El estallido del boom latinoamericano

Mario Vargas Llosa presenta un ensayo sobre el género de la novela escritas por autores latinoamericanos

Durante tres siglos la novela fue, en América Latina, un género maldito. España prohibió que se enviaran novelas a sus colonias, pues los inquisidores juzgaron que libros como “el Amadis e otros de esta calidad” eran subversivos y podían apartar a los indios de Dios. Estos optimistas suponían, por lo visto, que los indios sabían leer. 

Pero es indudable que gracias a su celo fanático la Inquisición tuvo un instante de genialidad literaria: adivinó antes que ningún crítico el carácter esencialmente laico de la novela, su naturaleza refractaria a lo sagrado (no existe una novela mística memorable), su inclinación a preferir los asuntos humanos a los divinos y a tratar estos asuntos subversivamente. 

La prohibición no impidió el contrabando de libros caballerescos, pero sí amedrentó a los posibles narradores, pues hasta el siglo xix no se escribieron novelas (al menos, no se publicaron).

La primera apareció en 1816, en México, y es una obra de filiación picaresca: El Periquillo Sarniento de Lizardi.

Su único mérito es haber cumplido esa función inaugural. Porque además de maldita y tardía, la novela latinoamericana fue, hasta fines del siglo pasado, un género reflejo, y luego, hasta hace poco, primitivo. 

  • En el xix nuestros mejores creadores fueron poetas, como José Hernández, el autor del Martín Fierro, o ensayistas, como Sarmiento y Martí. La obra narrativa más importante del siglo xix latinoamericano se escribió en portugués; su autor es el brasileño Machado de Assis.

En lengua española hubo algunos narradores decorosos, lectores más o menos aprovechados de los novelistas europeos, cuyos temas, estilos y técnicas imitaron: el colombiano Jorge Isaacs, por ejemplo, que en su novela María (1867) aclimató Chateaubriand y Bernardin de Saint-Pierre a la geografía y a la sensiblería americanas, o el chileno Blest Gana, epígono de Balzac, que compuso una legible “comedia humana” con asuntos históricos y sociales de su país.


PERSUASIÓN VERBAL COMO CREACIÓN AUTÓNOMA

Hubo también un cuentista ingenioso, Ricardo Palma, que en sus Tradiciones inventó un pasado versallesco al Perú. Pero ninguno de nuestros narradores románticos o realistas fraguó un mundo literario universalmente válido, una representación de la realidad, fiel o infiel, pero dotada de un poder de persuasión verbal suficiente para imponerse al lector como creación autónoma.

El interés de sus novelas es histórico, no estético, e incluso su valor documental es reducido: reflejas, sin punto de vista propio, nos informan más sobre lo que sus autores leían que sobre lo que veían, más sobre los vacíos culturales de una sociedad que sobre sus problemas concretos.

La frontera entre la novela refleja y la novela primitiva fue femenina y folclórica. Una matrona cuzqueña, Clorinda Matto de Turner, escribió a fines del siglo pasado un atrevido folletín: Aves sin nido (1889).

Los sacrilegios, adulterios, estupros, el incesto a medias y otras iniquidades del libro no eran originales; sí, en cambio, que describiera la miserable condición del indio de los Andes y que se demorara líricamente en la pintura de un paisaje, no convencional como el de las novelas anteriores, sino real: el de la sierra peruana.

Así nació en la literatura latinoamericana esa corriente que con variantes y rótulos diversos —indigenista, costumbrista, nativista, criollista— anegaría el continente hasta nuestros días (el año pasado fue coronada con el Premio Nobel en el mejor de sus representantes: el guatemalteco Miguel Ángel Asturias).

La nueva actitud tuvo dos caras. Históricamente significó una toma de conciencia de la propia realidad, una reacción contra el desdén en que se tenía a las culturas aborígenes y a las subculturas mestizas, una voluntad de reivindicar a esos sectores segregados y de fundar a través de ellos una identidad nacional.

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En algunos casos, significó también un despertar político de los escritores en torno a los desmanes de las oligarquías criollas y al saqueo imperialista de América.

