La Bestia: Infernal travesía

Autobuses que incumplen el destino prometido, policías que violentan a las mujeres, el atroz negocio de la rapiña.

Ciudad de México

La vida de un migrante desde que sale de su país con los fardos a cuestas es como un videojuego cruel donde cada pantalla va siendo más dificultosa. Primero será el dinero, conseguir lo suficiente para agarrar a los hijos y cerrar la puerta; después las caminatas, las fronteras con los guardas corruptos, las extorsiones, la selva del Darién llena de muertos y de peligros. Guatemala añade a la pantalla más chantajes y violaciones. Un trato de perros en Panamá, tuberculosis en Costa Rica, fiebres y vómitos en los campamentos internacionales. Y México. El territorio de más de 3.000 kilómetros de sur a norte jalonado de trampas es la etapa final hasta Estados Unidos, un infierno que muchos no repetirían jamás. Autobuses que incumplen el destino prometido, policías que violentan a las mujeres, un suculento negocio del que participan muchos para quedarse con la poca plata que llevan los más pobres. El frío, el calor, las persecuciones de la Migra entre matas espinosas, la falta de agua... Y la Bestia, el tren que mutila los sueños.

La última etapa del videojuego, como manda la competición, suma el cansancio acumulado, al hambre y la miseria, las heridas que desuellan los pies y las imágenes que quedan atrapadas en lo más oscuro de la mente para nunca más verlas. México es una pantalla insalvable para muchos. Inserte otra moneda, les pide la máquina. Y otra más. Cuando ya se ha llegado al norte, una mala jugada les devuelve al sur, otra vez a empezar. Inserte monedas. En el camino a la frontera del bienestar, México, lleno también de pobres que quieren sacar su tajada, multiplica las penurias. Después estará el río Bravo, la última prueba para valientes que no saben nadar.

EL RÍO BRAVO

El día 11 de octubre, como tantos otros, una decena de migrantes estuvo a punto de ahogarse a la vista de todos. Algunos perdían pie con sus hijos a hombros, chapoteaban, cada cuerpo se hundía por un lado, la espuma blanca de los manotazos era la última señal del drama presentido. El agua era un remolino de miembros desesperados. Los gritos de angustia cruzaban como un eco de una orilla a otra apuñalando el sosiego de una tarde soleada. Inmóviles contra una corriente mansa, los migrantes se mordían las manos mirando cómo el río engullía a sus compañeros. Los agentes estadounidenses evitaron el peor de los noticieros: lanzaron amarras con flotadores para los que perdían la partida acariciando la orilla; los que fueron arrastrados río adentro tragaban agua mientras se acercaban las barcazas salvavidas de los gringos con un elegante zigzag deportivo. Unos brazos rescataban los cuerpos exhaustos de la pelea y los depositaban a bordo. Nuevos gritos conducían las lanchas a otro destino. La bucólica tarde entre juncos se convirtió en batalla.

LOS ABUSOS

Isabel Turcios, monja salvadoreña encargada de la casa del Migrante Frontera Digna, en Piedras Negras (Coahuila), se agarra con rabia los faldones del hábito marrón, los puños cerrados agitan la ropa con nervio flamenco. Se cachetea los muslos con furia: "¡Así manosean a las mujeres, así se lo dije al jefe de la policía: si usted ha dado indicaciones a los agentes para que cesen los abusos, esas indicaciones no están llegando. Roban, golpean, la policía es la que peor los trata!". Esta es la primera verdad de México, que ya se ha repetido en el resto del mapa centroamericano. La policía no tiene potestad para enfrentar a los migrantes, de eso deben encargarse exclusivamente los agentes especializados, la terrible Migra. Pero no hay uniformado de cualquier color que no extorsione, amenace, golpee o abuse. El abogado César Barranco dirá lo mismo en el albergue para migrantes de Saltillo, el que hizo famoso el obispo Raúl Vera. "Las policías municipales se involucran y los dejan varados en cualquier parte. Las autoridades dan el pitazo y hay una colusión entre el narco y los transportes que toman, levantan retenes y los extorsionan, los roban, imponen su autoridad con violencia física o sexual. Hasta se han creado corporaciones de seguridad no policiales que se hacen pasar por grupos humanitarios", denuncia Barranco desde Coahuila.

Dice el guatemalteco Jerson David Morales, albañil de 38 años: "Un policía me puso el cuchillo y hasta me bajó los pantalones. Entre Matehuala y Saltillo detuvieron el autobús y se subió el policía. A todos les sacó plata".

