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La lección italiana para modernos

Hay modernidad más allá del pensamiento único de la vanguardia duchampiana. Una reflexión sobre la figuración a partir de una muestra en la Fundación Mapfre

Si las instituciones españolas —que son las que pagan estas misas como si todos fuéramos feligreses— no se hubieran empeñado en promover únicamente un tipo de arte contemporáneo que, constituido en régimen (a la coreana), sólo considera homologables al activismo político y al gesto más o menos duchampiano, quizá una mayor parte del común tendría noticia de otros artistas que hace mucho van por otros pagos, por ejemplo los pintores figurativos a los que en su día concitó Dis Berlin bajo un título que rendía homenaje a Giorgio de Chirico: El retorno del hijo pródigo. Y así ocurre con él mismo como con Joël Mestre, Paco de la Torre, Antonio Rojas… y también con otros más jóvenes como Elena Goñi. A todos, una ortodoxia vigilada por los comités de expertos, niega el pan y la sal. 

‘La lección de música’ (1928-1929), pintura de Gino Severini.La lección italiana para modernos

Pues bien, estos pintores, precisamente por ser pintores y por serlo figurativos, decidieron armarse de valor y de referencias poniendo los ojos, entre otras fuentes, en la Italia de entreguerras, aunque la cosa había comenzado antes por vía historiográfica, coincidiendo con el colapso de la vanguardia como dirección única.

En 1980, el Pompidou organizó una célebre exposición, Les Réalismes entre la révolution y la réaction, a la que siguieron muchas otras revisiones en Europa. De lo que se trataba era de tomar conciencia de la complejidad moderna, más diversa de lo que había venido prescribiendo la historia del arte. En la trama de ese relato, unos movimientos y artistas aparecían como propulsores de la avanzadilla de futuro y otros como rémoras que merecían el olvido por su falta de adaptación. Entre estos últimos, y junto al rappel à l’ordre a la francesa de Cocteau y Derain, o, en Alemania, al Magischer Realismus de Franz Roh o la Neue Sachlichkeit de Hartlaub, estaban, paradigmáticamente, la pittura metafísica, que había brotado en Italia en plena Gran Guerra tras el regreso de los italiani di Parigi (Savinio, De Chirico, Carrà…), y, unos 10 años después, el Novecento. A estos dos últimos episodios, dizque regresivos, va dedicada esta exposición cuyo título habla de un Retorno a la belleza, comisariada por Daniela Ferrari y Beatrice Avanzi, con obras, en gran parte, del MART de Trento y Rovereto, pero también de otros museos y colecciones del norte de Italia, incluidos los de Brera y Turín, o el Morandi, de Bolonia.

Y, sí, aquí están, de nuevo, Sironi, Campigli, Casorati, Donghi…, todos más bien novecentistas y, por tanto, pretendidos restauradores de una especie de clasicismo o eternidad del tiempo que, paradójicamente, acabó resultando profundamente histórica. 

Pero hay también, pocos aunque suficientes, ejemplos de la metafísica que, en torno a la revista Valori Plastici, no tuvo nada de restauradora ni de regresiva, sino, precisamente, mucho de melancólica y angustiada por una toma de conciencia particularmente aguda de la imposibilidad de ese retorno. De pronto y tras despertar del sueño vanguardista, una extrañeza espectral parecía haber atacado a los seres, los espacios y las cosas de la realidad cuando la pintura quiso de nuevo representarlos con las herramientas tradicionales, inquietantemente ajenos a cualquier lógica narrativa, pero también a los procedimientos tradicionales de leer mediante sus signos y figuras cualquier significado.

Es entonces cuando la nota informativa más convencional de la exposición nos pone por sorpresa en el camino de la comprensión, a poca suspicacia con que leamos que estos artistas “dirigieron su mirada a la tradición, pero en un sentido moderno”. 

Porque seguramente no habrá más remedio que reconocer que ese sentido “moderno” no es otro, justamente, que el sinsentido, no ya el obrado por la guerra (las primeras pinturas “metafísicas” son anteriores), sino el “descubierto”, según De Chirico, por el “polaco -Nietzsche” en el corazón de lo real, una vez que se presentaba, justamente, en lo que el propio De Chirico llamó “la soledad de los signos”, o sea, huérfano de argumento, desasistido de los relatos o historias a cuyo amparo habían encontrado, precisamente, sentido las figuras en la tradición, errantes ahora por atrios, arrabales y cuartos desolados, más fantasmales cuanto más nítidos y aparentemente objetivos. 

Muy atentos observadores de la época (Simmel, Roth, Guardini…) supieron ver que la encarnadura de la vida había sido suplantada por la mecánica anónima de los procesos técnicos. De ahí los muchos cuerpos desnudos y abandonados, pero aún más los muchos arlequines (el de Picasso es de 1916) y maniquíes de los que se había llenado la pintura al tiempo que se había vaciado de humanidad. 

Eran cuerpos y figuras sin refugio, sin salvación, trazadas desde luego contra el tiempo que progresa, pero también, trágicamente, como aparecidos bajo el lema de que nada vuelve.

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‘Concierto’ (1924), pintura de Felice Casorati.




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