Literariamente, en cambio, consistió en una confusión entre arte y artesanía, entre literatura y folclore, entre información y creación.

Una ojeada a los mejores momentos de la novela primitiva, es decir a Los de abajo (1916) del mexicano Marino Azuela; Raza de bronce (1918) del boliviano Alcides Arguedas;

La vorágine (1924) del colombiano Eustasio Rivera; Don Segundo Sombra (1926) del argentino Ricardo Güiraldes; Doña Bárbara (1929) del venezolano Rómulo Gallegos; Huasipungo (1934) del ecuatoriano Jorge Icaza; El mundo es ancho y ajeno (1941) del peruano Ciro Alegría, y a El señor presidente (1948) de Asturias, permite comprobar una diferencia importante con la novela anterior: los autores latinoamericanos han dejado de copiar a los autores europeos, y ahora, más ambiciosos, más ilusos, copian la realidad.

Artísticamente siguen enajenados a formas postizas, pero se advierte en ellos una originalidad temática; sus libros han ganado una cierta representatividad.

Tres siglos después que los conquistadores, han descubierto al indígena y a la naturaleza de América, y a su vez (ellos con buenas intenciones) han comenzado a explotarlos. Ahora sí, el historiador y el sociólogo tienen un abundante material de trabajo: la novela se ha vuelto censo, dato geográfico, descripción de usos y costumbres, atestado etnológico, feria regional, muestrario folclórico.

Se ha poblado de indios, cholos, negros y mulatos; de comuneros, gauchos, campesinos y pongos; de alpacas, llamas, vicuñas y caballos; de ponchos, ojotas, chiripás y boleadoras; de corridos, huaynos y vidalitas; de selvas como galimatías vegetales, sabanas sofocantes y páramos nevados. Seres, objetos y paisajes desempeñan en estas ficciones una función parecida, casi indiferenciable: están allí no por lo que son sino por lo que representan.


¿Y qué representan?

Los valores “autóctonos” o “telúricos” de América. Aunque en algunos casos la visión de esa realidad es puramente decorativa y esteticista, como en Güiraldes, en la mayoría de los novelistas primitivos hay un afán de crítica social, y, además de documentos, sus novelas son también alegatos contra el latifundio, el monopolio extranjero, el prejuicio racial, el atraso cultural y la dictadura militar, o autopsias de la miseria del indígena. Pero el conflicto principal que ilustran casi todas ellas no es el de campesinos contra terratenientes, o colonizados contra colonizadores, sino el del hombre y la naturaleza.

“El personaje principal de mis novelas es la naturaleza”, declaraba Rómulo Gallegos. Todos podrían decir lo mismo.

Una naturaleza magnífica y temible, descrita con minucia y trémolos románticos, preside la acción de estas ficciones, y es el verdadero héroe que sustituye y destruye al hombre. Simbólicamente, en dos de ellas, los personajes principales son, al final, absorbidos por la naturaleza.

Al poeta Arturo Cova, de La vorágine, lo “devora la selva”, según revela el telegrama con que termina la novela, y a don Segundo Sombra, el narrador lo divisa en la última página, desapareciendo poco a poco, a lo lejos, como si la pampa lo fuera cortando a hachazos.

Novela pintoresca y rural, predomina en ella el campo sobre la ciudad, el paisaje sobre el personaje, y el contenido sobre la forma.

  • La técnica es rudimentaria, preflaubertiana: el autor se entromete y opina en medio de los personajes, ignora la noción de objetividad en la ficción y atropella los puntos de vista; no pretende mostrar sino demostrar.

Cree, como un novelista romántico, que el interés de una novela reside en la originalidad de una historia y no en el tratamiento de esta historia, y por eso es truculento.

Lo preocupa, sí, el estilo, pero no en la medida en que se adecúe, dé relieve y vida a su mundo ficticio, no en el sentido de que sea operante y se disuelva en su relato, sino como algo independiente y llamativo, como un valor en sí mismo: por eso es un retórico pertinaz.

