Nuevas armas para contar la II Guerra Mundial

´El faro de Stalingrado´, de Iain MacGregor, ejemplifica la manera innovadora de acercarse a la devastadora contienda por parte de los historiadores actuales

La II Guerra Mundial se sigue luchando en los libros.

El tema no deja de interesar pese a la distancia que nos va separando de la contienda —en 2025 se cumplirán 80 años de su final— y los otros enfrentamientos que se han ido produciendo, el último la guerra de Ucrania, donde los panzers de fabricación alemana ya no se llaman Tiger o Panther sino Leopard.

Pero aunque la producción editorial sobre la II Guerra Mundial no desciende para nada sí que se detectan cambios en la forma de abordar aquel devastador conflicto, el peor (de momento, no seamos demasiado optimistas) en la historia de la humanidad. Se buscan episodios y personajes inéditos o poco tratados, ángulos de enfoque distintos para lo ya conocido, y nuevas formas de contar.

 

Nuevas armas, por usar un lenguaje pertinentemente bélico

No se trata de dar con "armas milagrosas" como las que anunciaba Hitler para ganar la guerra —aunque Robert Harris ha encontrado precisamente una vía estupenda para explicar el tema de la cohetería nazi y la Vergeltungswaffe 2 (arma de represalia): su espléndida novela V2 (Hutchinson, 2020, inexplicablemente aún no traducida al castellano)—, pero sí hallar algo que justifique volver a unos campos de batalla en general muy transitados y a un conflicto en el que muchos lectores son verdaderos especialistas y no les das gato por liebre.

En ese sentido, resulta ejemplar lo que ha hecho el historiador escocés Iain MacGregor (Aberdeen, 55 años) en su ensayo El faro de Stalingrado, subtitulado La verdad oculta en el corazón de la mayor batalla de la II Guerra Mundial (Ático de los Libros, 2023). MacGregor nos lleva de vuelta a aquel infierno —del que precisamente trata también otra novedad, Stalingrado, de Jonathan Trigg (Pasado & Presente, 2023), con la especificidad de relatar la batalla desde la óptica de los alemanes—.

"El reto es encontrar nuevos datos, pero sobre todo historias con interés humano, y adoptando una perspectiva más cercana", señaló MacGregor a este diario durante una reciente entrevista en Barcelona.

El historiador ha conseguido ambas cosas en su libro: lo centra en la lucha entre dos unidades clave, la 71ª división de infantería alemana y la 13ª división de Fusileros de la Guardia, y especialmente en la Casa de Pávlov, en el 61 de la calle Penzenskaya, un edificio legendario en el medio de la feroz pugna por Stalingrado y menos conocido para el lector aficionado a la historia militar que las emblemáticas factorías de la Fábrica de tractores, la de armas de Barrikady, el elevador de grano o la acería Octubre Rojo, pero que para los habitantes de la antigua URSS constituye un símbolo muy especial de la lucha heroica de los defensores de la ciudad.

Y al mismo tiempo, el historiador aporta nuevos testimonios inéditos que, aunque parezca increíble a estas alturas, reescriben en algunos aspectos y detalles el relato tradicional de la batalla.

MacGregor, además se entrega a un sutilísimo ejercicio de análisis crítico y desmitificador del relato oficial sobre la Casa de Pávlov, Álamo dentro del Álamo de Stalingrado (se decía que habían muerto más alemanes tratando de tomar la Casa que en la captura de París en 1940), defendida con uñas y dientes por un puñado de guardias miembros de distintos pueblos soviéticos bajo el mando del sargento menor (junior sargent) ruso Pávlov (en la traducción española del libro "sargento inferior", lo que suena peligrosamente a, glups, Untermensch).

El nombre clave de la posición era Faro. El historiador desmenuza los testimonios para extraer la verdad bajo la leyenda, pero tratando de no desprestigiar a nadie ni herir los sentimientos de una comunidad que venera a aquellos soldados que se dejaron la vida para parar a los nazis en aquel matadero a orillas del Volga.

No hay que olvidar que en la gran carnicería de la II Guerra Mundial fueron los soviéticos los que pusieron la mayor parte de muertos para, como reconoció el propio Churchill, "arrancar las entrañas al ejército alemán". En Stalingrado la cuenta de la parca fue de una proporción de 16 soviéticos muertos por cada alemán.

