Así cayó el muro, así cambió el mundo

Una serie de casualidades condujo a que el 9 de noviembre de 1989 se derribara la pared de hormigón que separaba

Hay momentos del 9 de noviembre de 1989 que nunca olvidaré. El primero, obviamente, el de la sorpresa e incredulidad que sentimos todos los presentes en el Centro de Prensa Internacional de la Mohren-strasse, en Berlín Oriental, cuando Günter Schabowski, un miembro del politburó del partido comunista de Alemania Oriental, tras una insípida conferencia de prensa, nos dijo que el muro de Berlín acababa de caer. Preguntado por la anunciada reglamentación para salir del país —una de las demandas claves de los ciudadanos de la Alemania comunista—, Schabowski sacó un papel del bolsillo sin saber lo que contenía y leyó que se había decidido “implementar una regulación que permite a cualquier ciudadano de la República Democrática Alemana, abandonar la RDA a través de cualquiera de los pasos fronterizos”. ¿A partir de cuándo?, le preguntamos. Volvió a mirar el papel y dijo: “Ab sofort”, inmediatamente.

El otro momento imborrable sucedió unas horas más tarde, bien entrada la noche, cuando tras una inquietante espera se abrió el paso por el Checkpoint Charlie de la Freidrich-strasse. Los eufóricos ciudadanos habían empezado a desfilar y uno de ellos se acercó al grupo de periodistas que contemplábamos incrédulos la escena. Con mucha educación, nos pidió si teníamos monedas porque quería llamar desde una cabina a su primo que vivía en Düsseldorf para darle una sorpresa. Iba del brazo de su mujer, tranquilamente, sin prisas, y no llevaba nada consigo. Algo no cuadraba porque dábamos por supuesto que lo que hacía aquella gente era escapar de la Alemania comunista para pasarse a Occidente, como llevaban haciendo decenas de miles de sus compatriotas a lo largo de los meses precedentes.

—¿Volverá a su casa? —le dije, mientras buscaba calderilla en los bolsillos.

Nos miró intuyendo nuestra sorpresa y, esbozando una sonrisa, sentenció en tono confidencial:

—¡Oh, claro que sí! Esto ya no vuelve a cerrarse nunca más. Esto se acabó.

Entonces quedó claro que el mundo bipolar en el que habíamos vivido durante décadas, que parecía eterno e inamovible, había colapsado; que el telón de acero se había desmantelado.

Todo buen marxista sabe que la regla de oro de cualquier análisis político es entender las condiciones objetivas. Es cierto que aquel otoño se daban todas las condiciones para que se produjera un cambio de grandes dimensiones. Lo que ya no estaba tan claro es que tuviera que ser aquel día ni de la manera como se produjo, porque la noche del 9 de noviembre de 1989 no se daban las condiciones objetivas para que súbitamente, de forma totalmente imprevista, el muro que dividía la ciudad de Berlín saltara hecho pedazos y se produjera una fractura sistémica que provocara, a una velocidad rayana en la inmediatez, el desmoronamiento del imperio soviético y el fin de la Guerra Fría en las siguientes semanas. Las cosas podían haber sucedido de una manera muy diferente y el mundo que ahora vivimos sería otro.

Lo predijo Mijaíl Gorbachov un mes antes en el mismo Berlín: “Aquellos que llegan tarde son castigados por la historia”. Polibio estableció una teoría de la historia según la cual el mundo político se mueve en ciclos que se suceden alternando las formas buenas y malas de gobierno, repitiendo el ciclo indefinidamente. Maquiavelo rompió el ciclo de Polibio: es el hombre quien mueve la historia, dijo, se producen circunstancias que abren ventanas, pero tiene que haber alguien en el lugar y el momento precisos para mover la palanca que pone en marcha el cambio, y depende de quién y cómo lo haga, tomará uno u otro rumbo. Son las acciones individuales las que fuerzan el corsé y dinamitan el presente.

El régimen de la Alemania comunista atravesaba una crisis sin precedentes y había perdido incluso el apoyo de Moscú. Todo se movía en el bloque soviético bajo el impulso de la perestroika. En Polonia, pocos meses antes, se había formado el primer Gobierno no comunista desde 1948, presidido por el miembro de Solidaridad Tadeusz Mazowiecki. En agosto se abrió la frontera entre Hungría y Austria por la localidad húngara de Sopron para lo que se bautizó como una comida campestre de confraternización entre ciudadanos de ambos países. Ya no se volvería a cerrar. Por allí escaparon los alemanes orientales que pasaban sus vacaciones en el lago Balatón —eran los ricos del bloque soviético—, un fenómeno que pronto alcanzó la condición de fuga masiva. Mientras, los que se quedaban en el país se manifestaban abiertamente sin miedo a la represión bajo el lema “Wir sind das Volk” (Nosotros somos el pueblo).

Cayó el viejo líder de la RDA, Erick Honecker, y el nuevo liderazgo encabezado por Egon Krenz estaba ansioso por transmitir la sensación de que adoptaba las reformas que pedía la sociedad, pero aunque algunas transformaciones eran evidentes, como la que afectó a la cadena estatal de televisión, cuyos noticiarios empezaron a hablar de la realidad, era obvio que el régimen no estaba en condiciones de acceder a las verdaderas demandas porque se enfrentaba a un dilema irresoluble; Polonia, Hungría o Checoslovaquia seguirían existiendo aunque dejaran de ser comunistas, pero si la RDA dejaba de ser comunista, ya no tenía sentido como Estado.


Vecinos de ambos lados de la frontera se saludan sobre el puente de Glienicke.

Había que reconstruir el equilibrio geopolítico mundial y no parecía que nadie hubiera hecho planes para tal contingencia. Se habían escrito cientos de libros sobre cómo pasar de una sociedad capitalista a una comunista, pero ninguno sobre el proceso inverso. En Bonn, el canciller Helmut Kohl tardó unas semanas en reaccionar, pero en un viaje a Dresde poco antes de la Navidad para entrevistarse con el nuevo líder de la RDA, Hans Modrow, cuando escuchó que las multitudes ya no coreaban “Wir sind das volk” (Nosotros somos el pueblo), sino “Wir sind ein Volk” (Somos un pueblo), comprendió que se abría la ventana de la reunificación y se lanzó a por ella a toda velocidad, de modo que menos de un año después, en octubre de 1990, Alemania se reunificaba superando todas las reticencias, tanto de sus socios europeos como de Washington o Moscú.

La cuestión alemana era central, y cualquier movimiento hacía sonar todas las alarmas. Se le atribuye al entonces presidente francés, François Mitterrand, la famosa frase: “Me gusta tanto Alemania que prefiero que haya dos”. En Londres, el Gobierno conservador de Margaret Thatcher compartía esta opinión. Sólo en determinados sectores de Estados Unidos despertaba cierta simpatía. De hecho, el general Vernon Walters, recién nombrado embajador en Bonn, fue de los primeros en vaticinar la caída del Muro. Incluso en la República Federal había grandes reticencias. Muchos analistas y periodistas, como algunos de los corresponsales con base en Bonn —veteranos soldados de la Guerra Fría agazapados en su trinchera—, creían que cualquier cambio en el statu quo supondría el inicio de la tercera guerra mundial.

Era la realidad de los países de Europa Central y del Este que salían de la órbita soviética.