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La revolución de la inteligencia

¿Acabarán las máquinas siendo más inteligentes que el hombre?

Somos la última generación que es más inteligente que sus máquinas. Estamos en la antesala de profundos cambios sociales. En nuestro futuro se dibujan grandes oportunidades y grandes incógnitas. Escuchar a los investigadores, ingenieros, pensadores y científicos que trabajan en el ámbito de la inteligencia artificial es asistir a una catarata de palabras enormes, a veces grandilocuentes; a un aluvión de ideas que anuncian un nuevo mundo a la vuelta de la esquina.

La revolución de la inteligencia

El coche autónomo que toma decisiones por sí solo y que transformará nuestras ciudades; los robots que desplazan a los trabajadores de sus analógicos puestos de trabajo; la posibilidad –por lo que parece, aún remota– de que las máquinas puedan llegar a ser más inteligentes que los seres humanos… Nadie sabe cuáles serán el alcance y la rapidez de los cambios. Habrá que ver si se trata de una revolución equiparable, en su capacidad de transformación, a la industrial, pero lo cierto es que la inteligencia artificial está ya en el centro del debate.

Estamos en la antesala de profundos cambios sociales. En nuestro futuro se dibujan grandes oportunidades y grandes incógnitas. Escuchar a los investigadores, ingenieros, pensadores y científicos que trabajan en el ámbito de la inteligencia artificial es asistir a una catarata de palabras enormes, a veces grandilocuentes; a un aluvión de ideas que anuncian un nuevo mundo a la vuelta de la esquina.

El coche autónomo que toma decisiones por sí solo y que transformará nuestras ciudades; los robots que desplazan a los trabajadores de sus analógicos puestos de trabajo; la posibilidad –por lo que parece, aún remota– de que las máquinas puedan llegar a ser más inteligentes que los seres humanos… Nadie sabe cuáles serán el alcance y la rapidez de los cambios. Habrá que ver si se trata de una revolución equiparable, en su capacidad de transformación, a la industrial, pero lo cierto es que la inteligencia artificial está ya en el centro del debate.

En 2016 se han batido ya todos los récords de inversiones: 550 start-ups de inteligencia artificial han conseguido levantar 5.000 millones de dólares en rondas de financiación frente al medio millón logrado en 2012, según el centro de estudios CB Insights. Google, Intel, Apple, IBM, Yahoo o Facebook se han lanzado a esta carrera en los últimos cuatro años con la chequera por delante. Google ha adquirido 11 firmas de inteligencia artificial desde 2011. Intel (que en 2016 compró tres) y Apple (que se hizo con dos) le siguen los pasos, según CB Insights. La inteligencia artificial se desliza silenciosamente en nuestras vidas a través de las pantallas que manejamos.

La mayor parte de la AI con la que convivimos recopila información cada vez que hacemos algo con nuestro teléfono o computadora, encuentra patrones de conducta, elabora un perfil de nosotros –mujer, de 30 años, con hijos, que busca libros de filosofía– y recomienda en función de ello. Lo que nos muestra u ofrece depende de lo que sabe de nosotros y de lo que le gusta a gente como nosotros. “El próximo paso será recomendarte algo antes incluso de que tú sepas lo que necesitas”, afirma Nidhi Chappell, directora de inteligencia artificial del Data Center Group de Intel. Las máquinas cada vez aprenden más, mejor. Y más rápido.

El buscador de Google es una de las presencias digitales de nuestro día a día que incorpora crecientes capas de AI. Interpreta lo que le pedimos para ofrecer resultados relevantes. De no ser así, cuando ponemos en el campo de búsqueda “Elecciones USA”, nos podría remitir a los comicios de hace medio siglo en vez de a las más recientes. Cuando la red social Facebook nos coloca un anuncio, incorpora inteligencia artificial. Lo hacen también la plataforma de venta Amazon o el portal Netflix cuando nos recomiendan un libro o una película.

Acumular y procesar datos. Encontrar patrones. Aprender del usuario, de los usuarios. Eso que comúnmente denominamos AI es en realidad machine learning (en inglés, aprendizaje de las máquinas) o aprendizaje automático: máquinas que aprenden por sí solas y resuelven problemas. “Inteligencia artificial es una etiqueta demasiado grande”, dice Greg Corrado, científico e investigador de Google, a través de videoconferencia. “Sería más correcto hablar de que estamos ante los últimos ordenadores estúpidos. No suena tan sexy, pero es más preciso”.