Lo más interesante del libro (entre sus muchas cosas apasionantes, como la forma tan vívida de relatar los combates cuerpo a cuerpo "prácticamente medievales": la pala corta del soldado, empleada junto al subfusil PPSh-41 y las granadas, se convirtió en la terrorífica arma blanca favorita de la infantería soviética), es el excepcional relato de la rendición del comandante alemán, el recién nombrado mariscal Paulus. MacGregor pudo disponer, gracias a la familia del militar, del material inédito (diarios, cartas, dibujos y unas memorias) dejado por un alto jefe de la Wehrmacht, el general Friedrich Roske, que estuvo al lado de Paulus en las horas finales del Sexto Ejército atrapado hasta su destrucción en el kessel, el caldero hirviente de Stalingrado, y de hecho al mando de lo que quedaba del otrora poderoso contingente.

"Su testimonio", recalca el historiador, "significa una nueva voz de la batalla y nos permite ver la rendición de una manera también nueva".

"Por su testimonio", continúa, "está claro que fue él el que estuvo al frente de la rendición final, el que la organizó y coreografió para tratar de mantener la dignidad del ejército derrotado.

Y también aporta información sobre los pensamientos del postrado y abatido Paulus y sus sentimientos con respecto a Hitler". Roske —paradójicamente jefe de la División Afortunada (la 71ª de infantería de la Baja Sajonia), aniquilada en el cerco—, "fue decisivo en que el mariscal no se suicidara siguiendo las directrices del Führer".

En el relato del general, Paulus "resulta una figura más simpática" (si es que se puede usar ese adjetivo con Paulus:

MacGregor recuerda que era el líder de un ejército genocida, pues elementos del Sexto participaron en masacres) de lo que estamos acostumbrados a ver. En uno de los momentos sensacionales del relato de Roske recogido en el libro, un sargento soviético se asoma al coche en el que está Paulus tras la rendición, carga una ametralladora alemana que ha tomado al enemigo y apunta al mariscal diciendo: "¡Ah, el general que ha matado a tanta gente y ahora se marcha como si nada!". En el último momento, un teniente ruso le impide disparar.

¿Cómo es posible que tantos años después un testimonio clave como el de Roske permaneciera inédito?

"Roske estuvo 13 años cautivo en los gulags de Siberia y los Urales y cuando regresó a Alemania en 1955 ya se habían publicado muchos relatos de figuras clave del ejército como los de Manstein, Guderian o el propio Paulus.

A Roske no se le permitió volver al ejército y cayó en una depresión. Un año después de regresar, en la Navidad de 1956, se suicidó".

  • MacGregor no lo cuenta en el libro, pues lo supo después por la familia, pero explica en la conversación que Roske se mató ingiriendo una píldora de cianuro, probablemente la misma que se había distribuido a los mandos en Stalingrado para el Götterdämmerung mandado por Hitler y que él conservó para usarla tantos años después.

MacGregor, que por cierto echa pestes del filme Enemigo a las puertas, aporta además en su libro otro testimonio inédito, los documentos personales de, en contraste con el general Roske, un soldado de a pie, el Unteroffizier, suboficial subalterno, Albert Wittenberg, que permiten asomarse a la (pavorosa) experiencia del combatiente de base en Stalingrado.

La historia se equilibra con numerosos testimonios soviéticos que el historiador consiguió con su entrevista al nieto del general Chuikov (artífice de la defensa de Stalingrado y que propugnó la táctica de "abrazar al enemigo", situándose lo más cerca posible de él, la "guerra de ratas" que decían los alemanes), y con sus visitas a la actual Volgogrado, donde se zambulló en los archivos del Museo Panorama y encontró la colaboración de grupos de investigadores locales. MacGregor subraya la importancia de Stalingrado: "Fue el final de la guerra librada en los términos de Hitler, luego ya la batalla de Kursk fue otra cosa".


El general Vasili Chuikov (segundo por la izquierda) asigna una misión al teniente general Alexander Rodimtsev (a la derecha), en el puesto de mando del 62.º Ejército en Stalingrado, en noviembre de 1942.