75 años de mutaciones culturales tras Hiroshima

La brutal explosión de las bombas atómicas está detrás de trabajos de David Lynch, Kramer, Kubrick, Keiji Nakazawa o J G Bllard

Hace 75 años, la luz cambió de significado, abriendo una nueva era que democratizaría inéditas formas de pesadilla e irradiaría de manera irreversible el paisaje de la cultura. La caída de las bombas atómicas Little Boy y Fat Man sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki los días 6 y 9 de agosto de 1945 marcó el final de la Segunda Guerra Mundial, fundiendo el lenguaje triunfal de la victoria aliada con un debate ético irresoluble. La tragedia engendró persistentes mutaciones de la imaginación concebidas para lidiar con lo que parecía estar más allá de toda representación, en un contexto internacional que acababa de enfrentarse a otro agujero negro insondable: el Holocausto nazi. Hiroshima y Nagasaki marcaron el fin de una inocencia occidental que siempre había sido pura construcción.

Años más tarde, un artista como David Lynch marcaría el momento de la caída en una fecha ligeramente anterior: concretamente, el 16 de julio de 1945, día de la prueba Trinity, primera detonación de una bomba nuclear por parte del gobierno de los Estados Unidos en el campo de Arenas Blancas, en Nuevo México. En la octava entrega de la revolucionaria tercera temporada de Twin Peaks, la explosión marcaba un avasallador punto de cesura en el desarrollo de la serie, llevándose por delante todas las convenciones narrativas del medio, al dilatar, durante largos, hipnóticos minutos, un experimento de televisión no figurativa que, al ritmo de las disonancias del Treno a las víctimas de Hiroshima de Krzysztof Penderecki y con más de un explícito eco del Crossroads (1976) de Bruce Conner, establecía intuitivos vínculos con ese informalismo pictórico que, en la época, había intentado levantar testimonio plástico de un mundo que había perdido cohesión y sentido.




Fotograma de ‘El imperio del sol’ (1987), de Steven Spielberg.


“La luz perlada que quedó suspendida sobre [el campo de prisioneros de] Lunghua me recordaría para siempre el milagro salvador de Hiroshima y Nagasaki”, escribiría con provocadora sinceridad J. G. Ballard en su autobiográfica La bondad de las mujeres (1991). Para el escritor británico, cuya infancia se vio marcada por su internamiento en Lunghua bajo el poder disciplinario del ejército japonés, la luz de la bomba tuvo algo de epifanía religiosa, como sabría entender Steven Spielberg en su notable adaptación de El imperio del sol.

Propuestas expositivas como Bajo la bomba. El jazz de la guerra de imágenes transatlántica. 1946-1956, inaugurada en el Macba en 2007, o Lo nunca visto. De la pintura informalista al fotolibro de posguerra [1945-1965], que presentó la Fundación Juan March en 2016, ahondaron en las implicaciones de la guerra cultural que se desarrolló tras esa victoria aliada inseparable de su carga de culpa. 

Al tiempo que emergía la Guerra Fría se desarrollaba un pulso entre Estados Unidos y Europa para conquistar el liderazgo cultural, al tiempo que se emprendía una indagación estilística en busca de la expresión idónea para reflejar esa angustia y ese vacío que dejó la bomba tras de sí.

¿Hay alguna obra o algún testimonio fotográfico capaz de medirse con la silueta de una víctima de Hiroshima o Nagasaki?

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