Edificios, poemas, culturas: nuestras pérdidas son incontables

El libro de Judith Schalansky ‘Inventario de algunas cosas perdidas’ demuestra que nada desaparece del todo si queda al menos el rastro de su historia y alguien se decide a narrarla

Mientras su autora trabajaba en este nuevo libro, el Estado Islámico dinamitó las ruinas de Palmira, en Mosul se perdieron la gran mezquita de Al Nuri y la del profeta Jonás, un tercio de la Gran Muralla China se perdió a causa del vandalismo y la acción de los elementos, la laguna guatemalteca de Atescatempa se secó, dejando a cientos de personas sin sustento, y murió el último macho de rinoceronte blanco del norte. Judith Schalansky (Greifswald, 1980) debutó en 2006 con un libro acerca de una pérdida algo menos gravosa, la de la letra gótica o Fraktur, en desuso tras la Segunda Guerra Mundial, pero la fascinación por las existencias olvidadas y los lugares situados en los márgenes de los mapas está presente en toda su obra, por ejemplo en su libro más importante hasta la fecha, el Atlas de islas remotas (hay traducción de 2013), en el que la autora y diseñadora gráfica narraba la utopía insular y finalmente delictiva del dentista berlinés Friedrich Ritter, el ensayo nuclear francés en la isla polinesia de Fangataufa y la expulsión de los nativos de Diego García por parte de las autoridades británicas; es la misma fascinación que está en el origen de su nuevo libro, que comienza con el guiño al Atlas que consiste en narrar la historia de otra isla, Tuanaki, una isla “fantasma” del Pacífico Sur desaparecida en torno a 1843.

Nuestras pérdidas son incontables, e Inventario de algunas cosas perdidas reúne una docena de ellas. De edificios, como la villa romana del Marchese Sacchetti, el palacio de la familia Von Behr en Pomerania, el Hospital Hôtel-Dieu, en el que el 30 de diciembre de 1772 comenzó el incendio que arrasó la parte antigua de París, y el Palacio de la República, absurdamente demolido hace algunos años para reconstruir en su lugar el Palacio Real de Berlín. Del tigre del Caspio, el filme de Friedrich Wilhelm Murnau El caballero vestido de azul (1919), del que sólo quedan cinco pequeños fragmentos, de la pintura de Caspar David Friedrich del puerto de Greifswald, que se perdió junto con otras 3.000 obras del Romanticismo alemán en el incendio del Palacio de Cristal de Múnich del 6 de junio de 1931. De buena parte de los poemas atribuidos a Safo, de los siete libros del fundador del maniqueísmo y de la “enciclopedia” forestal del suizo Armand Schulthess. De la cultura original de los pacíficos habitantes de la isla Tuanaki. (“Nosotros no sabemos matar, sólo sabemos bailar”, habrían sido las palabras de uno de sus últimos habitantes.) De la detallada topografía lunar a la que el párroco Adolf Gottfried Kinau dedicó 30 años de su vida y que se perdió en un incendio durante la Segunda Guerra Mundial como tantas otras cosas.

Schalansky juega con los tiempos de la historia y con las formas narrativas: la extinción del tigre del Caspio es narrada a través de una escena en el circo romano a pesar de que los últimos ejemplares de la especie fueron avistados en 1964, y la decadencia de la Villa Pigneto es bosquejada a la par que los perfiles de Giovanni Battista Piranesi y del singular pintor y grabador francés Hubert Robert, en lugar de la historia del filme desaparecido de Murnau se nos presenta el monólogo interior de una Greta Garbo que espera la muerte en Nueva York, la historia de Kinau es narrada por él mismo en completa omnisciencia, la del Palacio de la República sólo lo tiene como punto de partida para un relato de infidelidad sobre el fondo de la mezcla de aburrimiento y peligro característica de la vida en la República Democrática de Alemania, etcétera. Naturalmente, no todo esto funciona por igual, pero la autora (quien también publicó dos novelas, entre ellas El cuello de la jirafa, publicada en español en 2013) es dueña de un estilo lírico y elegante, traducido con solvencia por Roberto Bravo de la Varga, y su mirada, y la forma en que ésta recorta su objeto, es excepcional, realmente única.

Mientras su autora trabajaba en este libro, una novela de Walt Whitman desconocida hasta la fecha fue descubierta y publicada, se descifró el alfabeto más antiguo del mundo (3.800 años), emergió un disco perdido de John Coltrane, los biólogos descubrieron un nuevo tipo de avispa. 

“Todos los signos, incluso aquellos que nos remiten a lo ausente, suponen una forma de presencia”, escribe Schalansky, quien reconoce además que “la escritura no tiene el poder de devolvernos lo que ya no existe, pero sí nos permite experimentarlo [y] la diferencia entre presencia y ausencia es puramente marginal siempre que exista la memoria”. 

De hecho, un porcentaje importante de destrucción es necesario para que algo perdure, como sucede (son ejemplos de la autora) con la escritura silábica del griego arcaico, que llegó hasta nosotros gracias al incendio del Palacio de Cnosos, que endureció las tablillas de arcilla en que era practicada, y la erupción del Vesubio hizo posible que animales y personas nos contemplen en Pompeya desde el vacío que dejaron como si fueran contemporáneos nuestros.

Nuestras pérdidas son ciertamente numerosísimas, pero lo que este nuevo libro de Judith Schalansky viene a recordarnos es que nada desaparece del todo si nos deja al menos la historia de su pérdida y alguien decide contarla.