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Quino, el maestro de la viñeta

El dibujante parece moverse entre una sensibilidad ardiente por el sufrimiento de los débiles y una repulsión franca hacia cualquier tipo de poder

Quino posa en 2009 junto a la escultura de Mafalda en Buenos Aires, frente a la casa donde creó al emblemático personaje.Quino, el maestro de la viñeta

Como si no fuera carne y músculos sino serenidad y gracia –y un poco de respiración–, la mano se mueve y el lápiz que sostiene deja una estela de tinta negra, un trazo que parece –y es– el pelo de alguien. La mano –como si apenas rozara el papel– dibuja la frente, la nariz, la boca, dos dientes enormes. Oreja, el cuello, un ojo. Finalmente, traza una línea diminuta que transforma la expresión del rostro, hasta ese momento hueca, en una sonrisa franca. Es agosto de 2009. En un estudio de radio en la ciudad de Buenos Aires, al terminar un programa en el que lo han entrevistado, el argentino Joaquín Salvador Lavado, Quino, dibuja a Felipe, uno de los personajes de su tira Mafalda. La mano –su mano– no se ha detenido, no ha dudado ni una sola vez: una criatura con voluntad propia que, con el ritmo sostenido del agua del mar, ha dibujado ese rostro con movimientos que brotan, iguales a sí mismos, desde hace más de setenta años. Ahora, en 2014, esa danza líquida sobre el papel es algo que Quino ya no hace. La mano responde, pero él ya no ve.

El humor afilado ha sido el vehículo de sus denuncias. También uno de sus personajes, Mafalda, que acaba de cumplir 50 años. Su padre artístico, quien recién recibió el Premio Príncipe de Asturias, vive hoy inquieto por un glaucoma: ‘El mundo es muy raro sin poder dibujar’.


–Ah, ya te vas, qué suerte.

Alicia Colombo tiene el pelo entrecano corto, abultado. Usa falda y blusa muy oscuras, y una faja ancha sobre la ropa que la ayuda a mantenerse erguida.

–No, Alicia. Recién llego. –Ah –dice, simulando desilusión–. Yo creí que te ibas y dije: “Qué bien, qué entrevista tan cortita”.

Son las tres y media de una tarde de septiembre en Buenos Aires. El departamento donde viven desde hace años Quino y su mujer, Alicia Colombo, es grande, pero no enorme; prolijo, pero no lujoso. Sobre la mesa de la sala hay camisas y suéteres recién planchados y el espacio parece pequeño, repleto de muebles: varias sillas, un par de sillones, una mesa baja, una biblioteca, un cristalero con vajilla antigua.

–¿Viste esas sillas? –dice Alicia–. Se las compramos a un señor, el señor Gentile. Había comprado todos los muebles de una confitería y los vendía. Las cortamos un poco porque eran muy altas.

Quino se sienta bajo la luz blanca que entra por la ventana para hacerse fotos. –Luz, luz –dice–. Como Goethe, que antes de morir pidió: “Luz, más luz”.

Usa un suéter oscuro, jeans, los anteojos de siempre, bifocales, que exageran el tamaño de sus ojos. –Tenemos una mecedora –dice Alicia–. La compramos en una casa de remates que quedaba en el centro y nosotros vivíamos en Caballito, a setenta cuadras. Como no teníamos plata para un flete, la llevamos caminando, un brazo cada uno.

–Y, era 1960, estábamos recién casados. ¿Sabés qué pasa? Uno no tenía plata.

Quino y Alicia Colombo están juntos desde hace 54 años. Ella, doctora en Química, trabajaba en la Comisión Nacional de Energía Atómica, pero dejó el puesto cuando el viaje en ómnibus desde un barrio al que se habían mudado empezó a tomarle mucho tiempo. Desde entonces, trabaja como agente de su marido. La luz que entra por la ventana envuelve a Quino en una blancura irreal, y hace crepitar el pelo sobre sus sienes. Habla con gula de cine, de ópera, de teatro: de todo lo que fue a ver en las últimas semanas. Al terminar de hacerse las fotos, se levanta y camina hacia el ascensor para despedir a la fotógrafa, que le pregunta por el Premio Príncipe de Asturias que recibió el 24 de octubre en el rubro Comunicación y Humanidades.

–Me gustaría que me lo diera Leonor, la princesita de Asturias –dice. Cuando usa diminutivos, las frases se envuelven en un aura de ironía sin sorna y parecen a punto de transformarse en otra cosa: en algo más retorcido, menos tierno. 

–¿Por qué? –Porque es chiquita. Pero el protocolo no se lo debe permitir.

