Autorretrato inédito de Rafael Sánchez Ferlosio

Realizada para un homenaje preparado en 1997 por la revista Archipiélago, esta entrevista ve la luz por primera vez. Incómodo con el resultado, el autor de Alfanhuí la retiró y, a cambio, escribió su texto más autobiográfico: La forja de un plumífero.

La entrevista tuvo lugar en el domicilio de Rafael Sánchez Ferlosio el jueves 19 de junio de 1997. El termómetro marcó ese día los 35 grados. En nuestro primer encuentro, el miércoles, Ferlosio me había preguntado: "¿Tú sueles comer al mediodía?", pero habiendo yo arriesgado una afirmación bastante endeble, se vio en el deber de añadir: "Es que la primera sesión deberíamos hacerla de doce a seis de la tarde".

El jueves comenzamos puntualmente a las doce. Dimos cuenta, eso sí, de cuatro flautas que yo había comprado, pero sin dejar de hablar ni un segundo. A las cuatro y media me derrumbé, pedí tregua y comprobé que había agotado las cintas. Ferlosio seguía tan fresco. 

En el espacio razonablemente concedido para la entrevista he resumido tres horas de conversación grabada, otras tantas apuntadas a mano y un cuaderno de notas personales que Ferlosio tuvo la generosidad de ofrecerme como ayuda de memoria para la redacción final. Ni que decir tiene que esa palabra, "generosidad", es la que mejor define a un escritor cuya habilidad artística solo es comparable con el coraje moral que la vivifica. 

De mi infancia recuerdo con agrado la vida en Italia y cómo nos deslizábamos por la Villa Aldobrandini (Anzio). Desde la adolescencia fui el predilecto de mi padre, quizás por nuestra afinidad hacia las letras. Un día, cuando yo tendría sobre los 18 años irrumpió en mi cuarto y me espetó: 'Rafael, ¿tú crees que se puede escribir gémula iridiscente? ¡Gémula iridiscente!'. Era de Ortega. Compartíamos un odio por “la bella prosa” que no me libró, como veremos, de caer en ella.

Hacia 1946 entré a formar parte del grupo de amigos de mi hermano Miguel, pero rompí con ellos el día en que decidieron asaltar una iglesia protestante. A mí me parecía una barbaridad. Así que pasé luego dos años solo, hasta que constituí nuevos amigos,  que eran Alfonso Sastre, José María de Quinto, Medardo Fraile, algo más tarde Fernández Santos... Hacia 1951, comencé a leerles lo que llevaba escrito de Alfanhuí. Siendo casi todos hombres de teatro, tenían una admiración grande por Jardiel Poncela y empezaron a sentarse con él, pero a mí me parecía el ser más odioso, arbitrario y estúpido que se pueda imaginar, de modo que también me retiré bastante de ellos.

Juan Benet tenía alguna relación con ese grupo a través de José María Valverde, que fue quien trajo a Gambrinus a Víctor Sánchez de Zavala. Entre todos pusieron en marcha lo que llamaban 'la Universidad libre de Gambrinus', a cuya tertulia yo acudía de vez en cuando. También leía mis horribles poemas a Valverde. Mi padre no le apreciaba. Decía: 'Estos que quieren hacer discipulitos'.

En 1953 me casé y comencé a redactar El Jarama. Yo era un autodidacta, sin influencia de personas, aunque mucha gente ha tenido más autoridad sobre mí de la que ellos suponían. Por ejemplo, tenía una enorme autoridad Sánchez de Zavala. Era un hombre muy inteligente pero le tomé rencor porque cuando me sumergí en el universo de la gramática y empezamos a reunirnos para hablar juntos de cuestiones de lenguaje con Carlos Peregrín Otero, Carlos Piera, Isabel Llácer y otros más (él lo llamaba 'el círculo lingüístico de Madrid') le dijo un día a Carmen Martín Gaite, en medio de la calle, que estaba estudiando con Piera, Llácer y otros, pero sin citarme a mí: 'Es que no se puede trabajar con aficionados'. Me había excluido.


Armario con carpetas del escritor.