El gran teatro del mundo cumple cien años

Con una edición demediada por las imposiciones sanitarias derivadas de la pandemia, el Festival de Salzburgo, fiel a sus orígenes, inicia hoy la celebración de su centenario con el sempiterno ‘Jedermann’ en la plaza de la catedral

Podrían parecer hechos inconexos, pero no lo son. La Primera Guerra Mundial acabó con lo que quedaba del inmenso poder territorial de los Habsburgo y Viena se vio convertida en 1919 en la capital de una pequeña república. Solo la cultura parecía capaz de devolver a Austria, siquiera de manera simbólica, parte de su perdida grandeza. Con ese espíritu, un director teatral (Max Reinhardt), un escritor (Hugo von Hofmannsthal), un director de orquesta (Franz Schalk) y un escenógrafo (Alfred Roller), con el apoyo decidido y nada desdeñable del compositor más famoso del momento, el alemán Richard Strauss, impulsaron la creación de un festival no en Viena, sino en otra ciudad mucho más pequeña, aunque cargada de resonancias históricas: Salzburgo. 

Los dos primeros fueron las principales mentes rectoras y Hofmannsthal se autoerigió en su ideólogo oficial, escribiendo varios textos casi a modo de declaraciones programáticas fundacionales.

¿Por qué Salzburgo? Él mismo razona la respuesta en Los Festivales de Salzburgo (1919): “Se encuentra a medio camino entre Suiza y los países eslavos, a medio camino entre la Alemania septentrional y la Italia lombarda; se encuentra en el centro entre sur y norte, entre montaña y llanura, entre lo heroico y lo idílico; se encuentra como construcción entre lo urbano y lo rural, lo ancestral y lo moderno, lo principesco barroco y lo campesino deliciosamente eterno: Mozart es la expresión de todo ello. La Europa central no cuenta con un lugar más hermoso, y es aquí donde tenía que nacer Mozart”. Sin embargo, en su primera edición, en 1920, no sonó música alguna, ni siquiera del hijo más ilustre de Salzburgo, sino que se representó únicamente una obra del propio Hofmannsthal con una puesta en escena de Max Reinhardt concebida para ofrecerse al aire libre, ante la fachada de la catedral: las enormes esculturas de los cuatro evangelistas parecían un elemento más de la representación. Y pocos podían imaginar entonces que aquella obra, Jedermann, que ya se había estrenado nueve años antes en el Circo Schumann de Berlín, se convertiría en la principal seña de identidad del festival.

 


Alfred Muff (Wesener) y Laura Aikin (Marie) en una nueva producción de ‘Die Soldaten’, de Bernd Alois Zimmermann, estrenada en la Felsenreitschule en 2012. 

 

Salzburgo había conseguido, pues, un doble objetivo: atraer a los mejores artistas e intelectuales, además de contar con la mejor orquesta residente imaginable (la Filarmónica de Viena) y, de resultas de ello, fidelizar a un público internacional y de altísimo poder adquisitivo, dispuesto a pagar grandes sumas de dinero para disfrutar de una oferta exclusiva en un enclave natural y arquitectónico excepcional. Pero la ciudad puede despertar también sentimientos contrapuestos, como en Thomas Bernhard, su hijo putativo más díscolo y lenguaraz, que se hizo en gran parte en Salzburgo y que prefería despacharse a gusto sobre los negativos: “Salzburgo es una fachada pérfida, en la que el mundo pinta ininterrumpidamente su falsedad [...]. Mi ciudad de origen es en realidad una enfermedad mortal, con la que sus habitantes nacen o a la que son arrastrados y, si en el momento decisivo no se van, se suicidan súbitamente, directa o indirectamente, antes o después, en esas condiciones espantosas, o perecen directa o indirectamente, lenta y miserablemente, en ese suelo de muerte, arquitectónico-arzobispal-embrutecido-nacionalsocialistacatólico, y en el fondo totalmente enemigo del ser humano”, leemos en El origen.