Estilos frondosos e impresionistas, “poemáticos” en el sentido peyorativo del término, oscurecidos de provincialismos en los diálogos, y amanerados y casticistas en las descripciones, logran lo contrario que ambicionaban sus autores: no plasmar en la ficción lo real en su “estado bruto”, sino la artificialidad, la irrealidad.

Los temas suelen ser tremendistas, pero su desarrollo y realización esquemáticos, porque la caracterización de los personajes es superficial, y el análisis psicológico está hecho con brocha gorda.

Los conflictos son arquetípicos: reseñan la lucha del bien y del mal, de la justicia y la injusticia, enfrentando personajes que encarnan rígidamente estas nociones y constituyen abstracciones o estereotipos, no seres de carne y hueso.

Esta visión maniquea de la vida es también epidérmica: se queda en la exterioridad, los dramas no son interiorizados ni modelan las conciencias, no aparecen las motivaciones íntimas de la conducta humana, la dimensión secreta de la vida.

El espacio en que se asientan es el de la geografía y el de las relaciones sociales y éstas no están regidas por leyes históricas sino por un sino fatídico.

Por eso, a pesar de que usan y abusan de las supersticiones y prácticas mágicas indígenas, las novelas primitivas carecen de misterio: hay en ellas algo que es a la vez forzado y previsible.

Rústica y bien intencionada, sana y gárrula, la novela primitiva es de todos modos la primera que con justicia puede ser llamada originaria de América Latina (aunque literariamente esto no signifique gran cosa).

Es también la primera que se traduce en el extranjero, e, incluso, entusiasma a críticos que deciden que la novela latinoamericana sólo debe ser eso: cuando lean a los nuevos novelistas los acusarán de traición por omitir el folclore, o de atrevimiento por experimentar con la forma como un novelista europeo o norteamericano.

La novela de creación no es posterior a la novela primitiva. Apareció discretamente cuando ésta se hallaba en pleno apogeo, y desde entonces ambas coexisten, como los rascacielos y las tribus, la miseria y la opulencia, en América Latina.

Algunos estiman que nació con dos neuróticos curiosos: el uruguayo Horacio Quiroga y el argentino Roberto Arlt.

Pero lo interesante en el primero son algunos relatos morbosos de horror naturalista, no sus novelas, y las del segundo, que describe un Buenos Aires de pesadilla, están escritas de prisa y defectuosamente construidas.

Más justo es fijar el nacimiento en 1939, cuando aparece El pozo, la primera novela del uruguayo Juan Carlos Onetti.

Este pesimista tenaz (y se diría justificado: las editoriales que lo publican quiebran, sus manuscritos se pierden, sus libros no se venden, incluso hoy muchos críticos lo ignoran) es quizá, cronológicamente, el primer novelista de América Latina que en una serie de obras —las más importantes son La vida breve (1950), El astillero (1961) y Juntacadáveres (1964)— crea un mundo riguroso y coherente, que importa por sí mismo y no por el material informativo que contiene, asequible a lectores de cualquier lugar y de cualquier lengua, porque los asuntos que expresa han adquirido, en virtud de un lenguaje y una técnica funcionales, una dimensión universal.

No se trata de un mundo artificial, pero sus raíces son humanas antes que americanas, y consiste, como toda creación novelesca durable, en la objetivación de una subjetividad (la novela primitiva era lo contrario: subjetivaba la realidad objetiva que quería transmitir).

  • Nada de color, nada de pintoresco en este mundo: una deprimente grisura empaña a los hombres y al paisaje del imaginario puerto de Santa María, donde ocurren la mayoría de las historias de frustración y de rencor, de maldad y de remordimiento, de incomunicación existencial de las novelas de Onetti.

Pero los mediocres malsanos y las apáticas mujeres de Santa María, y la ruindad espiritual de esta tierra sin esperanza, comunican, por la angustiosa energía de la prosa que los nombra —una prosa densa y deletérea, de frases abisales con reminiscencias faulknerianas—, algo que todos los fuegos anecdóticos de la novela primitiva no consiguieron: una impresión de vida contagiosa y auténtica.


De izquierda a derecha, Gabriel García Márquez, Jorge Edwards, Mario Vargas Llosa, José Donoso y Ricardo Muñoz Suay, en 1974.