–El ascensor nunca está –dice Alicia, elevándose sobre la punta de los pies y mirando por el hueco de la puerta–. ¿Viene?

–Hay que poner la manito adelante del hueco –dice Quino–. Si viene vientito, es que viene el ascensor.

El ascensor llega y, antes de entrar otra vez en la casa, Alicia dice: –La película que queremos ver la dan en el cine de Diagonal Norte. –Uf –dice Quino–. Ese cine es una porquería. Tiene mala proyección, mal audio. Bueno, ¿charlamos un ratito?

Su estudio es luminoso y da al balcón. Las paredes están repletas de dibujos de amigos –REP, Crist, Fontanarrosa–, diplomas y premios varios. Detrás de su escritorio hay una biblioteca con libros de arte, las puertas de vidrio cubiertas por dibujos y fotos: una acuarela, una foto de su tío Joaquín. Sobre el escritorio hay pocas cosas, ordenadas: un paño de color verde, una lámpara, una caja de lápices, una muñeca de Mafalda. Contra la ventana hay un mueble alto, repleto de CD's. El pulso le tiembla un poco y parece tener una pierna un tanto rígida, pero cuando habla la voz es firme y, detrás de las gafas, los ojos enfocan claramente a los ojos.

–A esta edad no todo va bien. Pero bueno.

–¿Hubo alguna edad en la que todo fuera bien? –A partir de los treinta y pico y hasta los sesenta y pico uno se siente bien. Después empiezan los achaques. Estoy muy fastidiado con la vista. Pero muy. Ya no dibujo.

–¿Pero puede ir al cine?

–Ahora se me está complicando. Porque no veo los subtítulos, y si no entiendo el idioma de la película, soné. En italiano me arreglo bien. En francés más o menos. El inglés lo he olvidado por completo.

En el año 1999, en esta misma casa, Quino dijo: “Me gustaría pensar una historia y hacerla como libro. Pero me parece que va a quedar en idea, porque tendría que dejar de dibujar todo lo demás, y cómo hago para dejar de dibujar. No hice otra cosa en mi vida, y si dejo de hacer esto no sé si voy a seguir siendo yo. Abrir la revista Viva, de Clarín, y que no esté mi página, sería extraño”. Quino empezó a dibujar una página de humor para la revista dominical del diario argentino Clarín en 1989. Lo hizo hasta 2006, cuando publicó el que sería su último dibujo: el Dios católico preguntándose por qué tres religiones que decían creer en el mismo creador estaban enfrentadas: “¿No será que, en el fondo, cada una de estas religiones se ama más a sí misma que a mí?”. Siguió publicando en esa página dibujos de años idos hasta que en 2009 se despidió con una carta: “No se tomen estas líneas, que tanto me cuesta escribir, como una despedida, sino como una ausencia temporal que espero sea breve porque no me gusta nada la idea de que mis dibujos no sigan apareciendo en estas páginas”. Pero, desde entonces, no volvieron a aparecer.

–¿Sabía que aquella página de 2006 iba a ser la última cuando la dibujó? –No. Pensé que todavía tenía cuerda para rato.

Quino nació en la ciudad de Mendoza, cerca de la cordillera de los Andes, en el año 1932. Su padre y su madre –Cesáreo y Antonia– eran dos andaluces que habían llegado a Argentina en 1919 y tuvieron tres hijos: César, Roberto y Joaquín. Su padre trabajaba en un bazar, y Quino se crio en una casa enorme en la que vivía también su tío Joaquín, dibujante y publicista. Un día, cuando tenía tres años, ese tío le dibujó, con lápiz azul, un caballo. Él recuerda eso como una epifanía brutal: el momento en el que supo que quería ser dibujante.

–Cuando vi todo lo que salía de un lápiz…En mi casa teníamos una mesa de comedor de álamo, una madera muy blanca, y yo me tiraba de panza sobre la mesa y empezaba a dibujar ahí. Con mi mamá hicimos un trato: yo podía dibujar y después con lavandina y jabón y un cepillo de esos gordos borraba todo. O sea que fueron muy permisivos.

–¿Eran buenos padres?

–Para mi gusto, sí. Un episodio que no me hizo gracia de mi mamá fue cuando se me estaban cayendo los dientes de leche. Yo tenía un diente flojo y mi mamá me dijo: “¿A ver?”. Le contesté: “Mamá, no me lo vayas a quitar”. Y me dijo: “No, no te preocupes”. Y bum, me lo quitó. Después te salían unos dientes enormes. Se achican yo no sé cómo, pero hay unas fotos mías en las que tengo unos dientes terribles.