Unos llevaban niños, otros muletas, algunos heridas frescas, todos querían alcanzar el alambre de espinos arriba del terraplén que encierra el cauce. Jason, un negro de físico imponente que sabía nadar iba y venía donde se desataba la emergencia. Exhausto, se sentó en la orilla estadounidense, su novia aún no había cruzado. "¡Jason, descansa, no hay prisa, espera un poco, Jason, descansa!", gritaba la muchacha con medio cuerpo sumergido. En la parte mexicana, el grupo de unas 200 personas que lo intentó aquella tarde inició el cruce como manda la experiencia, todos agarrados de la mano en cadena. Y así hubiera sido más fácil, pero los nervios hacen estragos, unos se sueltan, los otros se pierden a la deriva asidos a las bolsas negras que han hinchado para mantenerse en superficie. Están prohibidos los flotadores, es delito, igual que arrastrar una soga hasta el lado contrario de la que puedan agarrarse todos y vadear con cuidado: también es delito. Y hay que llegar a Estados Unidos con el expediente limpio para no ser deportados.

Los abusos

En el albergue de Saltillo, la venezolana Catherine Morillo, de 33 años, jerarquiza los niveles del infierno. Primero, el tren; más peligrosa aún, la selva, y nada se compara con México: "En este país cualquiera te hace daño, hay que saber dónde llegar. Se aprovechan. En Guadalajara, unos hombres me ofrecieron un empleo, pero supe que ellos trabajaban para lo Malo. Tenían dobles intenciones, lo que querían era que yo me prostituyera, les seguí la corriente, dije que sí y escapé; luego mandaron mensajes, que tenían nuestros datos, decían, que nos iban a matar. Dios nos libra de todo. Borré los mensajes, los bloqueé".

Los centenares de miles de migrantes que cada año cruzan México desde Venezuela, Colombia, Ecuador, Honduras, Guatemala, son una hilera de hormigas que atraviesa el mapa siguiendo las vías del tren de don Germán Larrea, la segunda fortuna de México, propietario de los ferrocarriles de mercancías del Grupo México, Ferromex. Cuando un obstáculo legal o físico se pone en su camino, la fila humana tuerce su ruta. El viaje en autobús fue una de las puertas que se cerraron en 2022 con una disposición oficial que exigía al viajero un documento migratorio, "un requisito ilegal que restringe la libertad de tránsito", asegura el abogado Barranco. Aquella treta administrativa los abocó a la irregularidad de un transporte pirata, falso y corrupto, que les da vueltas en redondo y les deja en el mismo lugar, cuando no son conducidos a la boca del lobo de las deportaciones. Otra vez en la casilla de salida. Inserte monedas.

En uno de esos autobuses viajaba el venezolano Santiago Meléndez, informático de 37 años, que el 11 de octubre llega arrastrando su pierna infectada hasta el albergue de Piedras Negras. La herida fue en Oaxaca. La camioneta volcó y dejó sobre el asfalto 18 muertos y decenas de heridos. Los demás corrieron en la oscuridad de la noche. La estampa es clásica en México. "Los autobuses son mafias, te piden cantidades exorbitantes y te dan un giro para dejarte prácticamente en el mismo sitio. El 6 de octubre, el nuestro llevaba exceso de velocidad y varias personas iban de pie. El vehículo dio varias vueltas, había muertos por todos lados, gente llorando, niños... Reventamos el vidrio y salimos. Corrí para esconderme y tomé otro bus más tarde, bus tras bus tras bus. El chófer tomaba videos a los chinos, a veces nos bajaban y volvían a pedirnos dinero para seguir el trayecto, algunos iban uniformados de negro...". Recuerda sentado en una silla en el albergue cuahuilense. No quiere mirar a la cámara y su vista se pierde contra la pared. Un grillo le trepa por la pierna desnuda y lo aparta casi con delicadeza, sin mirar qué cosa es la que sube. No hay espanto. Qué es un grillo para quien ha visto la muerte cada día.

El tren

A su paso por Huehuetoca, en el muy peligroso Estado de México, los migrantes ven llegar un coche blanco y huyen por los barrancos que flanquean la vía del tren buscando el cobijo del bosque. A ese lugar le llaman El basurero y los vehículos de la Migra que patrullan la zona les ponen en alerta. A un lado se descargan toneladas de basuras y los pepenadores se afanan entre ellas seleccionando los desechos. Un árbol reúne decenas de aves blancas que levantan el vuelo sobre las vías. La mañana está gris y mojada. Los migrantes descubren que son periodistas quienes vienen en su busca y van saliendo de sus escondrijos entre la maleza. Se tapan de la lluvia con bolsas de plástico, los zapatos rotos de tantos kilómetros, la ropa percudida. Esperan el silbido del tren para abordarlo en marcha.

