Plaza de almas

Este hombre se llama Santos Flores. Su apelativo y traza son los de un personaje de Borges. Poeta de pueblo, es repentista. Quiero decir que improvisa sus versos. Los hace como si los sacara de la nada. Este otro hombre no es un hombre cualquiera. Es un señor. Un señor es un hombre que está por encima de los otros hombres. Usa traje de casimir negro; calza botines negros, de charol; lleva sombrero de fieltro, también negro. El nombre de este señor es don Mateo. “Doctor Mateo”, lo llaman todos respetuosamente. No es doctor de los que curan; es doctor no sé si en letras, en derecho, en filosofía o en alguna abstrusa ciencia como la física o las matemáticas. En todo caso es un hombre -perdón: quise decir un señor- culto, de los que se definen como “leídos”. Quizá por eso es librepensador y, si me apuran un poco, jacobino. En cambio Santos Flores, quizá por ser hombre de pueblo, es creyente. Si le pasa algo bueno exclama: ¡Alabado sea Dios!”. Si le sucede algo malo suspira: “Alabado sea Dios”. En la puerta de su casa tiene una palma bendecida que impide la entrada del demonio. Cuando le sale al paso un perro bravo recita el Credo para que se aleje sin morderlo. El 3 de mayo de cada año reza una oración que dice: “Arredro vayas, Satanás, / a mí no me llevarás, / porque el día de la Santa Cruz / dije mil veces Jesús, Jesús, Jesús.”. Y lleva la cuenta con el rosario hasta darle veinte vueltas. Esta tarde Santos Flores se ha topado con el doctor Mateo, que va acompañado por dos señores de la Capital, intelectuales también, según se ve por su modo de andar, como si pisaran huevos, y jacobinos como él, según se deduce del hecho de que no se quitaron el sombrero ni se persignaron al pasar frente al templo parroquial. El templo está dedicado a María, Virgen y Madre, según reza la inscripción en relieve sobre su fachada. Virgen y Madre. ¿Al mismo tiempo? Muchas veces el doctor Mateo diserta sobre la ingenua fe del pueblo. No lo hace por burla, como los volterianos lugareños, sino con interés genuino, y hasta con un poco de ternura. Su madre y su abuela eran mujeres de devoción, y piensa que faltaría a su memoria si hiciera guasa con las cosas de la religión. Suele decir: “No creo, pero respeto”. Y añade: “Eso es mejor que creer y no respetar”.  El doctor Mateo ve a Santos Flores, que sale de la iglesia, y les habla de él a sus amigos, que no creen en la facultad improvisadora del poeta popular. Si ellos batallan para escribir sus versos ¿cómo es posible que alguien que apenas sabrá leer los haga así, al desgaire?  Deciden ponerlo a prueba, por curiosidad. Lo llama el doctor Mateos, que ha pensado ya lo que va decirle. Acude el poeta pueblerino, y después de saludar al doctor se presenta ceremoniosamente a los recién llegados: “Santos Flores, caballeros. Poeta, para servir a Dios y a ustedes”. Sin más el doctor le pregunta empleando los versos octosílabos que preparó: “Óyeme bien, Santos Flores, / que te voy a preguntar. / ¿Cómo, pariendo, la Virgen / doncella pudo quedar?”. Al punto le contesta el poeta del pueblo en versos con igual métrica y rima: “Escuche, doctor Mateo, / que le voy a contestar. / Tire una piedra en el agua. / Se abre, y vuelve a cerrar. / Así pariendo la Virgen / doncella pudo quedar”. Luego dice, como si hubiese adivinado la trama de los señores: “Están servidos, caballeros”. Y se marcha sin otra despedida. Los tres señores se quedan pensativos y ya no dicen nada. Vuelven a su caminar. En eso suena la campana que llama al rezo del rosario. Una bandada de palomas llena con su vuelo el cielo de la tarde que se va. FIN.

Plaza de almas