Las horas más amargas de Boris Johnson

El primer ministro pasó del tono desafiante a la resignación y entendió en la madrugada del jueves que estaba derrotado

Todo el mundo cree tener una idea formada de quién es Boris Johnson. Y, sin embargo, a diferencia de la mayoría de los políticos contemporáneos, ha hecho poco por controlar la percepción pública de sus estados de ánimo o de su propia imagen.

A no ser que salir a correr en bañador, gorro de lana y zapatos de vestir sea una excentricidad con un propósito calculado. Reconstruir las últimas horas agónicas como líder del Partido Conservador del personaje más universalmente conocido del actual Reino Unido ?Isabel II aparte? requiere bucear en las múltiples y dispersas fuentes de los medios británicos que han logrado arañar detalles y sensaciones de esas horas al círculo más íntimo del primer ministro.

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El giro dramático se produjo, al parecer, a las seis de la mañana del jueves. Johnson llevaba ya despierto más de una hora. Apenas había podido conciliar el sueño después de un día acelerado e hiperactivo en el que llegó a convencerse de que podía dar una última batalla; de que nadie le iba a echar de Downing Street sin ofrecer resistencia. “Si vas a morir, muere combatiendo”, repetía Johnson a su equipo de fieles, según asegura Andrew Pierce en el Daily Mail. Fue la claridad del alba la que aclaró finalmente su cabeza.

 

El principio del fin

La repentina dimisión, el martes, de dos de los miembros de su Gobierno más relevantes produjo un estado de confusión en los diputados conservadores, en los medios de comunicación y en el propio Johnson.

¿Era otra crisis de la que saldría airoso el primer ministro? ¿O el pistoletazo de salida de un golpe mortal? El ministro de Economía, Rishi Sunak, y el de Sanidad, Sajid Javid, renunciaban con minutos de diferencia a sus cargos. Los dos le reprochaban en sus cartas “falta de competencia y seriedad”, y anunciaban que ya no confiaban en su liderazgo.

Si en un primer momento, Johnson, en un estado ilusorio, llegó a convencerse a sí mismo de que el desafío de los ministros era una oportunidad, poco duraría el autoengaño. Al nombrar de inmediato responsable de Economía a Nadhim Zahawi, al frente hasta entonces de Educación, pero con el prestigio de haber dirigido el exitoso programa de vacunación en la pandemia, y fama de neoliberal, pensó que sería el cómplice perfecto para esa bajada de impuestos que le reclamaban en el partido. Ya no tendría enfrente a Sunak, el celoso guardián de la ortodoxia fiscal. Y podría, en un nuevo ejercicio de prestidigitación, desviar la atención de la crisis y tomar la iniciativa.

Cuando los dioses quieren destruir a alguien, primero lo ciegan, luego lo vuelven loco. “Mucho tiempo después de que resulte obvio para todos los demás que estamos acabados, seguimos convencidos de que es nuestro deber seguir aferrados a los privilegios y prebendas de nuestros cargos”, había escrito el periodista Johnson en 2006 cuando el entonces primer ministro, Tony Blair, se resistía a admitir su final político. La historia siempre se repite.