Editoriales > ANÁLISIS

Juárez, el radical, el intransigente

Quizá en ningún momento de la historia de México haya sido tan importante recordar una de las grandes virtudes del patricio zapoteca, don Benito Juárez, el niño indio que llegó a ser presidente de la República y Benemérito de las Américas. Juárez fue radical en todos los sentidos; quizá un momento de duda o de debilidad en sus convicciones lo habría alejado de las gloriosas páginas que escribió para la historia del país y el mundo. 

Sin duda, el mayor momento de convicción radical haya sido cuando, desestimando las súplicas de voces importantes de todos los confines de planeta, incluyendo la de Víctor Hugo, quien al final de una carta sublime, escribe: “¿Y el castigo?, se dirá. El castigo, ahí lo tiene. Maximiliano vivirá por la gracia de la República”, no flaqueó, porque, como dijo a la princesa de Salm: “Me causa verdadero dolor, señora, el verla así de rodillas; mas aunque todos los reyes y todas las reinas estuvieran en vuestro lugar, no podría perdonarle la vida. No soy yo quien se la quita: es el pueblo y la ley que piden su muerte; si yo no hiciese la voluntad del pueblo, entonces éste le quitaría la vida a él, y aun pediría la mía también”. La República frente al ‘derecho divino’ de la Monarquía.

Juárez, el radical, el intransigente

Juárez fue radical porque sólo así podía cumplir con la tarea colosal de restaurar la República fundada por Guadalupe Victoria, a la que asediaron, antes y después, adalides del absolutismo. México, con Juárez a la cabeza de una generación de hombres cabales, de los que Antonio Caso dijo: “Aquellos hombres que parecían gigantes”, que, antes que en Europa, enfrentaron al feudalismo y a la tradición católica-cristiana que plantea el derecho divino de la clase aristocrática europea a gobernar el mundo como herencia.

A los moderados, a los transigentes, a los claudicantes, Juárez les responde, como a Maximiliano: “Me dice usted que de la conferencia que tengamos, en el caso de que yo la acepte, no duda que resultará la paz y con ella la felicidad del pueblo mexicano, y que el Imperio contará en adelante, colocándome en un puesto distinguido, con el servicio de mis luces y el apoyo de mi patriotismo. Es cierto, señor, que la historia contemporánea registra los nombres de los grandes traidores, que han violado sus juramentos y sus promesas; que han faltado a su propio partido, a sus antecedentes y a todo lo que hay de sagrado para el hombre honrado; que en esas traiciones el traidor ha sido guiado por una torpe ambición de mando y un vil deseo de satisfacer sus propias ambiciones y aún sus mismos vicios; pero el encargado actualmente de la Presidencia de la República salió de las masas del pueblo y sucumbirá –si en los juicios de la providencia está destinado a sucumbir– cumpliendo con su juramento, correspondiendo a las esperanzas de la nación que preside, y satisfaciendo las inspiraciones de su conciencia”.

Remata la carta al emperador: “Tengo necesidad de concluir, por falta de tiempo, y agregaré sólo una observación. Es dado al hombre, señor, atacar los derechos ajenos, apoderarse de los bienes, atentar contra la vida de los que defienden su nacionalidad, hacer de sus virtudes un crimen y de los vicios propios una virtud; pero hay una cosa que está fuera del alcance de la perversidad, y es el fallo tremendo de la historia. Ella nos juzgará. Soy de usted, S. S., Benito Juárez”.

Para Juárez no fue suficiente la sola crítica a los abusos de la vieja clase en el poder, esa clase opresora y explotadora, cuyos miembros adoptan poses aparentemente de censura; pero que viven un oportunismo ilimitado y su fijación desmedida en la ventaja personal o de las camarillas que forman el cerrado círculo de los privilegiados. Para el Benemérito, No se trataba de unas meras ganas de destruir o un simple afán de imponer el propio poder aplastante en vez del poder anterior, sino que el proyecto era construir un mundo basado en las viejas esperanzas humanas de felicidad para todos y de la superación del sufrimiento humano que es provocado por otro ser humano, como ahora hace el capitalismo salvaje, que acumula riqueza estéril mientras millones de seres humanos están a punto de morir y mueren de hambre, la peor de las muertes posibles. 

Quizá por ello, Víctor Hugo expresó del gran patricio que era: un hombre “por quien la libertad triunfó”.