´A través del bosque´, el horror y el amor de la madre que ahogó a dos de sus hijos

Laura Alcoba penetra en la historia real tras el espanto de un doble infanticidio en París y la narra con cariño, delicadeza y empatía, huyendo del morbo por lo atroz

El pueblo de Holcomb respiraba la calma desértica del Lejano Oeste cuando en 1959 llegó Truman Capote para narrar una historia brutal: el asesinato de los cuatro miembros de la familia Clutter.

 

Ranchos, vaqueros, botas de cowboy

Destartaladas oficinas de correos, acento local con deje de pradera, un aroma de frontera envolviéndolo todo.

La comarca francesa de Gex, acunada por montes y lagos al borde de Suiza, era una rica zona residencial de chalés, escuelas privadas, coches de gran cilindradada y funcionarios internacionales cuando en 1993 llegó Emmanuel Carrère.

Llegó para contar cómo un médico mató a su mujer, a sus dos hijos, a sus padres, a su perro y le prendió fuego a su casa para obrar un suicidio que no se materializó. El asesino quedó en pijama, inconsciente, quemado. Pero vivo.

Con la historia de Laura Alcoba (La Plata, 1968, autora de la exitosa Trilogía de la casa de los conejos) pasa algo curioso. Remite a esas obras de no ficción —A sangre fría y El adversario— por el horror que impregna esta historia real: una mujer argentina, exiliada en París en el invierno de 1984, con la cara llena de maquillaje hasta un extremo anormal, llena la bañera en una fría mañana de diciembre y ahoga a sus dos hijos pequeños.

  • Luego seca los cadáveres, les coloca un albornoz bien atado, los sienta en un sillón y se marcha a la escuela en busca de su hija mayor, de seis años, para intentar quitarle también la vida. Y, sin embargo, en estas páginas, todo suena distinto. Todo el horror y la brutalidad del doble infanticidio está recubierto por una capa profiláctica de cariño, de amor, de empatía. Desde la primera línea: "Ese día, Claudio no escuchó a Griselda".

Así arranca A través del bosque.

Primera advertencia: el libro es fuerte. Segundo aviso: Es muy difícil dejarlo, por la historia y por el estilo. La frase corta, cortísima en ocasiones; ritmo y música a lo Vuillard. El gusto por el párrafo de dos líneas. La seguridad para escribir esto así: "La cabeza. Le dolía muchísimo". El uso de epígrafes que conectan con el ladillo periodístico, la novela folletinesca y el cuento popular. La obsesión por la repetición.

Una repetición incisiva, arriesgada. Salmódica. Para que penetre en los huesos aquel frío repentino y extraño del invierno parisino. Para que no se difumine la cara pintarrajeada de Griselda —lápices, polvos, brillos, cremas, pintalabios, todo— en aquella mañana fatídica.

Para que el lector pueda estar dentro de la casa junto a esas vidas donde se forja el enigma del espanto, y también fuera, con los acontecimientos de una argentina con aroma a la Operación Masacre de Rodolfo Walsh. Todo un juego de espejos: la asfixia interior de Griselda; la asfixia política de Argentina.

Es mejor no desvelar demasiado de la historia central. De Griselda, de Claudio y de Flavia, la niña superviviente; estropearía algo demasiado bueno. Pero hay subtemas encubiertos que merecen una reflexión.

Uno es relativo a cómo los niños entienden el mundo adulto. Cómo se los quiere engañar con palabras almibaradas —accidente, cielo, casa de descanso— para callar las palabras reales —asesinato, muerte, cárcel—. Un autoengaño adulto, en todo caso, para no mirar dos veces el abismo del horror y sus indescifrables contornos.

Hay otro asunto: la necesidad de contar. Escribe Alcoba que los relatos, en el fondo, no son tan solo relatos, sino una forma de alivio. La cura por el habla, dijo Freud.

Ese es el punto que determina el resultado de esta obra.

No es el morbo por la atrocidad lo que en ella predomina; eso sería poco original.

Si la autora se entrevista tantos años después con la madre infanticida, con la hija superviviente y con amigos de la familia es con un doble propósito: reconstruir y entender, "sin añadir dolor al dolor" (y por eso altera las identidades reales y algunas circunstancias, como aclara al final).

La autora quiere saber qué ocurrió y por qué. Y por ello explora eso que nadie sabe cómo nombrar aquí: accidente, tragedia, drama; jamás asesinato.

En la pampa argentina, donde abrigaba el sueño de ser un caballo libre, Griselda se topó con la pesadilla real del hijoputa de don Valerio y esos dedos sucios y rasposos entre su ropa interior infantil.