En los últimos años ha aparecido un importante volumen de obras centradas, total o parcialmente, en la posguerra española. El dominio de la Guerra Civil se ha trasvasado al periodo inmediatamente posterior, consolidando la visión de una etapa nueva, mucho más compleja que la fijada en su relato fundacional. Emerge, desde la literatura y la historia, como ya lo había hecho antes en el cine o en el cómic, una posguerra infinita. El tiempo largo, de un país roto y deshecho, vuelve a ocupar, si alguna vez lo había dejado, nuestro imaginario colectivo.
Las razones de este fenómeno no son únicas y obedecen, como ya señalara Tony Judt en Postguerra, a la necesidad común de reconstruir la memoria familiar por encima de la historia oficial. El pasado sirve a esa obligación de reencontrarnos con nosotros mismos y reconfortarnos con nuestra sociedad. La diferencia en este punto resulta fundamental para entender el bum de la posguerra española, porque, en nuestro caso, seguimos buscando recuerdos comunes.
El anhelo de un punto de origen compartido trata de suplir las carencias de una historia que desemboca, forzosamente, en la dictadura como hundimiento o en la Transición como salvación, resultados lógicos de una etapa en la que perdimos el rumbo, el epicentro como sociedad. Se buscan, por tanto, rutas que tiendan puentes al conocimiento de un pasado al que seguimos sin querer mirar a la cara. Historias hermanadas, silenciadas por el hambre y la tragedia. Y por la censura. Décadas de investigación en archivos, de remover montañas de papeles, han sacado a la luz un aluvión de fuentes y un sinfín de preguntas. Una vuelta atrás, una búsqueda del grial, de un mundo perdido, prohibido durante años, que solo es posible realizar, en definitiva, a través de los libros.
El símbolo de la Falange y la palabra Alemania iluminados con motivo del cuarto aniversario del fin de la Guerra Civil, en la sede de la Secretaría General del Movimiento, en Madrid en 1943.