Educare

Mucho se ha hablado sobre las deficiencias de la educación en nuestro país

Así, sin acento. No voy a hablar del verbo educar en tiempo futuro, sino de la educación y de su raíz etimológica, “educare”, con su hermoso significado. Habiendo iniciado un nuevo ciclo escolar, considero oportuno dedicar estas líneas a reflexionar un poco sobre este tema y sobre el papel fundamental que los maestros jugamos en el mismo.

Mucho se ha hablado sobre las deficiencias de la educación en nuestro país, así que más que abundar en eso, me gustaría compartir algunas de las cosas que de manera personal traté de hacer en mi área de influencia mientras ejercí la docencia, para cumplir lo mejor posible con el objetivo de realmente educar a los muchachos que se me habían confiado, y si a algún colega maestro o a algún estudiante le llegan a servir estos conceptos, me daré por bien servido. No pretendo más.

Privilegio y bendición

En primer lugar, siempre consideré la oportunidad de estar frente a un grupo, un privilegio y una bendición, y no una plataforma que me hiciera sentir superior a otros, en este caso, mis alumnos. Ellos eran arcilla en mis manos y en buena parte – hablando de los que aún no concluyen su educación – lo que ellos sean cuando terminen la escuela será el resultado de la forma en que yo haya realizado mi trabajo, aunque claro, la decisión final de lo que ellos serán está en sus propias manos.

Coincido plenamente también con una frase que leí en una ocasión: “La educación no tiene tanto que ver con llenar la olla, como con encender el fuego”. Pienso que debemos preparar al niño o al muchacho para la vida, y eso incluye el encender en ellos el fuego del amor por el aprendizaje para que sean aprendices eternos, que sigan buscando aprender aún después de abandonar la escuela. Porque la vida está llena de enseñanzas, pero enseña poco a quien no sabe leerla.

Una de las cosas que hacía para lograr lo anterior era desafiarlos a que usaran su cerebro y entendieran el “por qué” de lo que estaban aprendiendo y no solo el “cómo”, la parte mecánica.

Normalmente, en la primera clase, lo primero que hacía era dibujar en el pizarrón un robot y un machete y luego encerraba estos dibujos en el símbolo de “prohibido” (el círculo con la diagonal atravesada), explicándoles que eso significaba “No robotitos” “No macheteros”.

“No me interesa – les decía – la gente que venga como robot a aprenderse algo mecánicamente sin entender el porqué de lo que están aprendiendo, ni los que se aprenden algo de machete, solo para pasar un examen y al día siguiente ya se les olvidó todo”.

“Si les enseño – continuaba – la ecuación contable, Activo = Pasivo + Capital, no me interesa que se macheteen la fórmula, sino que entiendan porqué Activo es igual a Pasivo más Capital.”

“La fórmula – finalizaba – si se la digo a un niño de kínder, el niño me la repite, es más, si se la repito la suficiente cantidad de veces a un periquito, también me la repetirá, pero no me interesa que egresen de esta escuela generaciones de periquitos, sino de gente que sepa pensar y razonar, porque ¿de qué sirve que sepamos resolver problemas contables o matemáticos si no sabemos resolver los problemas de la vida? Y éstos se resuelven pensando y razonando”.

Una definición 

perfecta

No he encontrado mejor definición de educar que la que podemos obtener de su raíz etimológica, educare, que significa “extraer de cada uno lo mejor que lleva dentro”. 

Siempre aspiré a que, cuando un muchacho terminara sus cursos conmigo, no dijera: “Qué fregón es el maestro, cuánto sabe”, sino que dijera: “Qué fregón es el potencial que tengo, lo que puedo alcanzar; trabajaré para lograrlo”. Para mí, eso era sacar de él lo mejor que lleva dentro, y si eso ocurría, entonces podía decir que había cumplido mi deber y que realmente había educado.

Mi mensaje, en este caso para ti, colega maestro, sería: Por favor, no enseñes por dinero ni por vanidad ni para matar el tiempo. Si así lo haces, estarás dejando pasar una oportunidad invaluable de dejar tu huella en la vida de los niños o muchachos que pasen por tus manos. Si has decidido enseñar, desarrolla una pasión por esta noble y hermosa labor. Y nunca cometas el pecado capital para un maestro de matar los sueños de tus alumnos. Mientras ellos tengan una esperanza de un mejor futuro y tú alientes esa esperanza, habrá mejores generaciones y, en consecuencia, mayores esperanzas para este, a veces, desesperanzado país.