Nada invita a pensar que el próximo otoño vaya a ser mejor que el presente verano, o que la primavera previa. Pero, contingencias excepcionales aparte, el verano no es ni mucho menos una estación del gusto de todos, y la música nos permite dejarlo atrás antes de tiempo y trasladarnos siquiera mentalmente a otras luces menos hirientes, a temperaturas menos sofocantes, a cielos nublados, a noches más prolongadas.
El otoño suele ser la estación preferida de los veranófobos, no solo porque significa que la canícula ha quedado por fin atrás, sino porque el próximo estío queda más lejos que nunca. En una de las joyas camerísticas desconocidas del siglo XX, el Notturno op. 47 del compositor suizo Othmar Schoeck, para barítono y cuarteto de cuerda, el tercer movimiento se inspira, como los dos anteriores, en un poema de Nikolaus Lenau, Ein Herbstabend (Una tarde de otoño), y el cambio de piel de la naturaleza le sirve para plantearse varias preguntas de claro sesgo filosófico: “¿Es la vida en la tierra una ilusión? ¿No es más que el regreso / de un espejismo, el rastro reflejo del Eterno? / Pero, ¿por qué produce entonces temor la vida en la tierra / si no es más que una ilusión previa a su extinción? / ¿Este miedo lo es sólo de aquello que va a sobrevivir, / un brillo reflejo de que tampoco su imagen quiere desaparecer? / ¿Es este temor también sólo una ilusión? Así se apiñan los pensamientos, / igual que las nieblas del otoño avanzan temblorosas por el valle desierto”.
Las hojas de los árboles empiezan a amarillear, a desgajarse poco a poco de las ramas y a amontonarse sobre el suelo, al igual que los recuerdos y los pesares, en Les feuilles mortes, el poema de Jacques Prévert al que puso música Joseph Kosma y que cambió su nombre al convertirse en una de las melodías predilectas de los músicos de jazz y convertirse en Autumn Leaves (Hojas de otoño). Parece que el otoño invita a la soledad, como sucede en el segundo Lied de La canción de la tierra de Gustav Mahler, “El solitario en otoño”, que contiene un verso inolvidable en el que el compositor, ya herido de muerte cuando escribió esta obra que se cierra con una larga y emocionante despedida, tuvo que sentirse identificado: “Mi corazón está cansado”. Otra canción de última época, en este caso de Franz Schubert, Herbst, incide en la soledad y en el despojamiento progresivo de la naturaleza cuando se acerca el final del año: “Soplan los vientos / otoñales y fríos; / yerman los campos, / se deshoja el bosque”. Pero otoño es también sinónimo de vendimia y, por tanto, de fiesta y alegría, como nos recuerda uno de los coros de Las estaciones de Haydn. Y la melancolía no tiene por qué ser necesariamente dolorosa, o al menos así la concibe Piotr Ilich Chaikovski en su Canción de otoño.
No hay música más persistentemente invernal que la de Winterreise de Schubert, un viaje entre nieves y hielos de una persona innominada de la que lo ignoramos casi todo. Tampoco hay imagen de un frío más extremo que el que transmite la tercera canción: “Lágrimas heladas / caen de mis mejillas: / ¿acaso no he advertido / que he estado llorando?”. A estas alturas del viaje, el viajero aún conserva un calor en su interior que, sin embargo, irá, canción tras canción, desapareciendo: “Con todo, manáis de la fuente / de mi pecho tan candentes / como si quisierais fundir / el hielo de todo el invierno”. Otra imagen no menos gráfica es la que nos revela el único indicio que nos permiten atisbar Wilhelm Müller (autor de los poemas) y Franz Schubert de la edad de su caminante solitario: “La escarcha ha esparcido / un brillo blanquecino sobre mi cabeza. / Bien pensé que era ya un anciano, / y me puse muy contento”, nos canta en La cabeza gris. Los momentos de alegría en Viaje de invierno son siempre fugaces, o un espejismo, un sueño: “Pero se ha derretido enseguida / y mi cabello vuelve a ser negro. / Mi juventud me produce pavor: / ¡cuán lejos queda aún la tumba!”
Schnee (Nieve) es una obra que ha adquirido ya estatus de culto del compositor danés Hans Abrahamsen, que estrenó hace pocos meses en Múnich la ópera La reina de las nieves, basada en el cuento homónimo de su compatriota Hans Christian Andersen.
Dos de sus diez cánones llevan una indicación que revela en parte su filosofía compositiva: “En el tempo del tai chi”. Y otra obra de Abrahamsen que ha despertado admiración allí donde la ha interpretado la soprano canadiense Barbara Hannigan, su musa inspiradora.