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Al otro lado del abismo

La Juan March dedica una retrospectiva a Lyonel Feininger, ilustrador y artista que transitó por las vanguardias

Para disgusto de teóricos del arte, no siempre lo escrito en los libros se sostiene en pie cuando es ofrecido a un efectivo juicio de los ojos. Pasa mucho, por ejemplo, cuando la costumbre derivativa de explicar a un artista por la influencia de otro pretende ser comprobada por si mismo. La misma Fundación Juan March donde se prepara la primera retrospectiva dedicada al artista estadounidense y alemán Lyonel Feininger (1871-1956) quiso correr hace 10 años ese riesgo y armó una exposición para visualizar con obras reales la consistencia del célebre libro que Robert Rosenblum (De Friedrich a Rothko, 1975) dedicó a dar cuenta de la gran abstracción norteamericana desde la genealogía del Romanticismo germánico, su angst y sus sublimes paisajes al borde del abismo. El experimento salió muy bien; pudimos, en efecto y por una vez, ver lo leído.

‘Zirchow VII’ (1918), óleo sobre lienzo de Feininger.Al otro lado del abismo

Pero no siempre ha sido así. Por eso un crítico y filósofo tan sagaz como Sieg-fried Kracauer debió quedarse muy sorprendido al recibir una carta de Feininger, refugiado como él en EE UU tras la catástrofe europea, en la que el pintor, bastante airado, repudiaba su afiliación a la estética expresionista y los paralelos que Kracauer decía encontrar entre su obra y los encuadres tortuosos, las esquinas dentadas y las tenebrosas atmósferas hostiles de las películas alemanas, por ejemplo, del Mabuse de Lang y, sobre todo, del Caligari de Wiene. Y en su libro decisivo sobre ese cine, De Caligari a Hitler (1947), Kracauer incluyó muy honestamente la carta: “Jamás he visto la pelícu-la como tampoco conocí ni oí de los artistas que usted nombra…”, le decía Feininger. Aún así, y como vemos en la Juan March a través de 400 obras —pinturas, grabados, dibujos, documentos, juguetes—, en esta exposición para la que ha sido esencial el apoyo del director del LF Project, Achim Moeller, es cierto que hubo un Feininger expresionista, más bien goticista, amigo de los picudos campanarios y las callejuelas de chimeneas quebradas de la Alemania de sus padres, a la que él llegó ya con 16 años (evocada en la primera estampa de la muestra a través del Poeta pobre, de Spitzweg). Y es este un Feininger quizá olvidado y ajeno para sí mismo a la altura de 1944, fecha de la carta. Pero esa línea quebrada, la del rayo y la escalera, la de la runa de las SS, ha quedado para el cliché, junto a las sombras descoyuntadas y las muecas del carnaval exasperado, como signo característico del expresionismo germánico.

Porque también hubo otra expresividad romántica y nórdica —justamente a la que se refería Rosenblum y a la que alude uno de los especialistas que intervienen en el catálogo, Wolfgang Büche— en el polo opuesto a la dislocación, un romanticismo al pie de los espacios infinitos. Feininger abandonó en Hamburgo los estudios de música por las tiras cómicas, que lo hicieron muy conocido hacia 1905; fue contratado por el Chicago Sunday Tribune, donde hizo monos célebres como el terrible Teddy; viajó por Europa y quedó deslumbrado por el cubismo inestable de Robert Delaunay, cuyos planos como castillos de barajas en derrumbe rimaban con la estética picuda del germanismo. 

Con ese acristalamiento cubista y, sobre todo, con el recuerdo de Paul Klee, al que había tratado en la Bauhaus, donde se ocupó del grabado —extraordinaria pared, en esta gran muestra, la del mural de maderas—, cuando volvió a América en 1937 lo que le inspiraba era ya el viento sublime de Friedrich, un más allá del mar y la enormidad del cambio entre la estatura humana y el espacio de los sueños.

Había conocido en los veranos de los años veinte las orillas bálticas, las nubes y el mar hechos a la manera de los planos plisados de las faldas. Así, lejos de las ciudades expresionistas, el de sus obras de madurez fue un espacio de pureza, de expiación, que en algún raro momento recuerda (como en Cristales rotos) los planos delgados, superpuestos y abstractos de Ben Nicholson y en otros las playas de Luis Fernández, la extensión azul en la que unas mínimas figuras de aire sacerdotal se encuentran (como en efecto el famoso Monje de 1809) a pique de la desaparición de su imagen y de toda imagen. 

A última hora, Feininger siguió recordando a Klee en grabados y dibujos. Así que su especie de invocación de un país del olvido, de La ciudad en los confines del mundo, como se tituló el libro homenaje publicado en 1965 por dos de sus hijos y que se ofrece en castellano en paralelo a la exposición, lo acercó al misticismo abstracto y a quienes actualizaban la tradición ideada por Rosenblum, por ejemplo Mark Tobey, con los que se debió sentir afiliado a una especie de poesía espiritual en la que ya se había disuelto toda arista cortante, al otro lado del abismo.




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