Leibniz: la mente se crea un cuerpo

Calificado por Bertrand Russel como “una de las más bellas inteligencias que jamás hayan existido”, el filósofo alemán fue un puente entre el mundo antiguo y el moderno

Leibniz tiene el aroma del ensueño: el filósofo sueña ensimismado en su mónada, que es en sí misma universo. Sigue una antigua tradición, que ve en los sueños señales del origen o avisos divinos. Leibniz podría haber nacido en Benarés, pero lo hizo en Leipzig. Ejerció, como los hindúes, un racionalismo inclusivo, cierto talante combinatorio y un irrefrenable entusiasmo por las ciencias. Quiso conciliarlo todo, armonizarlo todo, no sólo la materia y el espíritu, también las naciones, las ciencias y las iglesias. En una Europa a punto de alumbrar la filosofía crítica, Leibniz sostuvo que la mayoría de los sistemas de pensamiento son correctos en lo que afirman, y falsos en lo que niegan. En definitiva, que vivimos en un mundo rico y variado que siempre dice sí. Un mundo que ninguna filosofía puede abarcar, limitar o desdecir. Bertrand Russell lo consideraba “una de las más bellas inteligencias que jamás hayan existido”.

Viajero y estudioso infatigable, consignaba sus hallazgos en cartas y memorandos. La correspondencia de Leibniz con nobles, jesuitas, cortesanos, académicos y princesas, asciende a veinte mil cartas. Algunas de ellas son síntesis o exposiciones breves sobre un tema y era costumbre prestarlas como hoy se prestan los libros. No es descabellado suponer que muchas se han perdido. Leibniz armonizaba y tomaba prestado. Nunca desdeñaba nada e incorporaba a su sistema todo lo bueno que encontraba. Sus cartas se parecen a los microgramas de Robert Walser. Tenía la costumbre de apurar el papel y no desperdiciar ninguna idea. La letra, engañosamente rubricada y elegante, es difícilmente legible. Combina el grafismo del miope con la tensión que produce la avalancha de las ideas. La tinta es hoy amarillenta y cada página ofrece el espectáculo de una batalla inmóvil. Enmiendas aparatosas se entrelazan en un laberinto de tachaduras y añadidos. La fiebre de la precisión multiplica las distinciones. La letra serpentea por los márgenes, sube y baja hasta cubrir todos los espacios libres (expresión del sentido luterano del ahorro). Es preciso hacer girar el papel para seguir el hilo del argumento. El comienzo suele ser circunspecto, hasta que estalla en una proliferación de enmiendas y añadidos que desbordan los márgenes con textos nuevos, que a su vez son corregidos entre líneas o con flechas apuntando a los huecos del papel. El pliego como expresión gráfica del infinito actual de la mónada.

Leibniz es un filósofo inacabado (e inacabable). No hay nadie en el mundo que haya leído su obra completa y probablemente ningún filósofo escribió tanto. Una obra interminable de artículos, libros, borradores y anotaciones. Incluso hoy siguen apareciendo manuscritos nuevos, lo que deja abierta su identidad como pensador. Una vida intensa cuyos frutos siguen desplegándose hoy. Las obras completas empezaron a editarse hace ya más de un siglo, en un proyecto académico conjunto entre Francia y Alemania. Los franceses se retiraron, exhaustos, y los alemanes aún no han terminado de editar todo lo que escribió (mucho menos de traducirlo).

Fue, como Spinoza, un puente entre el mundo antiguo y el moderno. Su pluralismo ontológico es consecuencia de la multitud de disciplinas a las que se entregó y de sus numerosas relaciones personales y epistolares. Fue asesor de los Estados de Prusia, Austria, Francia, Rusia y de las cortes de Dinamarca, Polonia, Suecia y el Vaticano (le ofrecieron dirigir su biblioteca). Pero nadie sabía, de hecho, para quien trabajaba. Oficialmente servía en la corte de Hannover como bibliotecario e historiador (excusa perfecta para viajar y visitar todas las bibliotecas importantes de Europa), al tiempo que mantenía encuentros con las mentes más brillantes de su tiempo, incluidos algunos jesuitas que conocían las culturas india y china.