El drama de la migración desde los ojos de un niño

La novela autobiográfica ‘Solito’, del salvadoreño Javier Zamora, ha cosechado gran éxito en Estados Unidos con una narración desde el punto de vista de un migrante de solo nueve años. Es un ejemplo de la nutrida oferta en narrativa, ensayo y cómic sobre el reto migratorio

En 1999 salió de su pequeño pueblo en El Salvador, donde vivía con sus abuelos, e inició un viaje de 5.000 kilómetros y nueve semanas que le llevaría clandestinamente a Estados Unidos. Pasó en un bote precario de Guatemala a México. Cruzó a pie el asfixiante desierto de Sonora para entrar por Arizona. Viajó con desconocidos, en manos de coyotes y polleros, de aquí para allá en todo tipo de transportes, fingiendo no ser quien era, salvando los encuentros con los soldados, imitando acentos, aceptando el significado de una palabra con la que hasta entonces nunca se había identificado, pero con la que se identificaría durante largo tiempo: migrante. Algunos compañeros de viaje murieron o desaparecieron por el camino. Él sobrevivió. Al final le esperaban sus padres, que habían huido a California años antes de la cruenta guerra civil en su país. Javier Zamora solo tenía nueve años.

La peripecia de Zamora (La Herradura, El Salvador, 33 años) se narra en primera persona en Solito (Random House), una novela autobiográfica que ha causado gran impacto en Estados Unidos (en parte, curiosamente, por ser recomendada en el club de lectura de Jenna Bush Hager, hija del expresidente Bush). “Se habla mucho sobre niños migrantes, pero siempre desde el punto de vista de un adulto. Es más fácil escuchar lo que un niño dice... Creo que es parte del éxito de este libro”, dice Zamora, en videoconferencia desde Tucson, Arizona.

Tucson fue precisamente la ciudad a la que llegó hace 25 años después de su travesía por el desierto. Ahora, después de tanto tiempo, ha regresado para asentarse. Durante la pandemia trató de escribir este relato desde un pequeño apartamento en Nueva York, pero no le salía, la gran ciudad no parecía acompañar. Así que se mudó a Tucson con su pareja, en principio por dos semanas. “Ahora llevamos cuatro años. Al principio le tenía miedo porque este lugar solo me había hecho sufrir, pero día tras día hacemos buenos recuerdos, es como escribir encima del trauma”, explica.

Algo que llama la atención de Solito es que aquel niño no relata el viaje desde el drama, sino, más bien, desde el asombro. Le asombran los lugares que va conociendo, la gente que le acompaña, las peripecias que atraviesa, siente curiosidad, hay humor: es un niño. No es solo un periplo migratorio, es un viaje de formación, un viaje, como todos, de conocimiento. “Creo que es un mecanismo de defensa, porque sabía que estaba pasando algo dramático, pero mi cerebro no se enfocó en eso, sino en la naturaleza, la música, la comida, cosas diferentes”, dice Zamora. La narración, además, es exhaustiva, en alta definición narrativa, sin mucho espacio para la elipsis. El autor quería sacar así el trauma de su mente. “Pensaba que cuantos más detalles pusiera fuera de mí, mejor sería la sanación”, añade. El texto, traducido por José García Escobar (porque fue escrito en inglés), está lleno de expresiones típicas de El Salvador, Guatemala y diferentes partes de México, y la elección del traductor fue complicada: no abundaban las personas como García Escobar, guatemalteco, que manejasen las diferentes hablas centroamericanas y que además, como periodista, hubieran cubierto el fenómeno de las migraciones.

Los coyotes, que conducen a las personas en este tortuoso camino, tienen gran protagonismo en el libro. Si muchas veces son retratadas en la ficción como malvados sin escrúpulos aquí, mejores o peores, gozan de cierta humanidad, y hasta forman parte de las comunidades, como Don Dago. “Este Don Dago ayudó a mucha gente a escapar del país”, dice Zamora, “pero es que entonces los carteles no estaban involucrados en la economía de la migración. Eso cambió a principios del siglo, ahora te puedo decir que coyotes como los del libro ya no existen, porque tienen que escuchar a los de arriba. Y los de arriba son narcos”.

El viaje está incardinado en la historia de la literatura desde sus mismos orígenes, en la epopeya sumeria de Gilgamesh o en La Odisea. La migración es, tal vez, el viaje de mayor hondura emocional, ese en el que algunos arriesgan la vida para, muchas veces contra su deseo, dejar sus orígenes y a sus seres queridos en busca de una vida más segura y mejor. En no pocas ocasiones reciben el rechazo de los que habitan su destino. Por ello, en tiempo de la llamada “crisis migratoria” (toda crisis, sabemos, es oportunidad), abundan los relatos en primera persona.

