El marchante que hizo universal a Miró

Un libro reúne por primera vez las cartas entre el artista y su galerista Pierre Matisse

La proyección universal de Miró no se entiende sin Nueva York y la labor de su marchante estadounidense, Pierre Matisse. La historiadora Élisa Sclaunick acaba de publicar Pierre Matisse & Joan Miró. Ouvrir le feu. Correspondance croissée, 1933-1983 (L’Atelier contemporain), un libro que reúne por primera vez la totalidad de un epistolario imprescindible para documentar la historia del arte del siglo XX, enriquecido con cartas inéditas del escritor Jacques Dupin, el marchante Pierre Loeb y André Breton.Pierre Matisse (Bohain-en-Vermandois, 1900-Saint-Jean-Cap-Ferrat, 1989) fue el marchante neoyorquino de Giacometti, Dubuffet, Chagall, Balthus o Tanguy, pero sobre todo fue galerista y uno de los amigos más fieles de Miró. Hijo de Henri Matisse, se había trasladado a Nueva York en 1924, huyendo de un matrimonio insensato y de la ira de su suegro, el padre corso de Clorinde Peretti, que le había amenazado de muerte por haber abandonado a su hija. En EE UU se asoció con el galerista Valentin Dudensing, para quien trabajaba como ojeador en París. En 1928, Pierre Loeb, marchante de Miró, le regaló un cuadro del catalán, Peinture, pero su ojo no estaba acostumbrado a ese lenguaje pictórico y lo arrinconó en un armario de su casa de Nueva York. No fue hasta años más tarde que lo redescubrió.

En abril de 1934, Matisse logró los derechos exclusivos de Miró para EE UU: “Usted”, escribe Miró, “hijo de un gran pintor, sabe mejor que yo lo que representa la vida de un artista, y usted ha sido testigo de la vida de lucha y más tarde de su formidable éxito”. Le cedía tres cuartas partes de su producción de un año, compartida con Loeb, a cambio de una paga mensual, entre los dos galeristas, de 2.000 francos (poco más de 900 euros de hoy). En las cartas, Miró le regaña por retrasos en la paga (“Si no cobro regularmente, no puedo vivir”) y comparten confidencias: “Mi obra creo que te transportará a un mundo de real irrealidad”.

La historia de los años treinta late en la correspondencia, con momentos agónicos, como la fuga de Miró a París durante la Guerra Civil (asesinato de su cuñado, la quema de la capilla de su masía en Mont-roig…) y el impacto de la contienda en su pintura: “Estamos viviendo un horrible drama que dejará profundas huellas en mi mente... Todos mis amigos me aconsejan que me quede en Francia. Si no fuera por mi mujer y mi hija yo regresaría a España”.

Son los momentos más trágicos del pintor, apenas atemperado por el orgullo que le supone el encargo de un mural para el pabellón de la República en París: “Solo Picasso y yo hemos sido solicitados”. Y el 2 de enero de 1939: “Estamos muy angustiados porque la ofensiva de los rebeldes está cada vez más cerca de Mont-roig, donde permanece aún mi madre. Yo estoy persuadido de que al final acabaremos por aplastar al monstruo fascista”. Sin tiempo de recuperarse de la derrota, inicia una fuga del apacible Varengeville, cuando los alemanes irrumpen en Normandía y se plantan en unos días en París. Matisse le había aconsejado en 1938 exiliarse a México, y sus amigos (Masson, Sert, Calder), a EE UU, pero no encuentra pasaje y su mujer le implora que regrese a España. Atrapado en la frontera, escribe: “He decidido volver a casa. Creo que es lo más inteligente que puedo hacer en este momento para salvaguardar a Pilar y a la niña y tranquilizar a nuestras preocupadas familias”.

Miró se oculta en Mallorca y escribe las cartas con el nombre de su mujer para no ser detectado. Regresó a Barcelona en 1942, atenuado el riesgo de ser detenido. La soledad de Miró es absoluta y las comunicaciones con EE UU tan deficientes que el artista, sin poder vender, se cree abandonado por su galerista norteamericano hasta el punto de que es el brasileño Paulo Duarte quien negocia con el MoMA la exposición de la obra maestra de Miró que ha estado pintando en Varengeville. Matisse reivindicaría sus derechos y acabaría organizando en su galería, en 1945, la exposición que significaría la consagración definitiva de Miró, asentada después con su primer viaje a Nueva York en 1947.

El artista, endurecido por años de penuria, da un ultimátum a sus dos marchantes, Matisse y Loeb. “O logro poder vivir como lo hacían a mi edad (52 años) los hombres de la generación precedente (Picasso, Matisse, Braque), o me las arreglaré para cancelar mis deudas, lo que haré vendiendo un inmueble, y con lo que me quede iré a vivir a Mont-roig, donde continuaré trabajando con la misma pasión y entusiasmo que he hecho siempre, pues en eso constituye una necesidad para mí y mi razón de vivir, pero cesando por completo cualquier comercio exterior, de suerte que nadie oiga hablar más ni de mí ni de mi obra”. Matisse acepta el reto; Loeb no, y Miró firma, en 1948, contrato para Europa con el galerista Aimé Maeght, que representaba una nueva forma de entender el comercio del arte.