Encuentra siempre la manera de responder lo que quiere, virando la conversación hacia un terreno en el que se mueve cómodo: anécdotas de la infancia en Mendoza, la timidez implacable.

–Mendoza era el Mediterráneo: todos eran sirio-libaneses, italianos, españoles. El verdulero, el frutero. Yo hablaba como mis padres, en andaluz. Así que en el colegio fue terrible, porque nadie me entendía. Yo decía “este tío”, en el sentido que se le da en España a la palabra “tío”, y me preguntaban si fulano era tío mío. Era timidísimo, y como no me entendían era peor.

–¿Y su madre era…? –Una andaluza gordita muy simpática. Mi papá hablaba muy poquito. Con mis padres y mis tíos me llevaba muy bien. Con el que no encajaba era con mi abuelo.

–¿Era severo?

–No. Al contrario. Pero yo a los viejos les tenía miedo. Y a los borrachos. Me aterraban. Una noche de verano sonó el timbre del zaguán y yo fui a abrir la puerta y me encontré con una mujer desgreñada, con una caña en la mano, que me dijo: “El doctor Schiudice me ha prohibido el vino”. Yo me agarré tal susto que cerré con llave y me fui corriendo al fondo. Había un psiquiátrico en Mendoza y el doctor ese era el director. Fue uno de los sustos más grandes que he tenido en mi vida.

–¿Y el miedo a los viejos de dónde viene?

–No sé. Pero me producía una sensación muy extraña tener que acompañar a mi abuelo a tomar un tranvía porque él tenía cataratas y no veía bien. Me daba como susto. La vejez me asustaba.

Se detiene, como si hubiera dicho algo impropio.

–¿Estoy hablando en pasado? Tendría que hablar en presente. La vejez es una porquería que te asusta mucho. Yo le doy un sentido político a la vejez. Es como que te caiga Pinochet y te empiece a prohibir cosas: esto no, aquello tampoco.

–¿Le angustia o de verdad lo toma con humor?

–Me angustia mucho. Me angustia ir perdiendo autonomía, moverme mal. Lo de la vista, que ya es el colmo. Y la falta de agilidad en todo. Y pienso que también una cierta mentalidad anquilosada. Uno a veces se siente un viejo criticón, diciendo “porque hoy los jóvenes”.

Creció leyendo revistas de humor y de historietas, yendo al cine, envuelto en un anticlericalismo radical (su abuelo le decía que una misa era “una congregación de ignorantes adorándole el culo a un tunante”), y escuchando discusiones políticas entre su abuela comunista y sus padres republicanos, todo en el marco de las guerras que poblaron su infancia: la guerra civil española, la Segunda Guerra Mundial.

–¿Sus padres lo cobijaban de ese clima de guerras?

–Yo sentía cobijo en el sentido de que cualquier malestar que uno tuviera enseguida llamaban al doctor Perinetti o al doctor Notti, que era pediatra. En ese sentido, sí, muy cuidadosos.

–No, pero…

–Claro que mis padres me duraron muy poquito. Cuando se murió mi madre, yo iba a cumplir 13. Cuando desapareció mi padre, casi 15. Mi madre murió de un cáncer espantoso. Duró años en agonía y la única cosa que había era inyectar morfina. Fue muy feo. Estuvo dos años en cama. Mi padre, en cambio, murió de un infarto, que es mucho más preferible. Tengo unos recuerdos espantosos. Espantosos. Porque además el asunto del luto te marcaba mucho. Eran tres años de luto. Te cosían una franja negra en la manga, llevabas la corbata negra y algo en la solapa. No se podía escuchar radio. Era un espanto. Yo me pasé de luto desde los 10 años, cuando murió mi abuelo, hasta los 18, cuando terminó el duelo por mi papá.

–¿Su padre falleció en la casa?

–Había ido al cardiólogo. Se sintió mal, le dio una inyección y lo mandó a casa. Llegó en un taxi. Yo subí al taxi y vi que tenía los labios azules y estaba desmayado. Ahí fueron una tía con mi hermano Roberto, lo llevaron al hospital y allí se murió.

Después de la muerte de los padres, los tres hermanos siguieron viviendo con el tío Joaquín. César, el más grande, que murió siete años atrás, se hizo contador. Roberto, el del medio, estudió abogacía. Quino sabía que quería ser dibujante y publicar en revistas de Buenos Aires, de modo que a los 18, y gracias a la ayuda económica de su hermano mayor, viajó a la capital con una carpeta de dibujos de humor mudo sobre militares, parejas, religión.



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