El machine learning está presente en las aplicaciones de traducción, en los filtros de spam del correo electrónico y en los asistentes digitales, esos entes a los que uno les puede pedir de viva voz “márcame el teléfono de casa” –como el Cortana de Microsoft, el Siri de Apple, el Alexa de Amazon o el nuevo Google Assistant–. Estos dispositivos son el embrión del gemelo digital, el núcleo inteligente que nos acompañará en nuestros distintos soportes (teléfono, ordenador portátil, televisión inteligente…). Probablemente no tenga una voz tan sexy como la de Scarlett Johansson, el asistente que -acompañaba al personaje de Joaquin -Phoenix en Her, la premonitoria pe--lícula de Spike Jonze, pero lo intentará: la robótica ya es capaz de crear voces casi humanas.

Las máquinas de hoy día entienden lo mismo que un niño de cinco años, según explica Greg Corrado. Traducen como uno de 13 años. Y multiplican mejor que nadie. “Pero tienen la inteligencia emocional de un chihuahua”, bromea el experto de Google.

Intentando enseñar a los ordenadores cómo deben aprender, los progresos están llegando con el uso de algoritmos que se inspiran en el funcionamiento de nuestro cerebro, de nuestras neuronas. Son las llamadas redes neuronales artificiales, que dan paso a lo que conocemos como deep learning, aprendizaje profundo.

Gran parte de lo que hoy llamamos inteligencia artificial tiene, de hecho, mucho que ver con la estadística. Así lo refrenda Susan Holmes, profesora de la Universidad de Stanford (EE UU). Lleva 15 años trabajando en bioestadísticas asociadas al cáncer y al sistema inmunológico. Era una de las invitadas en la última edición del NIPS.

Holmes aparece en la recepción del Princess Hotel, que alberga el NIPS, con su larga melena blanca, sus gafas redondas y su paz interior. En su grupo de investigación utilizan la AI –ella prefiere llamarlo statistical learning, aprendizaje estadístico– para crear modelos que permitan anticipar si un bebé va a ser prematuro. Tomando muestras de las secreciones vaginales de las pacientes y buscando el ADN de un gen –el housekeeping 16 s RNA– que existe en determinadas bacterias, pueden predecir si hay riesgo de que el bebé llegue antes de tiempo.

Holmes desenfunda un Mac plagado de pegatinas y explica cómo maneja R, el software libre que le permite programar. “El machine learning no es más que el uso de computadoras para comprender fenómenos complejos”, dice con una sonrisa. Hace 20 años, explica, se pensaba en el cáncer de mama como una enfermedad. Hoy día conocemos 40 tipos de cáncer de mama distintos. Las máquinas nos ayudan a procesar grandes cantidades de información, a cruzar datos con perfiles genéticos. El médico puede tomar una decisión basada en decenas de miles de mediciones. La inteligencia artificial le sugiere al facultativo qué medicación es la más adecuada después de ver los efectos que ha tenido en personas con perfiles genéticos similares.

Dentro de 10 años, dice Holmes, corremos el peligro de que muchas decisiones médicas se adopten de un modo automatizado. El factor humano, -sostiene, debería seguir siendo muy importante. “No hay mejor red neuronal que un cerebro más una compu-tado-ra”, espeta con sorna. Es importante también la cautela en el manejo de la información privada de los pacientes. Procesamiento y -gestión de datos, anonimato, privacidad. Son múltiples los retos a los que se enfrenta la sociedad de la inteligencia.

La velocidad a la hora de procesar los datos es una de las claves del desarrollo de la inteligencia artificial. Para que un coche autónomo pueda conducir solo en una avenida junto a otros vehículos, por ejemplo, debe actualizar en tiempo real una -cantidad ingente de información: distancia con respecto al coche de delante, velocidad a la que van cada uno de los vehículos que le rodean, estado de la carretera… Los coches van camino de convertirse en centros de datos ambulantes.

La firma de microprocesadores Intel organizó un evento en San Francisco el pasado noviembre, el Intel AI Day, para anunciar los acuerdos de desarrollo de inteligencia artificial a los que ha llegado con empresas como Google –volcada en el AI first (AI primero)–, BMW o Siemens. Y mostró también el Xeon Phi, un microprocesador –el cerebro del ordenador– que permite multiplicar por cuatro, según aseguran, la llamada deep learning performance, sus prestaciones.

En un evento muy a la americana, con presentaciones, talleres y sesiones especializadas, decenas de expertos pusieron de manifiesto que nos asomamos a un mundo nuevo. Las fábricas cada vez contarán con una mayor manufacturación autónoma; se podrá predecir cuándo se va a estropear una máquina y cuándo tocará repararla. Las prospecciones bajo tierra en busca de gas o petróleo podrán ser más precisas. “La inteligencia artificial permitirá que los automovilistas no tengan que ocuparse de conducir cuando no resulta divertido”, asegura en un receso del AI Day Reinhard Stolle, vicepresidente de inteligencia artificial y machine learning del grupo BMW. Podremos comprobar nuestros correos electrónicos o jugar al Pokémon Go en un atasco. “Y salvará vidas. La mayoría de los accidentes se deben a conductores que cometen errores”.