Tampoco debía de satisfacerle mucho a Bernhard, como a Karl Kraus, el lenguaje abigarrado y culterano del Jedermann de Hofmannsthal o eso que Michael Steinberg ha definido como un ambiguo “cosmopolitismo nacionalista”, de cuño más conservador que transgresor, aunque Bernhard llegó a estrenar en el Festival de Salzburgo hasta cinco obras, con los consiguientes escándalos, cuatro de ellas dirigidas por Claus Peymann, el “gran duque de las Bambalinas” (Bernhard dixit),que no dudó en despachar el festival como “mierda chic”. El desencuentro más grotesco se produjo, sin duda, el de la noche del estreno en 1972 de la primera de ellas, El ignorante y el demente, cuando el teatro, amparándose en la normativa antiincendios, se negó a apagar al final las luces de emergencia del teatro, como era el deseo expreso de autor y director: “Una sociedad que no soporta dos minutos de oscuridad que se las arregle sin mi obra”, escribió Bernhard en un telegrama, y se cancelaron el resto de representaciones. Y cuando dos años después se estrenó La fuerza de la costumbre, era imposible no pensar que ese mantra constantemente repetido por Caribaldi (encarnado por el inmortal Bernhard Minetti), “Mañana Augsburgo”, no era más que una referencia apenas solapada a la casi homófona Salzburgo, “ese agujero maloliente y abominable, esa cloaca a orillas del Lech” (léase Salzach). Y en Los famosos, rechazada por el festival, con marionetas de Alexander Moissi (el protagonista del primer Jedermann) y Max Reinhardt en su dramatis personae, el Bajo sentencia: “Entre Salzburgo y Bayreuth se destruye todo lenta pero seguramente”.

Una de aquellas luces de emergencia que quedaron encendidas en 1972 es uno de los cientos de objetos que pueden verse en la extraordinaria, inteligente y ambiciosísima exposición que cuenta estos primeros cien años de historia del festival, inaugurada el pasado domingo en el Museo de Salzburgo y comisariada con auténtico talento por Martin Hochleitner y Margarethe Lasinger. Es difícil contar mejor o con mayor ambición artística o intelectual lo que aquí ha sucedido en el último siglo, desde aquellos orígenes indisociables del desgarro causado por la guerra hasta la apacible etapa actual, pasando por las décadas gobernadas con batuta de hierro por Herbert von Karajan (salzburgués de nacimiento, que hizo y deshizo aquí a voluntad y a la mayor gloria de su ego) o la posterior etapa modernizadora de Gerard Mortier, otro gran amante del escándalo, como Thomas Bernhard, y un maestro en rentabilizar éxitos ajenos como logros propios, eludiendo toda responsabilidad en los fiascos de sus patrocinados. La historia del teatro y de la música en el siglo XX tienen un capítulo insoslayable en esta ciudad, espejo histórico de cuanto de relevante ha sucedido, tanto interpretativa como creativamente, desde el final de la Gran Guerra, casi a la manera –en positivo– de esa frase que acuñó Karl Kraus para el conjunto de Austria: “Una estación experimental del hundimiento del mundo”. O de los versos de un poema anterior de Friedrich Hebbel: “Austria es un mundo pequeño / en el que el grande lleva a cabo su ensayo”.

En los últimos cien años se han probado aquí muchas cosas, también en el ámbito de la política artística y en el de la sevicia de los políticos cuando se entrometen en el arte. La hegemonía cultural desata en algunos las más bajas pasiones. Dan fe de los logros artísticos del festival centenares de grabaciones audiovisuales y, en consecuencia, a Salzburgo le han ido surgiendo numerosos imitadores, como el Festival de Edimburgo y tantos otros, pero ninguna ciudad ha podido presumir, accidentes aparte, de una esencia que Hugo von Hofmannsthal supo percibir de inmediato al referirse a Salzburgo en 1919 –con una de sus afortunadas metáforas– como el “corazón del corazón de Europa”.