El último viaje del señor Ngu

La ruta migratoria marítima del Pacífico se ha movido al norte de la frontera entre México y Guatemala. Miles de africanos pasan por estas tierras de bananeras y narcos, en su odisea a través de medio planeta para llegar a EUA

Tres cameruneses han muerto en México. Se ahogaron a 11.000 kilómetros de casa y a poco menos de 2.000 de su destino: Estados Unidos. Poco después de morir comenzaron a revelar verdades de dimensiones globales. Y no han parado desde entonces. Yo me encontré con su muerte casi por casualidad.

Recién había llegado a Tapachula, en el sureste mexicano, cuando supe que una lancha había volcado frente a las playas donde colindan los Estados de Chiapas y Oaxaca. A las 7.30 del 11 de octubre, un pescador observó ropas desperdigadas en una duna de playa desierta cerca de Puerto Arista, Chiapas, y alertó a rescatistas locales. Cuando llegaron, observaron un sendero de huellas que se extendía unos 400 metros tierra adentro. Allí encontraron el primer cuerpo, mal cubierto con hierba arrancada de raíz de esos montículos de arena.

La Marina mexicana y la Fiscalía de Chiapas llegaron poco después. Encontraron un documento de tránsito de Costa Rica, lo que sirvió para identificar al muerto: Emmanuel Cheo Ngu. 39 años. Procedente de Bamenda, Camerún.

De los arbustos que coronan las dunas emergieron ocho náufragos derrotados por el trauma del accidente, la sed y las picaduras de mosquitos y se entregaron a los agentes mexicanos. Siete hombres y una mujer. Cameruneses también. Fueron trasladados a un hospital cercano. “La mujer iba embarazada”, me contará dos días después Francisco Álvarez, uno de los rescatistas locales. “Todos venían ya muy golpeados”. Los coyotes los abandonaron.

Por la tarde, los pescadores encontraron otro cuerpo. Atabong Michael Atembe. 32 años. También de Camerún. El mar lo depositó casi en el mismo lugar: un pequeño banco de arena con espejos, casi espejismos de agua que dejan atrás las mareas altas; y dunas que al mediodía, contra el cielo azul, producen un paisaje del universo de Dalí.

Llegué allá tras media hora de viaje por la playa desierta, a bordo de una cuatrimoto conducida por un adolescente local que ofreció servir de guía.

Aún encontramos ropa tirada en la arena, única evidencia del naufragio. Apunté en mi libreta: un pantalón de mujer; dos vestidos; un calcetín café; una barra de jabón; un suéter; otro pantalón de mujer; una sandalia de plástico; un pantaloncito de niño junto a una camiseta negra de similar talla; una camiseta roja, de adulto; un paquete de Kotex; una bolsita de plástico llena de granos blancos como la sal gruesa, con indicaciones médicas en francés; un bote de jabón líquido; tres bragas: una roja, una rosada y una azul; un paquete de copos de algodón; un calcetín rosado; dos sostenes: uno negro y otro rosado; un par de bragas negras; un pantaloncito azul turquesa; dos jeans de talla infantil; una camiseta rosada junto a unos pantalones y una toalla del mismo color; un sostén malva; un par de jeans color ocre. Un suéter verde; una frazada con estampados de corazones en rojo y amarillo; una botella de plástico verde; una camiseta gris de niña y unos jeans volteados, rotos; una camiseta negra con estampados en blanco de la torre Eiffel; un jersey térmico infantil. Las autoridades mexicanas dijeron que todos los sobrevivientes son adultos. Pero esto fue lo que encontré.

El océano Pacífico escupió un tercer cuerpo en una playa cercana llamada Cachimbo, que pertenece ya a Oaxaca. Los pescadores lo encontraron al siguiente día. También un hombre. También camerunés.

¿Qué hacían allí, tan lejos de casa, unos africanos? ¿Dónde se habían embarcado?

Cuando llegué a Puerto Arista, llevaba un mes buscando la ruta marítima de los migrantes suponiendo que, si el Gobierno mexicano, que accedió a las presiones del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha reforzado la frontera sur con miles de agentes de la Guardia Nacional, la migración por la costa debía haberse incrementado. El naufragio de los cameruneses parecía confirmar que, efectivamente, había tráfico humano por el mar. Pero eso fue casi al final del viaje que inicié cuatro semanas antes, buscando lanchas en las costas de Guatemala. Allá lo que encontré fue otra cosa.