Las máquinas también fallan, como bien se ha puesto de manifiesto con los primeros prototipos de coches autónomos que Tesla y Google han puesto a funcionar. De hecho, estos tendrán que dotarse de un sistema de valores para afrontar dilemas éticos: si un niño cruza la carretera -inesperadamente, ¿qué hace la máquina?, ¿esquiva al niño y pone en peligro al hijo del conductor que va de -copiloto? Los algoritmos no tienen ética, y la inquietud de cómo solucionar esta espinosa cuestión recorre Silicon Valley.

La automatización de la vida plantea también dilemas legales. ¿Cómo debe regular el derecho la relación de los seres humanos con los robots? La Comisión de Asuntos Jurídicos de la Comisión Europea acaba de aprobar un informe pidiendo que se cree un marco jurídico concreto, que se constituya una agencia comunitaria centrada en esta materia y que se establezca un código ético voluntario.

La inteligencia artificial ya está propiciando granjas automatizadas en las que el análisis de datos permite evitar que se fertilice o se plante de más en algunos valles de California. Y ya hay camiones autónomos trabajando en minas de Australia. El transporte por carretera será, sin duda, uno de los sectores que se verán más afectados: harán falta más mecánicos para reparar este tipo de camiones que conductores. Son cambios que apunta Naveen Rao, de 41 años, vicepresidente de soluciones de inteligencia artificial de Intel. “Podremos hacer más con menos tiempo y esfuerzo”, afirma en un hotel de San Francisco.

Los efectos se dejarán notar en el sector de la seguridad y militar (drones inteligentes), en la vigilancia, en el sector financiero. Hasta la justicia ha emprendido el rumbo hacia la AI y en Estados Unidos ya se está utilizando un software, North-pointe, con el que se puede hacer un cálculo del riesgo que tiene un preso de reincidir.

Las transformaciones en el mundo laboral también son objeto de análisis. Daniel Susskind, coautor junto a su padre, Richard Susskind, de El futuro de las profesiones (Editorial Teell), recuerda, en conversación telefónica desde Londres, que ya hay 48 millones de estadounidenses que recurren a un software que hace las veces de asesor fiscal online. Y utiliza el ejemplo de un robot farmacéutico de la Universidad de California, en San Francisco, que ya ha realizado más de seis millones de recetas (en una de ellas falló) para ilustrar el alcance de los cambios que se avecinan. “Lo que resulta preocupante”, dice Susskind, “es que la velocidad de las nuevas tecnologías provoca que las brechas en función de las capacidades sean cada vez más grandes”.

Las nuevas herramientas ayudan y ayudarán a los humanos a tomar mejores decisiones, sí; pero en algunos casos los reemplazarán. El 57% de los empleos actuales en países de la OCDE está en riesgo de desaparecer como consecuencia del auge del big data y del machine learning, según el estudio Technology at work v2.0 de la Universidad de Oxford.

Stephen Cave, filósofo, exdiplomático y doctor en Metafísica por la Universidad de Cambridge, opina que la AI tiene el potencial de revolucionar nuestra sociedad tal y como lo hizo la revolución industrial. Director ejecutivo del Leverlhume Center for the Future of Intelligence (LCFI), centro de estudios cuya base está en la Universidad de Cambridge, señala que la sociedad deberá hacer frente a una automatización que generará bolsas de trabajadores que se sentirán desplazados por las máquinas, inútiles. Un problema que tiene que ver con la autoestima y que no necesariamente se podrá resolver con una renta básica.

“Debemos prepararnos por si en el ámbito laboral resulta muy disruptiva”, advierte. “El ascenso del comunismo, del fascismo, un par de guerras mundiales… fueron, en parte, consecuencia de la industrialización. Así que, incluso si en 200 años todo va bien, tenemos que asegurarnos de que el camino hacia la inteligencia artificial sea suave y que la gente no sufra”.

El cambio y la disrupción serán norma. El esquema no será aprender, trabajar y retirarse, explica Cave, sino que a lo largo de una carrera profesional habrá que hacer interrupciones destinadas a adquirir formación y ponerse al día. “Habrá que pensar en una vida menos lineal, más circular”.

Fue precisamente en la inauguración del LCFI en octubre de 2016 cuando el científico Stephen Hawking dijo que la AI es capaz de traer lo mejor y lo peor a nuestras sociedades. El advenimiento de este giro tecnológico despierta todo tipo de reacciones.