La llovizna lo ha dejado todo resbaladizo. Los estribos y las barras donde agarrarse a la Bestia también lo estarán. Richard, que fue oficial de policía en Venezuela, y sus tres amigos agradecen un cigarrillo. El silencio se espesa con el ruido de la locomotora que acaba de salir, su velocidad no puede ser mucha. Como en un ritual taurino, los jóvenes se atan las zapatillas a conciencia. Se embadurnan las manos con tierra seca. En unos segundos van a jugarse la vida. A lo lejos, balan las ovejas de un pastor. Cuando se acerca la máquina hacen señas con la mano para que baje la velocidad. El maquinista es ahora el dios al que se encomiendan, pero el tren no reduce. Saltar se antoja demasiado peligroso, más con chancletas de plástico como lleva alguno, y los vagones siguen su marcha. En la gravilla de los raíles queda el grupo de muchachos, en silencio, esperando otra ocasión. Quietos, desazonados bajo la lluvia. Se van camino adelante avergonzados de la hazaña que no fue.

Días después y kilómetros más adelante, en Huichapan (Hidalgo) a los pies de otro albergue del camino, decenas de migrantes volverán a subir al tren detenido. Es más fácil, pero no está exento de peligro. Tres mujeres caerán de él con la embestida del arranque. A una, la Bestia le amputará una mano, a otra, las dos piernas. Es el pan de cada día, cientos de mutilados y muertos bajo las ruedas metálicas del ferrocarril.

El 19 de septiembre, el grupo Ferromex de don Germán Larrea inmovilizó 60 trenes harto de los migrantes que se subían a ellos como bandadas de estorninos y de las noticias de muertes y mutilaciones. Las continuas olas migratorias experimentaban esos días una crecida de tsunami. Con los autobuses en manos de las mafias, el tren se ha convertido en una opción más segura y rápida para ir pasando de pantalla. De Huehuetoca a Huichapán, de ahí a Querétaro, San Luis, Monterrey, Torreón y Piedras Negras. O quizá Torreón, Chihuahua y Ciudad Juárez. Nada es sencillo ni aparta el peligro. Con suerte, el trayecto es continuo y no hay que huir de la Migra en cada estación, ni de los delincuentes que frenan el tren para robar mercancías o poner precio a la vida de los migrantes.

Meléndez sigue con la cara hacia la pared y la mirada fija en ningún sitio. Pasó 16 horas subido a los vagones. No hay que dormirse, eso sería fatal. El frío se ha quedado en su mente como la marca de herraje en la piel del ganado. "Nada de hambre, ya no piensas ni en comer, solo hay nervios, tristeza, no me da ni hambre", dice en el albergue de Piedras Negras, a unos metros del río Bravo, su última etapa. En el mismo patio donde todos esperan la salida final hacia la frontera líquida con Estados Unidos, Jaqueline Rodríguez reposa unos minutos con sus dos hijas adolescentes. "Se puede, da miedo, pero se puede", dice. "Lo que pasa es que los jóvenes se bajan, se suben, no se agarran bien". Su temor eran las niñas, "tanto que se escucha por ahí". Ella fue dentro de los vagones, pero siempre con el miedo de que los malhechores entren a robar. Se avisan unos a otros, esconden a las muchachas más jóvenes. Los secuestros ocurren con frecuencia. Quienes pasan por esa experiencia llegan traumados a los albergues.

Jhon Márquez, de 33 años, arribó en La cervecera, la parada clave de Piedras Negras, saltó del tren sobre un charquito de lluvia donde se escondía un cristal que se le clavó en el pie. En Venezuela ha dejado a su esposa, un hijo de cuatro años, su madre, los hermanos. En sus ojos rojos, quizá de llorar, quizá del frío, se guarda para siempre la indeseable aventura del tren, escondido, bajo las chatarras, de unos mexicanos que entraron al asalto; y los muertos y ahogados del Darién. No quiere decir mucho más. El médico cubano que le ha curado el pie en el albergue está también a la espera de cruzar a Estados Unidos.

