Evocan al 'Santo Patrono de los Libreros'

Don Enrique Fuentes, fallecido el 8 de marzo a los 80 años, se puso al timón de la mítica Librería Madero cuando tenía 48, como si para ello hubiera obrado, poco a poco y a lo largo de su vida

Don Enrique Fuentes Castilla, fallecido el pasado 8 de marzo a los 80 años, se puso al timón de la mítica Librería Madero cuando tenía 48, como si para ello hubiera obrado, poco a poco y a lo largo de su vida, una fuerza cuya enunciación está en desuso: el destino.

Aquí, la metáfora naval de quien asume el control de un barco no es gratuita, pues en algún punto de su vida pasó largas temporadas en altamar como marino, en anticipación de la que sería su ocupación última y decisiva.

Quizá, como escribió su amigo Adolfo Castañón en un artículo para Letras Libres, Don Enrique, como todos quienes lo conocieron solían llamarle, jamás dejó del todo las artes marítimas: "El librero es como un pescador que vive y sueña de cara al mar de los libros".

Además de marino, fue niño seminarista, participante en el movimiento estudiantil del 68, estudiante de sociología, trabajador en la Central de Abastos, dueño de un expendio de café y gerente comercial de una aerolínea, con este último trabajo como una gran forma para alimentar su pasión por los viajes.

Cada uno de esos empleos, oficios y ocupaciones lo fueron preparando para convertirse, ahora se sabe, en uno de los libreros más emblemáticos de la Ciudad de México, uno que podía hablar de todo porque lo había hecho de todo.

"En realidad fue un hombre multifacético. Hizo muchísimas cosas distintas en la vida", recuerda la editora Andrea Fuentes, su hija. "Hizo miles de cosas que yo creo que, en realidad, son una evidencia de su multiplicidad de saberes".

Uno de los nietos de Don Enrique, sobrino de Andrea, así lo pone tras la muerte del librero: "Para mí es muy difícil no encontrármelo en todo, porque siempre está en todo".

A lo que Andrea agrega: "En lo único donde no está es en el celular, porque eso sí lo odiaba".

Nacido en Saltillo, Coahuila, el 30 de marzo de 1940, Don Enrique provenía de una familia de terratenientes y políticos del norte del País cuya finca de 500 hectáreas fue repartida tras la Revolución.

A diferencia de algunos de sus hermanos, que veían con resentimiento el despojo de las tierras de su apellido, él solía defender la redistribución de la riqueza con un sencillo "Bueno, fue lo justo, ¿no?".

Algo de eso había en su amor por las ideas, y no estrictamente por los centavos, que prodigó a miles de clientes en las dos encarnaciones de la Madero en el Centro Histórico, primero en Madero 12, y después, ya como la Antigua Madero, en Isabel La Católica 97.

"Mucha gente le decía: 'Oye, ¿y no te roban libros?', 'Oye, mira a ese chavo...', entonces mi padre siempre respondía: 'Ese chavo es un estudiante, que se lo lleve'. Tenía esa claridad de decir: 'Lo va a leer y le va a aprovechar y le va a cambiar la vida'", cuenta su hija.

Contrario a muchos libreros de la Capital, que provienen de familias dedicadas al oficio por generaciones, Don Enrique comenzó a aprender el suyo en la privilegiada biblioteca privada de su tío Pablo Pérez y Fuentes.

"Decía que aprendió con él, porque mi tío lo ponía a ayudarlo de chiquito; le decía: 'Súbete ahí en la escalera, bájame tal libro'; 'a ver, mira, te voy a mostrar éste, que es un título de poesía, y éste es un libro de historia'.

"Conversando con él surgió una pasión, creo que, en el caso de mi padre, por el conocimiento; también por el objeto: esa biblioteca con escaleras, donde subía y bajaba ejemplares encuadernados en piel, qué sé yo", pondera Andrea.

A los 48 años, con todos sus empleos tras de sí, decidió hacerse cargo de una institución cultural de la Ciudad, fundada en 1951 por Tomás Espresate, editor y político español exiliado en México.

"La Librería Madero, desde que fue fundada por Don Tomás, siempre había sido uno de los sitios más emblemáticos, no sólo porque en su momento distribuían muchísimos textos que no estaban todavía muy permitidos, porque venían huyendo de la Guerra Civil, sino porque empezó a generar tertulias literarias con muchos personajes, como León Felipe", relata su hija.

El establecimiento, famoso también por sus legendarias ediciones de regalo al cuidado editorial de Vicente Rojo, ideadas por Ana María Cama, así como por ser la sede de la Imprenta Madero y cuna de Editorial Era, necesitaba, sin embargo, un rescate.

