Afganistán, el país que se convirtió en una guerra

Ensayos, novelas y libros de viajes sirven para entender un lugar que no ha conocido la paz desde hace más de 40 años

En su libro clásico sobre Vietnam, Despachos de guerra (Anagrama), el periodista estadounidense Michael Herr explicaba que tenía un mapa de Indochina en la pared de su habitación en Saigón y reflexionaba: “Allí hace mucho tiempo que no había un país, solo una guerra”. Algo dramáticamente similar podría escribirse de Afganistán: el 63,7% de los afganos tiene menos de 25 años, lo que quiere decir que nacieron, crecieron y vieron morir a muchos familiares en alguna de las guerras que ha padecido el país desde la invasión soviética en 1979. Punto de encuentro de culturas y civilizaciones en los márgenes de Asia, Afganistán ha producido una intensa literatura teñida por la fascinación, pero también por el dolor del interminable conflicto que padece.

Rudyard Kipling relató en El hombre que quiso ser rey, que John Huston convirtió en 1975 en una de las mejores películas de aventuras de la historia, cómo dos buscavidas británicos se adentran en un territorio salvaje llamado Kafiristán, remota región de Afganistán, con el objetivo de hacerse ricos. Allí encuentran un país en guerra de todos contra todos —tribu tras tribu reciben la misma queja: “Asaltan nuestros poblados, raptan a nuestras mujeres y se mean río arriba mientras nosotros nos bañamos”— hasta se topan con algo mucho más profundo: el remoto recuerdo de Sikandar, el nombre en persa de Alejandro Magno, que llegó hasta allí y fundó una ciudad, Aï Janum, cuyas ruinas han sido arrasadas en las últimas décadas tras medio siglo de excavaciones francesas.

 

La ciudad de Alejandro Magno

El historiador estadounidense Frank L. Holt contó aquella campaña primigenia en su libro Into the land of bones. Alexander the great in Afghanistan (En la tierra de los huesos. Alejandro Magno en Afganistán, University of California Press, 2005), insistiendo en la brutalidad de la invasión helénica, entre el 329 y el 327 antes de Cristo, pero sobre todo en la forma en que este país se ha quedado atrapado desde entonces en lo que el periodista estadounidense Dexter Filkins llamó en un libro de reportajes La guerra eterna (Booket, 2012). “Afganistán no puede escapar a la encrucijada de la historia. En cada uno de los últimos tres siglos, diferentes superpotencias –británicos, soviéticos y estadounidenses– han puesto sus ojos en esta tierra trágica, dispuestos a imponer un nuevo orden”, escribe Holt para describir lo que se ha llamado el Gran Juego como eterno campo de batalla que se prolonga desde los tiempos de Alejandro hasta la actualidad.

La firma, la semana pasada, de un acuerdo de paz entre los talibanes y el Gobierno estadounidense abre una remota esperanza de que se acabe este último conflicto, que se prolonga desde 2001. Después de los atentados del 11 de septiembre, Washington se apoyó en milicias locales para derrotar a los talibanes, que daban cobijo a Osama Bin Laden y a la plana mayor del grupo terrorista responsable de aquel ataque, Al Qaeda. Pero el conflicto continuó sin que ninguna de las dos partes fuesen capaces de ganarlo, pero tampoco de perderlo. Ahora, EE UU ha anunciado su retirada en los próximos 14 meses, dejando Afganistán a su suerte.

 

Invasión soviética y guerra civil

Las perspectivas de futuro no son buenas: en 1989, cuando se retiraron las tropas soviéticas derrotadas por los muyahidines, estalló una guerra civil entre diferentes grupos a los que solo unía el odio al invasor. Fue mucho más destructiva que la invasión de la URSS. La mayoría de los señores de la guerra de entonces, y la mayor parte de las divisiones étnicas y culturales de un país que se disputan entre otros grupos pastunes, tayikos, uzbecos y hazaras (estos últimos son además de credo chií), se mantienen intactas. De hecho, la llegada de los talibanes al poder entre 1994, cuando tomaron Kabul, y 1996, cuando controlaban ya el 90% del territorio, fue bien recibida por una parte importante de la población y de la comunidad internacional, incluyendo a Estados Unidos.

La percepción cambió después, cuando el mundo comprobó el trato inhumano que daban a las mujeres, la crueldad de su régimen, las violaciones masivas de los derechos humanos y la creciente presencia de Al Qaeda (que llevó por ejemplo a la destrucción de los budas de Bamiyán para borrar cualquier resto cultural no musulmán). Poco antes del 11-S se publicó un libro que se convirtió en un rápido éxito de ventas y que sigue siendo una referencia para entender no solo a la guerrilla fanática, sino la historia de este país: Los talibán (Península, 2001), del investigador paquistaní Ahmed Rashid. Pocas obras sirven para resumir de una forma tan rigurosa y amena la historia de un país quebrado por batallas sin fin. Un gran libro de viajes, publicado en el mismo periodo, retrata también de manera magistral el país, sus paisajes, sus gentes y su historia: Una luz inesperada: Viajes por Afganistán (Península, 2001), de Jason Elliot. Ambos están desgraciadamente descatalogados en castellano.

El Afganistán de los talibanes, que trataban de arrastrar al país a los primeros tiempos del islam, despertó también una fascinación en Occidente, que se trasladó a la ficción. Novelas escritas por escritores afganos exiliados se convirtieron en éxitos de ventas: Cometas en el cielo (Salamandra, 2008) y Mil soles espléndidos (Salamandra, 2007), del refugiado en Estados Unidos Khaled Hosseini, y La piedra de la paciencia (Siruela, 2009), con la que Atiq Rahimi ganó en 2008 el premio Gouncourt, el más prestigioso de Francia. Ambos están centrados en el sufrimiento de las mujeres bajo los talibanes.



Firma en Doha del acuerdo de paz, el pasado sábado.