Abelardo y Eloísa, entre la pasión y la gracia

Las cartas de los enamorados medievales son un ejemplo de la tensión esencial, nunca resuelta, entre lógica y poesía. Un magnetismo que hace posible la erótica del conocimiento, el vaivén incesante entre el amor platónico y el aristotélico

La construcción de las primeras catedrales góticas coincide con el auge de la dialéctica medieval. Los altos vuelos de la lógica se confunden con los de la arquitectura. Las cosas del mundo natural no interesan en cuanto cosas, sino en cuanto signos o símbolos que anuncian otra cosa. Pierre Abélard (1079-1142) tiene mucho que ver en ello, convierte la lógica una disciplina autónoma, sin referencia a la teología o a las ciencias naturales (en su época insignificantes). No todos sus coetáneos estiman el proyecto de una ciencia abstracta. Bernard de Clairvaux piensa que entorpece el amor a lo divino. Roger Bacon va más allá. La lógica es inútil y no debe perderse el tiempo estudiándola (mientras que la alquimia, rechazada por Avicena, le resulta de sumo interés). Unos siglos antes, un contemporáneo de Porfirio y experto en lógica, el budista Nagarjuna, se dedicará pacientemente a su desarticulación. Sólo desde el conocimiento profundo de la lógica se puede renunciar a ella. La lógica, como iniciación y propedéutica, es el asunto central del joven Wittgenstein (discípulo de Frege y Russell, cuyas carreras deben mucho a Abelardo). Ese descarte no está exento de razones humanitarias. La dialéctica es una lanza, un arma arrojadiza y, la lógica, una variante sofisticada de los enredos del lenguaje. ¿Puede hacer Dios todopoderoso una piedra que no pueda levantar? ¿Tiene sentido la frase "todo lo que digo es mentira?". Los enredos se multiplican: "Tienes lo que no has perdido. No has perdido los cuernos, luego tienes cuernos". "Ratón es una palabra. Una palabra no roe queso. Luego el ratón no roe queso". Simples temas de discusión para el entrenamiento dialéctico. Ahora bien, hasta el filósofo más avezado puede enredarse con estas paradojas. El más célebre tratado lógico-filosófico del siglo XX concluye con un carpetazo: "De lo que no se puede hablar, mejor callarse". ¿Quién es más inteligente, el que confía en la lógica o el que desconfía de ella? Una forma de liberarse de su influjo es conocerla a fondo y, una vez conocida, mantener con ella una distancia irónica. La vida misma es paralógica.

Abelardo es una de las figuras más brillantes del siglo XII. Nace en la pequeña Bretaña, cerca de Nantes. Hijo primogénito de un noble caballero de armas, está dotado para las batallas de la inteligencia, en un momento en el que la dialéctica florece en las escuelas catedralicias que rodean París. Tiene, como Goethe, un éxito temprano, lo que complica su destino. Lleno de vanidad y arrogancia, se enfrenta a sus maestros, Guillermo de Campeaux y Anselmo de Laón. Ambos caen derrotados ante su elocuencia precisa y cortante. Llega a creerse "el único filósofo". Nos lo cuenta él mismo en la Historia de mis desdichas: "Me vi obligado a rechazar algunas de sus proposiciones... y me parecía que era superior a ellos en la disputa". Con el primero debate sobre un problema que entretendrá a los escolásticos durante siglos, el problema de los universales (que hoy revive en los algoritmos). Abelardo sale victorioso y obliga a capitular a su maestro, arruina su fama y se lleva a sus estudiantes. Invencible en las disputas, se convierte en el ídolo de los estudiantes. Elegante, altivo y distante, los ciudadanos de París se detienen a su paso. Pese a la riqueza y la fama, se mantiene alejado de Eros. "Evité el trato de las mujeres nobles y la inmundicia de las prostitutas". Concentrado en el estudio, le falta saber mundano. No por mucho tiempo. El profesor inexperto se convertirá en arquetipo del poeta trovadoresco. Las canciones sobre sus amores con una alumna tímida y deseosa de aprender, se escucharán por todo París.


La tumba de Eloísa y Abelardo, en el cementerio parisino de Père Lachaise.

Una historia desdichada

La vida de Abelardo la cuenta él mismo en una carta a un amigo desconocido titulada Historia Calamitatum. De joven renuncia a las armas y a la progenitura y se marcha a París a estudiar dialéctica con Guillermo Champeaux. Seguro de sí y no sin cierta arrogancia, lo desafía y se gana su enemistad. Según su propio testimonio, con sus argumentos le obliga a abandonar la posición realista (platónica) que mantiene respecto a los universales. No sólo lo derrota en la contienda dialéctica, sino que le roba los estudiantes y funda su propia escuela. Tras su éxito con la retórica y la dialéctica, ambicioso, prueba con la teología. Desafía al ilustre teólogo Alselmo de Laón, que "dominaba admirablemente la palabra, pero su contenido era despreciable y carecía de razones".

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