"En ese momento, cuando mi padre la adquiere, estaba llena de basura.

"Era una polvareda, llena de libros de muy mala calidad. Él siempre dijo: 'Bueno, había más basura que otra cosa', y, básicamente, lo que él decide hacer en ese momento fue limpiar, ordenar y darle un perfil".

El perfil ha quedado impreso, de manera célebre, en la declaración de intenciones del lugar: Historia, Arte y Antropología de México.

Por esto mismo, Don Enrique jamás se consideró a sí mismo un librero de viejo, sino un anticuario.

"Lo que él decide es no ser una librería de viejo, sino una librería de antiguo. ¿Cuál es la diferencia? Una librería de viejo es todo de todos los libros viejos que se revenden de muchas índoles, y él decidió hacer, yo le llamaría, una especie de curaduría del libro, de ciertas temáticas, que sean ejemplares cuidados; que si estaban descuidados, que los recuperara".

Los investigadores, por ejemplo, lo idolatraban, puesto que una visita a la Antigua Madero significaba ahorrarse horas y horas de rastreo bibliográfico; llegaban pidiendo un libro y regresaban a casa con una lista robusta de material de estudio.

"Salían de ahí las investigadoras, los investigadores, con un corpus como si se hubieran ahorrado mucho tiempo de investigación en bibliotecas gracias a esos saberes en los que se fue especializando mi padre por su propia creación, porque eran saberes que a él le interesaban simplemente por el gusto de saberlos", cuenta Andrea.

Don Enrique, quien se jactaba -con evidencia- de que podía saber qué ejemplar ofrecer a los visitantes de su librería con sólo escuchar su conversación, echaba mano de una memoria de elefante que le permitía recordar cualquier conversación en la que se hiciera referencia a un libro en específico.

"Era un don y un ejercicio que se planteaba siempre hacer, como anotar mentalmente. Él siempre decía que la mente es una cajita y que había que tener mucho cuidado con lo que uno ponía en ella".

Como buen marinero, sabía echar redes en el mar y atraer hacia sí el libro adecuado, a través del uso experto de lo que, eruditamente, nombró "las redes ocultas del libro".

"Él decía: 'Claro, somos una red infinita de muchas personas: los que venden libros en el suelo en la Lagunilla, en Santa Cruz Meyehualco, las personas que se deshacen de bibliotecas.

"Hablaba de las redes ocultas del libro porque, justamente, en lo que él intervenía era en ese proceso de decir: 'Una vez que un libro se publica y sale al aire y empieza a pasar el tiempo y los años, es cómo circula, a dónde va ese cuerpo-objeto del libro, a dónde va a caer, quién lo tiene, quién se lo regala a quién, a quién ya no le interesa", explica la editora.

Esta generosidad, según algunos de sus colegas, lo llevó a ser conocido como el "Santo Patrono de los Libreros", ya que una solicitud de un ejemplar a Don Enrique podía derivar en una búsqueda de meses por todos los rincones donde se vende un libro en la Ciudad.

Por ahora, su familia todavía no decide qué ocurrirá con la Antigua Madero, una joya cultural de la ciudad cuya historia ya está irreversiblemente ligada a su librero.

"La verdad es que es muy difícil imaginar la librería sin mi padre", reflexiona Andrea, con una mezcla de orgullo y tristeza.

 A Don Enrique, recuerdan quienes lo conocieron, le gustaba citar la versión corta de una frase de Terenciano Mauro: "Habent sua fata libelli"; "Los libros adquieren el destino de sus lectores".

 Y es que el propietario de la mítica Madero y la Antigua Madero fue precisamente eso: un forjador de destinos para los miles de libros que encontraban, con su tacto y sabiduría, a los lectores adecuados.

 La Ciudad de México ha perdido a uno de sus más grandes libreros, que así lo fue porque lo dictaba el destino, y a uno de sus marinos y pescadores de libros más entrañables.

 

Homenaje en vida

La Caja de Cerillos, editorial fundada por Andrea, realizó un homenaje en vida a Don Enrique al publicar el libro Antigua Madero Librería: el arte de un oficio.

Con textos del librero, de Castañón y Jorge F. Hernández, el volumen repasa la prodigiosa historia de la Librería Madero y de la Antigua Madero.

Hay también ahí una evocación de nombres de algunos de sus clientes y amigos, como los de Hugh Thomas, Vicente Leñero, Pedro Ángel Palou, Vicente Quirarte, Verónica Murguía y Myriam Moscona.