JOSÉ LUIS SANZ / JAVIER LAFUENTE

Ha sido ignorada por décadas. La franja de tierra que conecta México con Centroamérica no tiene la fotogenia de un muro, ni la leyenda que el cine y los medios estadounidenses han dado al río Bravo o los desiertos de Arizona. Se la ha tratado como una frontera latinoamericana más: desordenada, salvaje, porosa y silenciosa. Pero se trata de la línea divisoria que más personas cruzan cada día en el continente americano; una de las más transitadas del mundo. Es cruce obligado para los cientos de miles de centroamericanos que caminan hacia el norte. Más de 120.000 migrantes han sido detenidos en México cada año en el último lustro. Se estima que un 90% de la cocaína que llegará a Estados Unidos ha tocado en algún momento suelo centroamericano antes de burlar la frontera con México. Es una torpeza hablar de migración, de narcotráfico, de esta región entera, sin adentrarse en este límite.

Un conocimiento raquítico se cierne sobre dos fronteras separadas por unos 5.000 kilómetros. La lejanía de Estados Unidos agrava el desinterés por la línea del sur: una frontera remota que no se puede contar en ciudades, sino en aldeas, ejidos y caseríos; que no se relata en la voz de gobernadores, sino de alcaldes, líderes comunales, militares, campesinos y coyotes. Para entender esta línea hay que perderse en veredas de tierra.

Son 1.138 kilómetros delineados por el cauce del río Suchiate en su camino hacia el Oeste, al Pacífico; el Usumacinta que cruza la frontera entre Guatemala y México en busca del Golfo; y desdibujada por la selva guatemalteca a medida que busca el Caribe. Una frontera de orografía complicada y de difícil acceso en buena parte de su trazado. Algunos de sus municipios tienen su propio idioma y a veces sus propias leyes de silencio. Muchas de las comunidades más olvidadas – y agredidas – por el Estado guatemalteco, como los Queqchís o los Cakchiqueles, se refugiaron cada vez más en lo recóndito de esta frontera. Y otras poblaciones, como los menonitas de Belice, encontraron en el olvido de estas tierras el área perfecta para asentarse y construir una vida. En muchos de sus puntos, el Estado es un concepto difuso. Casi todas las políticas de seguridad de los sucesivos Gobiernos mexicanos en las últimas tres décadas han tenido como campo de operaciones este pedazo de tierra en el que Norteamérica se estrecha para convertirse en istmo, pero ni la implementación ni el fracaso de esas políticas mereció más atención que algunas frases sueltas. Hasta ahora, la frontera sur ha vivido y evolucionado alejada de los focos y las preguntas incómodas.

Las maniobras antimigratorias de Donald Trump han abierto una nueva etapa de protagonismo. Su presión para que México contenga de manera más agresiva el flujo de migrantes y su reciente acuerdo para que Guatemala se convierta en primer receptor de deportados para el resto de la región centroamericana derivaron en la militarización de partes de la frontera. Del lado centroamericano del Suchiate, Trump encuentra un cómodo silencio: ninguno de los tres presidentes del triángulo norte centroamericano -que aporta más del 90% de migrantes que cruzan la frontera con México- ha hecho un reclamo público a los Gobiernos estadounidense y mexicano por su pacto de empezar “el muro” del norte en esta franja del sur.

También la construcción del “tren maya”, con el que el presidente Andrés Manuel López Obrador quiere conectar desde Cancún hasta Palenque, pasando por Tenosique, promete transformar la zona. En ambos casos es incierto el impacto que las nuevas políticas tendrán, no solo en la ecología de la zona sino para los ecosistemas migratorio, laboral y criminal de esta parte del continente americano. La frontera sur de México es una incógnita en rápida mutación.

EL PAÍS y EL FARO nos hemos unido para tratar de destripar este territorio y verterlo en relatos. Como parte de la alianza que iniciamos en abril para contar Centroamérica fuera de sus fronteras, durante los próximos seis meses equipos conjuntos de periodistas de los dos medios, más de 20 personas en total, trabajarán para desvelar las identidades, conflictos y preguntas que esconde esta zona, para narrarla por entregas y en múltiples formatos.

Es una apuesta arriesgada, no solo por la compleja realidad que pretendemos mostrar sino también por las características propias de la zona, una de las más olvidadas y una de las más violentas del planeta.

Aspiramos a ahondar en lugares que, a priori, creemos conocer, como Tapachula o Tecún Umán; al tiempo que penetramos en otros más inhóspitos y recónditos como Xcalak, Ixcan, Bethel o Laguna del Tigre. Trataremos de ilustrar un mosaico formado por indígenas mayas, comunidades garífunas y misquitas, o blanquísimos asentamientos menonitas; por flujos humanos que arrancaron en Centroamérica, África o Asia; por largas extensiones de cultivos legales e ilegales; por pobreza, desigualdad, poderes políticos indefensos y grupos armados en constante recomposición; por países que se deshacen allí donde se encuentran.