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El lujo de la sencillez

Roberto Baciocchi, el arquitecto de Prada En su palacio toscano, el arquitecto italiano Roberto Baciocchi, célebre por diseñar las ‘boutiques’ de Prada, ha respetado las huellas del tiempo y se ha rodeado, ajeno a modas y estilos, de todo aquello que le gusta. La calidad, reivindica, siempre es la mejor apuesta.

El arquitecto Roberto Baciocchi, célebre por diseñar las tiendas de Prada, no soporta a los artistas charlatanes, “esos que hacen un dibujito y alrededor construyen un gran discurso”, y admite también cierta prevención ante los periodistas que, tras el disfraz del interés por su obra, intentan sonsacarle cotilleos de la jet-set de Milán. Así que, una vez establecidas las bases –directos al grano y sin preguntas trampa–, fuimos a la Toscana a hablar un poco de todo en la paz interior de un palacio del siglo XIV que es además su casa. Ahí afuera, el Giro se acerca a Arezzo y los vecinos han llenado de globos de color rosa las calles que eligió Roberto Benigni para rodar La vida es bella.

El lujo de la sencillez

El arquitecto alterna el diseño de las tiendas de Prada y de otras marcas de lujo por todo el mundo con la recuperación de edificios históricos en la Toscana, en el resto de Italia y en el extranjero, entre los que sobresale el palacio donde vive, construido en el siglo XIV, ampliado en el XVI y finalizado a principios del XVIII. Nada más entrar hay dos cosas que llaman la atención de inmediato. La primera es la diferencia de la decoración de Casa Baciocchi con el estilo –sencillo, de líneas puras– de sus templos del lujo levantados en las calles más caras del planeta. El arquitecto lo explica: “Aquí el título es la historia, una superposición de intervenciones a través de los siglos. Si uno va a vivir en un edificio que tiene una historia es porque ama las huellas del tiempo. El tiempo es muy importante porque permite ver las cosas desde la distancia justa. Para mí, intervenir sobre un edificio que tiene una historia es buscar un hilo lógico y luego meter dentro las cosas que convienen, ponerlo en armonía conmigo mismo y con el volumen del que dispongo. No trato de dejar huella. Eso lo dejo para los frustrados culturales, para los mediocres. Cuanto más mediocres son las personas, más huellas quieren dejar”.

El palacio de Roberto Baciocchi en el centro de Arezzo, que es como decir en el centro de la belleza y de la historia de Italia, llama también la atención porque, a pesar de la majestuosidad del edificio y del currículo del dueño como “arquitecto de las estrellas”, dista mucho de ser un escaparate. “Es una casa para ser vivida. No hay un estilo”, explica mientras enseña la chimenea que diseñó para un salón, la vieja bandera de un barco japonés que preside otra estancia o el sencillo herraje que se inventó para sellar la piedra de la fachada con el cristal de las ventanas. “Solo he puesto juntas las cosas que me gustan. Yo no necesito mi casa para promoverme a mí mismo”.

Casi al final de la conversación, el arquitecto reconoce que su ambición no es “ni dejar huella ni ninguna herencia cultural”, tal vez solo un método, el de la búsqueda de la calidad de una forma sencilla y auténtica. “La uniformidad no me interesa”, explica, “tampoco la banalidad. Insisto en la sencillez entendida como ir hasta el fondo del concepto. De manera rápida. Sin palabrería. Quien no tiene nada que decir hace grandes discursos, grandes sofismas, equilibrismos verbales. Y eso, ya venga de un político o de un artista, a mí no me gusta. Antes de hacer un proyecto tengo que tener claro el objetivo, la filosofía, el material, el contexto… El proyecto es una aplicación de todo eso. Es así de simple. No al revés. Yo no hago un dibujito muy bonito que más o menos puede funcionar y luego construyo un discurso alrededor. A mí hablar mucho no me gusta. Me gusta hablar mucho con los amigos, en buena compañía, pero no en el trabajo. Quien habla mucho tiene poco que decir. Y esto en todos los niveles. No me gusta la política como marketing de uno mismo”.

Para el arquitecto Baciocchi, la paz de la Toscana es el contrapunto perfecto a su ansia por viajar y conocer. “Me gustan las grandes metrópolis porque no me aburro nunca. Necesito dinamismo, estar interesado. Me gusta mucho Tokio, y Pekín más que Shanghái. Me gusta China porque allí se ve que está sucediendo algo; en el resto, en cambio, hay una repetitividad. Nueva York ya no es la Nueva York de los años ochenta. No hay una dinámica como había antes”. Si, en cambio, tuviese que quedarse varado en una ciudad, sería en Roma: “Es bella porque no es previsible, está llena de contradicciones”.



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