Cuando sentenciaron a Felipa de Jesús Segundo a 50 años por homicidio tuvo que acercarse a su hija al terminar la audiencia para preguntarle qué había pasado. “Culpable por homicidio, mamá”, le dijo Teresa, reconvertida en una intérprete improvisada. Felipa, indígena mazahua de 60 años, se enteró hace unos meses de su condena después de estar entre rejas desde 2017. Entró en el penal de Almoloya de Juárez (Estado de México) a tientas: sin hablar español y sin acceso a un traductor. Cuando conoció el fallo, no dio crédito. A ella, que la golpearon sus vecinos hasta dejarla malherida, se le acusó por un asesinato que no cometió.
De Jesús no está sola. Su caso es una gota de agua en el mar de injusticias del sistema penal mexicano, que Gerardo Martínez, del Centro Profesional Indígena de Asesoría, Defensa y Traducción, califica sin lugar para eufemismos: “Es racismo institucional”. Las cifras son solo una ventana que deja ver lo peor de un problema endémico. En México, 7.011 personas de pueblos originarios están en prisión. El 85,2% de ellas (casi 6.000) no tuvo acceso a un intérprete. Tres de cada 10 están encarceladas sin sentencia —que en el mejor de los casos llegará en unos seis años— según los datos del Instituto Nacional de Geografía y Estadística (Inegi) y de la Secretaría de Seguridad.
Todos los procesos son diferentes. Pero hay patrones que dejan claro que cuando se trata de la población indígena, las decisiones suelen ser igual de arbitrarias. De acuerdo con la Encuesta Nacional de Personas Privadas de Libertad de 2016, el 99% de estos detenidos termina en prisión preventiva. Es decir, que prácticamente todos los indígenas arrestados pasan su proceso en la cárcel sin ser sentenciados. Asociaciones como Asílegal han documentado casos de hasta 20 años sin condena. José Luis Gutiérrez, director general de la organización, es tajante: “Lo que esperan las autoridades es que ellos aprendan español para acelerar el proceso”.
Pedro Gatica aprendió castellano entre rejas. Fue detenido en 1999, señalado por homicidio cuando tenía 16 años. El juez lo absolvió 12 años después. Para él siempre fue utópico que alguien se le acercara para traducirle todo durante su proceso. Actualmente, solo hay 662 intérpretes de lenguas indígenas certificados: uno por cada 10 reos.
María López Guzmán, de la Organización de Traductores, Intérpretes Interculturales y Gestores en Lenguas Indígenas (Otigli), se queja de que no existen condiciones dignas para los intérpretes: “Nosotros también vivimos episodios racistas. Hay jueces que no nos creen cuando hacemos una interpretación. Y está claro que tampoco podemos vivir de esto”. Profesionales como ella suelen tener dos o más empleos para llegar a fin de mes. Por cada traducción cobran una media de cinco salarios mínimos —616 pesos, unos 31 dólares— en honorarios. Esto quiere decir que lo hacen como un trabajo externo, sin seguridad social y muchas veces reciben el dinero hasta un año después. En Otigli, por ejemplo, hay adeudos del Consejo de la Judicatura Federal (el órgano de Gobierno de los jueces) desde 2018.
La ley de amnistía, una decepción
Cuando el presidente Andrés Manuel López Obrador publicó el decreto de la ley de amnistía, las asociaciones de abogados defensores de derechos humanos creyeron que al fin llegaría la justicia. Más de un año después, la legislación ha quedado como papel mojado. La norma, anunciada por el mandatario con bombo y platillo como una medida de gracia, permitiría a los indígenas que llevaron su proceso sin un intérprete salir de prisión, si se trata de un delito menor. Pero hasta el momento ninguno lo ha logrado.
Las cinco asociaciones de derechos humanos consultadas para este reportaje coinciden en una cosa: la amnistía ha quedado en una innecesaria tela de araña burocrática. Según la norma, los interesados deben exponer su caso ante una Comisión que solo puede resolverlo cuando sesiona. De acuerdo con una investigación del periódico digital Animal Político, en más de un año, los comisionados han sesionado tres veces y, hasta el momento, solo cinco personas han sido amnistiadas desde que la norma entró en vigor (el 0,5% de las solicitudes).
Gerardo Martínez, del Centro Profesional Indígena de Asesoría, Defensa y Traducción, no contiene su enfado: “Era bastante prometedor. Estamos decepcionados, frustrados y desencantados”. Martínez espera desde hace más de medio año la resolución de amnistía de ocho de sus clientes, todos indígenas. Pero nadie le ha hecho acuse de recibo. José Luis Gutiérrez, de Asílegal, va más allá: “Ha sido una oportunidad perdida para que el Estado reconociera el grado de vulnerabilidad en el que ha sumergido a los indígenas”.
Teresa no tira la toalla con su madre. Pero cada día pierde un poco la fe. Con o sin amnistía, ella quiere volver a abrazar a Felipa, que con 60 años difícilmente podría cumplir su condena de medio siglo por homicidio. Su voz en el teléfono es un grito en el desierto que resuena en muchas otras familias como la suya: “Nosotros no pedimos nada. Lo único que queremos es que la justicia sea justa”.