Lo que parece evidente es que la llegada de un ejército de robots con forma humana que toman el control del planeta, una imagen que ha calado en el imaginario colectivo, resulta poco realista. Caminamos, más bien, hacia una sociedad en la que el hombre convivirá con una serie de agentes artificiales entre los que habrá coches autónomos, robots y mentes digitales que formarán parte de nuestra sociedad.

Existe un 90% de posibilidades de que entre 2075 y 2090 haya máquinas tan inteligentes como los humanos, según se desprende de Superinteligencia: caminos, peligros, estrategias (Editorial Teell), uno de los libros de referencia en el análisis de la inteligencia artificial, elogiado por filósofos de prestigio como Derek Parfit y visionarios de Silicon Valley como Bill Gates, de Microsoft, o Elon Musk, de Tesla.

En uno de los escenarios que analiza su autor, el filósofo sueco Nick Bostrom, se produce lo que él denomina como una explosión de inteligencia: la máquina supera al hombre y aprende por sí sola hasta ser capaz de desarrollar habilidades de programación, hacking y manipulación social.

Stephen Cave abunda en esta proyección futurista. “El problema es que esa tecnología falle, que desarrolle objetivos propios o que desen-cadene alguna catástrofe como una pandemia o una guerra nuclear. Lo peligroso es que nos confiemos”. Para no resultar tan fatalista, matiza: “Pero cuanto más poderosas sean las máquinas, más nos pueden beneficiar. ¡Pueden ayudarnos a solventar el problema del cambio climático, a curar enfermedades!”.

La última vez que Silicon Valley apostó por la inteligencia artificial, en los ochenta, la fiebre remitió al poco. Condujo al llamado AI Winter, el invierno de la AI. Ahora, en este nuevo resurgir, todo parece distinto. O, al menos, ese es el sentir de buena parte de la comunidad científica. Una máquina de DeepMind, una de las firmas punteras en este campo, adquirida por Google en 2014, consiguió derrotar en marzo del año pasado a Lee Sedol, uno de los mejores jugadores del mundo de Go, complejo juego que se asemeja a un ajedrez oriental. No se esperaba un avance de esta naturaleza hasta dentro de 15 años. La máquina que doblegó a Sedol incorporó los tres tipos de machine learning que hay hoy día: el supervisado (algoritmo que trabaja con información etiquetada, la mayor parte de la AI del presente), el no supervisado (el sistema reconoce patrones y etiqueta los datos por sí solo) y el que funciona por refuerzo (el más complejo y excitante: la máquina aprende sola mediante ensayo y error; es reforzada cuando acierta y penalizada cuando se equivoca). Demis Hassabis, líder de DeepMind, dijo que la máquina había conseguido algo cercano a imitar la intuición humana.

A corto plazo veremos cómo mejoran las aplicaciones de traducción simultánea, cómo los coches se van haciendo progresivamente autónomos, cómo la máquina que nos habla por teléfono cuando llamamos al banco es cada vez menos tonta. Todo irá sucediendo silenciosamente. Divisaremos drones espantapájaros volando por los aires; los robots nos traerán la cerveza y guardarán los juguetes de los niños, explica el joven investigador norteamericano Matthew E. Taylor, director del Intelligent Robot Learning Laboratory de la Washington State University. Aprenderán por sí solos entendiendo que lo han hecho bien si reconocen en nuestra cara una sonrisa.

A medio plazo, tal y como evoca Bostrom, asistiremos a un nuevo concepto de la reputación. Nos podremos cruzar por la calle con gente de la que sabremos automáticamente quién es y a qué se dedica gracias a las aplicaciones de realidad aumentada, combinación de mundo real y virtual. Adiós al anonimato.

A largo plazo, ya veremos.

“Tengo la sensación de que vivimos en una era de transición”, dice Nick Bostrom. “La gente tiende a creer que la vida va a seguir igual: que sonará el despertador, iremos al trabajo, pasaremos el día frente a una pantalla, volveremos a casa y veremos la tele. Piensa que las desviaciones sobre ese plan son hipótesis bizarras. Es algo absurdo desde cualquier ángulo. Fuera de esa pequeña burbuja en la que vivimos puede que haya un mundo muy diferente, el mundo del futuro, distinto de la realidad que nos rodea. Las cosas van a cambiar más de lo que la gente espera”.

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Nidhi Chappell, directora de inteligencia artificial del Data Center de Intel.

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Uno de los mejores jugadores del mundo de Go, Lee Sedol, compitió con la máquina de DeepMind AlphaGo en Seúl (Corea del Sur) en marzo de 2016. Ganó el sofisticado aparato.

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‘SeIf Reflected plate #9, Parietal Cortex’ (2014-2016). Ilustración del córtex parietal del cerebro.

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Naveen Rao, vicepresidente de soluciones de AI de Intel.




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