En La luna está en Duala y mi destino en el conocimiento (Plaza y Janés, 2023), el joven camerunés Sani Ladan narra su viaje para lograr una educación que no podía obtener en su país: su sueño era ser periodista, así que durante un año ahorró a escondidas de sus padres para iniciar su viaje. En su propósito interferirán no solo los terroristas de Boko Haram o las mafias traficantes de personas, sino la dureza de los sistemas de inmigración europeos. Consiguió entrar en España por El Tarajal, en Ceuta.

Un camino similar, aunque diferente, vivió el ghanés Ousman Umar, según relata en Viaje al País de los Blancos (Plaza y Janés, 2019), que partió con solo nueve años, como Javier Zamora, y tardó cinco años en llegar en patera a Canarias: en medio, un infierno de mafias, un largo impasse de estrechez y supervivencia en Libia, cruzar un Sáhara convertido en cementerio en una travesía sin brújula y bajo el sol en la que solo dos de 40 sobrevivieron. Otros testimonios son los del guineano Ibrahim Bah, Tres días en la arena (La Imprenta, 2021) o el senegalés Mamadou Día, 3052. Persiguiendo un sueño (Punto Rojo, 2013). Tanto la de Ladan como la de Umar (ambos estuvieron a punto de morir y ambos sufrieron la experiencia de los Centros de Internamiento de Extranjeros) son historias de éxito: lograron integrarse en España, hacer carreras universitarias, tener voz para contar su historia.


El escritor de origen salvadoreño Javier Zamora.

La de Zamora, ya integrado en Estados Unidos, también supone una historia de éxito. Comenzó cuando, como poeta emergente, recibió becas de prestigiosas universidades como Harvard o Stanford. El trauma fue lo que le llevó a escribir. Durante sus primeros años como migrante no quería aceptar aquel dolor. Con la llegada de la adolescencia el pasado fue aflorando. Uno de los primeros intentos de lidiar con él, a través de la literatura, fue la poesía, como se comprueba en Unaccompained (Cooper Canyon Press, 2017), sin traducir al español, y muy centrado en la experiencia desértica. “Ese es el libro que uno escribe cuando no ha ido a terapia”, dice el autor, “Solito es lo que salió cuando me puse a escribir yendo a terapia y con el apoyo de una pareja”.

Zamora se inició en los versos cuando su profesora de lengua le habló de Pablo Neruda y leyó 20 canciones de amor y una canción desesperada. “Neruda lo había escrito muy joven, la edad que yo rondaba, y era uno de los libros de poesía más conocidos. Además, me recordaba mucho a mi tierra”, dice. Así el poeta chileno, como en tantos otros casos, fue el primero en inocular el virus de los versos, un virus que luego mantuvieron otros poetas migrantes. En el libro hay una cita de Charles Simic, fallecido hace justo un año: “Si él había nacido en Serbia y había ganado el Pulitzer, podía ser un referente para mí”, cuenta Zamora. Un referente al que se unirían June Jordan o poetas salvadoreños como Roque Dalton o Claribel Alegría. Otro migrante con Pulitzer, esta vez en narrativa, es Junot Díaz, que fue galardonado por La maravillosa vida breve de Oscar Wao (Literatura Random House, 2008), un libro que narró la experiencia de la migración, en este caso dominicana y ya asentada en Nueva Jersey, con una prosa fresca, mestiza y llena de humor.

Zamora vivió experiencias tan extremas como la de los citados migrantes mediterráneos: es estremecedora su experiencia de 20 horas en bote entre Guatemala y México, una travesía en la que no son infrecuentes los naufragios y que llevó a los viajeros secretos a sufrir graves crisis de mareo y constantes vómitos, sufriendo una honda incertidumbre por el futuro inmediato y enmarcados en el constante rumor de los motores y un insoportable olor a gasolina. Por no hablar de la incierta travesía por el desierto, con la continua amenaza de La Migra (la policía de fronteras) que se menta casi como un monstruo mitológico del que hay que escapar. Sin embargo, asegura el autor que la peor experiencia de aquel viaje no fue ninguna de esas, sino algo más emocional: separarse de algunas personas que le acompañaron. “Decirle adiós a Chino, Patricia, Carla… Recordarlo siempre me hace llorar”, dice Zamora. “Significó perder a las únicas tres personas que entienden todo lo que yo he sufrido. Dos de ellos eran adultos. Me gustaría preguntar cómo lo recuerdan como adultos, me imagino lo terrorífico que tuvo que ser”.

 
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