LOS ALBERGUES

La inestabilidad política y la violencia tiene un nuevo capítulo cada día en cualquier país latinoamericano. Si tiempo atrás eran salvadoreños, hondureños y guatemaltecos quienes se aventuraban hacia Estados Unidos, hoy son cientos de miles los venezolanos que también lo intentan. Si hace años eran hombres jóvenes, ahora son familias enteras las que huyen de los tormentos y la pobreza de sus naciones. "Hace un mes que cambió el fenómeno de nuevo", decía el pasado noviembre el regente del albergue de Huichapan, Juan Luis González Estrada, un laico comprometido de los oblatos de San José Marello. "Recibíamos al día ocho, 15, 20 migrantes. Ahora son cerca de 800 al mes. Cuando Ferromex detuvo sus trenes en protesta, veíamos pasar a diario en los vagones más de 1.000 personas, quizá 2.000. Llevo en esto 12 años y todavía me impresiona. El año pasado atendimos en el albergue a 11.000 gentes".

Y en los albergues, qué poquito tienen. Escasean el arroz, los frijoles, las papas y las cebollas. De carne ni hablar, los niños se pasan sin comer proteínas durante días. Se amontonan felices en el reparto de galletas, que los adultos miran con envidia. Juegan en el patio mientras sus padres aguzan el oído al pitido del tren. Unos esperan, otros siguen llegando, agotados y sucios, heridos. Las llamadas en la puerta de hierro no dejan de sonar. Entran y se meten a las duchas entre bromas, la meta está cada día más cerca. Algunos dormitan, otros cuentan el horror. "¿Es que no son humanos?", se preguntan sobre las extorsiones en el camino. Alegres también, mujeres y hombres se emplean en la cocina al aire libre, siempre hay grupos de recién llegados que necesitan un plato caliente. El albergue de Huichapan vive de las donaciones. Y existe porque una mujer, doña Inés, que pastoreaba su ganado por esos parajes cercanos a la vía férrea se encontraba cada día con migrantes muertos de sed. Les daba agua, observaba la desgracia de cerca. Y un día donó una parte del terreno para construir unas precarias instalaciones que se fueron dotando de mejor acomodo con el tiempo. Literas, bolsas de ropa, un consultorio médico sin médico, la cocina y las duchas, el comedor y la despensa. En un territorio despoblado, el viento silba por las noches y los centroamericanos se quejan del frío. A la espera de la Bestia.

La migración es uno de los grandes negocios de este siglo. Se lucran los coyotes, los choferes piratas, la policía, el crimen organizado, incluso el comercio de dónde salen toneladas de alimentos para saciar el hambre de cientos de miles de desarrapados que cruzan sin nada por el mundo que todo lo tiene. En estos países dejarán la poca plata con la que partieron y aún tendrán que llamar para que les ingresen algo más si no quieren quedarse en medio del camino. Inserte moneda, dirá la máquina occidental que devora la miseria.

En el río Bravo, a su paso por Piedras Negras, la orilla es un hermoso parque por el que pasean los vecinos. Sentados en un banco, observan a una joven pareja, ella embarazada, atravesando la corriente mansa. El agua apenas sobrepasa sus rodillas, van lentos, la tarde está quieta, muriendo ya. Al otro lado está el terraplén coronado de espinas y las torretas de vigilancia estadounidenses. Cuando alcanzan la orilla siguen entre juncos y breñas salvajes buscando el agujero por donde entrar al nuevo mundo. Algún lugareño les da indicaciones a voces desde el lado mexicano. "Más allá, más allá, sigan, sigan". Los habitantes están acostumbrados a este juego cruel al que someten a la migración, los observan como quien mira en la televisión una regata por el río, en una tarde bobalicona de domingo. Con solidaridad o con indiferencia, el paisaje ya es conocido. Por fin, la pareja encuentra el acceso y se entrega a las autoridades. El destino es todavía incierto.

Un día, la hija adolescente de los venezolanos Carlos y Emily, que quiere ser médica, quizá aparezca en los diarios como aquella que descubrió una vacuna, o dará entrevistas desde su papel de afamada escritora en las que contará cómo llegó mojada a los Estados Unidos y construyó su futuro. Los niños de los albergues quizá logren ser astronautas, abogados o presidentes en la Casa Blanca. Recordarán entonces que hay una infernal travesía que nadie debe olvidar. Pero, a buen seguro, cuando eso ocurra, otros miles de niños como ellos seguirán todavía cruzando el río y subiendo a un tren.