platos sucios y un pepino a medio comer. Detrás, una ventana que da a más bloques de viviendas, colmenas de cemento del antiguo sueño proletario socialista.

 
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